lunes, 20 de mayo de 2013

El circo de Papaíto Mayarí


  
 Miguel de Marcos

 Pasaron cuatro años. Grandes sucesos. Grandes acontecimientos. Llegada del Nautilus a La Habana, barco-escuela de velas henchidas. Festejos, bailes, iluminaciones. Cantos a Colón, excavaciones en la raíz hispánica, cien bodegas que adoptaban el nombre de la fragata; los marinos de España hundiendo la cabeza oceánica y conmovida en el pecho de los guerreros de Cuba Libre. Bella página de todas maneras, porque en el unánime refocilo, en la cauda apotéosica, en el fervor de los menajes, don Pelayo Menéndez se salvó en el último tren y reingresó en la lista de suscriptores del Diario de la Marina. Grandes sucesos. Grandes acontecimientos: restablecimiento de las lidias de gallos, instauración la Lotería, canje del Arsenal por Villanueva, a los fines de que un danzón cantarino y ondulante titulado El Ferrocarril Central adquiera más consistencia. Consagración de una frase, pura y lustral, que llevaría a los ardores del alma cubana, un frescor delicioso: «Tiburón se baña, pero salpica.» Qué demonio, eso de que la patria es ara y no pedestal, era una cosa terriblemente marchita y anacrónica Y una gran revolución que se marcaba victoriosa: la abolición definitiva de los calzoncillos largos.
 Cuatro años... Qué pronto se va el tiempo. Dios mío. Unos meses más y Papaíto Mayarí se graduaría de Doctor en Derecho Civil, Público y Notariado. Eso sería para la primavera de 1913. En cambio, qué tristes para el joven estudiante, con tachas grises en las sienes, estas Pascuas de 1912.
 Se vestía, sin prisa, en su cuarto. Por nada ni nadie en el mundo hubiera dejado a su padre en la noche de Navidad, y eso que el viejo Mayarí incurría en pequeños defectos al seleccionar sus invitados. Las campanas de la iglesia de Monserrate daban las diez, cuando, después de observar con melancolía aquellas canas prematuras, se sintió atraído por un recuerdo. El año anterior, en los primeros días de noviembre, asistió, en compañía de Tin y Cachalote, al debut del Circo Pubillones. Lo deslumbró la «ecuyere». Una amazona intrépida que realizaba proezas conmovedoras. Saltaba de un caballo a otro, y qué caballos, enormes, majestuosos, pulcros, honestos, con una cola que llegaba al suelo, sin gases torticeros, sin rastro villano. Construía sobre el lomo de las bestias triples saltos mortales, se horizontalizaba sobre uno, todo blanco, como si fuera Cleopatra en su lecho real, atravesaba con su cabalgadura unos círculos de fuego. Y cuando adelantaba hasta el borde de la pista, Papaíto advertía que la malla le daba proporciones esculturales a su belleza.
 Tin, junto a él, viendo a su compañero en fiebre, le advirtió en nombre de la experiencia:
 —Papaíto, no te recomiendo una amazona para apegar tus ardores amorosos. Mujeres fabulosas, chico, que habitaban las orillas del Termodonte, en Capadocia. Acuérdate de Antíope que atacó a Teseo, traición malévola por parte de Antíope, porque, desde entonces, para quitarse a su amazona de encima, Teseo tuvo una pega terrible. Acuérdate de Pentiselea. Yo conozco el elemento, Papaíto. La carne de circo es fatal para la juventud. Conozco el circo. No te olvides que fui ventrílocuo. Una larga experiencia que sube de un vientre tonal, no del corazón estuporoso de un ingenuo mozalbete.
 De nada valieron las admoniciones. En el intermedio, Papaíto, acogiéndose a la amistad y a la influencia de un cronista teatral de quien era amigo —un anciano que usaba bastón al brazo, bombín carmelita y una calva lírica— logró pasar al escenario. La amazona no era Capadocia. Era de Chicago. Hablaba casi con soltura el español. Pertenecía al circo Baker filial de Barnun.  Todos los años, desde hacía tres, venía a La Habana. Había hecho temporadas en Panamá, en Lima, en Buenos aires. Papaíto la invitó a comer cuando terminara la función.  La amazona, el clou de la noche, como informaban las gacetillas, retirando su punto de malla y desenlazando la falda homeopática, para acogerle al remanso de una gran bata de baño, exclamó:
 —Mí número ha terminado. Para luego es tarde.  

 Fue una aventura que le estragó la vida. La “ucuyere” era bella, de una blancura de camelia, con ojos azules en los que brillaba la candidez. Pero, por encima de todo, era artista ecuestre y tenía la pasión de la pista. Residía en una casa de huéspedes de la calle Industria y se llegaba a su cuarto después de subir una escalera de tablas podridas, una escalera de conspiraron y de folletín.
 «Acuérdate de Antiope que atacó a Teseo», le había  dicho Tin, experto en el ámbito del circo por haber sido ventrílocuo. Pero Betty Blackstone, su divina amazona, el clou de la noche durante la temporada de Pubillones, era peor que Antiope. A cambio de su amor, que, desde luego, era amazónico, le impuso deberes que maculaban horrendamente la exquisitez de la aventura. Papaíto tenía que vigilar la nutrición —y las evacuaciones- de tres caballos. De su bolsillo salían el heno, la avena, el afrecho. Todas las tardes los caballos, para conservarse ágiles y brillantes, salían a dar un paseo a lo largo del Prado, desde Payret hasta la glorieta del Malecón, cubiertos los flancos poderosos con unas cochas de franela.  Papaíto debía marchar junto a los tres animales fabulosos. Por fortuna, las tardes de noviembre en La Habana son adorables. Pero, luego, la cosa se complicó. En el circo, como en todos los circos, había un hombre-serpiente. Su descoyuntamiento era un prodigio y extravasaba todas las dislocaciones anatómicas. Betty, una tarde, retirando su punto de malla, mientras avivaba sus mejillas con  una dosis de rouge, le dijo al joven, zalamera, ondulante, trufando su demanda con acanto de Chicago, para trastornarlo e imponerle sus caprichos y absurdos:
 -Papaíto, quiero que ayudes un poco a Bob. El hombre-serpiente, ¿sabes? Es cubano como tú. 
 ¿Ayuda económica? ¿Estoy obligado, Betty, por tu amor a mantener ese tipo, como mantengo a los tres caballos? ¿Tengo que contribuir al pienso balanceado de ese animal? ¿Tengo que supervisar sus residuos como hago con tus percherones?
 Ella le echó encima una risa y numerosos fragmentos de su desnudez:
 —No, darling. De dinero, nada. Pero es tu compatriota. Tú sabes que el número que hace de hombre-serpiente requiere mucha práctica. Todo consiste en asistir a sus  ensayos, y cuando se descoyunte vas anotando en un papel los nombres de los huesos más flexibles y los nombres de aquellos otros que se muestran rígidos, oxidados, inertes. Eso no puede hacerlo un «tarugo» cualquiera del circo. Se requiere un hombro culto, preparado, anatómico. Un supertarugo, Papaíto.
 Papaíto, por conservar el amor de la amazona, tuvo que adscribirse a esas funciones. Todos los días, durante tres horas, se instalaba en una sillita baja, junto a la alfombra sobre la cual Bob, que había nacido en Ranchuelo, se descoyuntaba desencajando los huesos, dándole a la armazón de su cuerpo canijo, peludo y prieto, divulgaciones tentaculares, retorcimientos serpentinos, geometrías de incoherencia y ofuscación.
 Y el diálogo se deslizaba entre aquellos dos hombres con sabias precisiones:
 —Vamos, Papaíto, la verdad —gritaba Bob, con su voz zafia y estridente, ¿me descoyunté o no me descoyunté? ¡Vamos, compadre, hable, por esa boca!
 Papaíto, aniquilado, sintiendo un asco invencible por el hombre ofidio, declaraba con un tono lejano, en el que se mezclaban la ciencia y la repugnancia:
 —Aquí está la anotación, señor. Rótula flexible, parábola humeral ligera, descoyuntamiento sin aparente violencia, pero siempre persiste una oxidación en el segundo hueso del peroné.
 —Arranque, ¡compadre! Tengo el peroné montado en  en flan...
 Papaíto, ante el espejo, seguía cavando su perla diminuta en  la corbata azul con dibujos negros. El viejo Mayarí, el rostro lleno de arrugas risueñas, desde la puerta soltó una larga carcajada enorme y erupcional.
 —¿Qué es eso, hijo? ¿Hablando solo? ¿Corregías tu tesis de grado?
 — No, papá. Estaba anotando los huesos que no se le descoyuntan al hombre-serpiente. Una terca oxidación en el peroné de ese inmundo animal.
 Su padre, gozoso, se retiró, sin comprender el motivo de aquel trabajo suplementario. 
 —Oí decir que trabajaste en el circo Pubillones, que tenías caballos de carrera y los sacabas a pasear por La Habana, desde el Teatro Payret hasta el Malecón, ida y vuelta.
 El joven abogado, el mismo que tuviera a su cargo la reclamación por daños y perjuicios entablada por el señor Cleto Chiriboga, sintió una aguda inquietud.  Adriana, seguramente no ignoraba su aventura con Betty Blakstone, aquella amazona escultural, pero raposa, inexorable, dominada por fantasías delirantes. Ah, sí era él quien conducía los tres caballos paquidérmicos a lo largo del Prado, entre un bando de muchachos. Había sido él, muchas tardes, quien, en los ensayos de Bob, el hombre-serpiente, constataba los progresos en el descoyuntamiento de aquel ofidio repugnante, mientras la “ecuyere”, eso lo supo después, lo traicionaba infectamente con «El rey de las llamas», un sujeto que comía candela, un tipo taciturno, hijo bastardo de un bombero de Calcuta, que se interpolaba unas fogatas entre los molares marchitos.


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