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jueves, 16 de mayo de 2013

El Circo Oriental





 Julián del Casal


 Antes de abrirse, la muchedumbre se agrupaba, se movía y se empujaba con impaciencia creciente y natural curiosidad, ansiosa de saber lo que pasaba en el interior. Cada vez que se entreabrían las hojas de la puerta, el grupo de curiosos se abalanzaba hacia ella, tratando de ver, por el hueco abierto, algunas de las cosas que atraían su atención. Raras veces conseguía su objeto. Pero la simple vista de una trompa de elefante y de una cola de caballo, o la audición de un ladrido de perro o de un mugido de fiera, bastaban para mantenerlo estático y acrecentar sus deseos.
 Mientras esto pasaba en el exterior, dentro redoblaba sus golpes el martillo, cubría la arena el redondel, hundíanse en la tierra las estacas, extendíanse los alambres de un extremo a otro, preparábanse las habitaciones de las fieras, y la tela de cúpula se abría, se estiraba y se hinchaba, hasta que adquirió la forma de ancho cono de color de asfalto, ribeteado de rojo, sobre cuya cima hondea un pabellón tricolor que el soplo del viento se entretiene en plegar y desplegar.
 Al llegó la noche de la apertura. Desde las primeras horas de la tarde, habían desaparecido todas las localidades. Los que iban en busca de ellas, tenían que resignarse a volver con las manos vacías, deteniéndose antes a contemplar los carteles rojos, negros, verdes, azules y amarillos, pegados al exterior, donde los elefantes bailan danzas extrañas, donde una pareja de caballos atraviesa por un aro de barril, donde Mr. Barlow se columpia en un alambre invisible, donde Kawamura trepa por una escalera deleznable y donde Godfrey, el bufón de la compañía hace desternillar de risa a los espectadores.
 Abierto el circo, la muchedumbre se desbordó, como impetuoso torrente por el interior de él, ocupando las gradas, los palcos y demás asientos. Había cerca de diez mil almas. Era imposible dar un paso, por lo que me tuve que detener antes las ménageries de la entrada, fijándome en la de la izquierda, la cual se hallaba ocupada por dos elefantes, en unión de un bisonte pequeño, encadenados al suelo, alzando incesantemente la trompa y recibiendo las caricias de los domadores.
 Pasados algunos momentos, traté de entrar. Pero todo fue en vano. Además de la aglomeración de gentes que contemplaban las habilidades de las bestias domadas, los movimientos grotescos del payaso, la hermosura varonil de las écuyères, los juegos sorprendentes de los japoneses y los ejercicios gimnásticos de los acróbatas, haciendo imposible el tránsito. ; se respiraba una atmósfera malsana, impregnándose del polvo del suelo, del resplandor de la gasolina, del olor de las bestias y de las emanaciones de todos los cuerpos amontonados, que penetraba por la boca, secaba la garganta, comprimía el aparato respiratorio, subía a la cabeza y obligaba a salir en busca de aire al exterior.
 Durante el día de ayer, ha habido dos funciones en el Circo Oriental que no he logrado presenciar. Había tanta gente como en noches anteriores. Yo lo siento. Hubiera querido, si no la función entera, los ejercicios de los acróbatas, ejercicios que deleitaban al gran Barbey d’ Aurevilly y le hacían decir: para ser verdaderamente original, hagamos con nuestras ideas lo que los hombres con sus músculos.


   Hernani

     
  La Discusión, martes 6 de mayo de 1890, Año II, Núm. 268.  


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