Miguel de Marcos
Pasaron cuatro años. Grandes
sucesos. Grandes acontecimientos.
Llegada del Nautilus a La Habana, barco-escuela de velas henchidas.
Festejos, bailes, iluminaciones. Cantos a Colón, excavaciones en la raíz hispánica,
cien bodegas que adoptaban el nombre de la fragata; los marinos de España
hundiendo la cabeza oceánica y conmovida en el pecho de los guerreros de Cuba
Libre. Bella página de todas maneras, porque en el unánime refocilo, en la
cauda apotéosica, en el fervor de los menajes, don Pelayo Menéndez se salvó en
el último tren y reingresó en la lista de suscriptores del Diario de la Marina.
Grandes sucesos. Grandes acontecimientos: restablecimiento de las lidias de
gallos, instauración la Lotería, canje del Arsenal por Villanueva, a los fines
de que un danzón cantarino y ondulante titulado El Ferrocarril Central adquiera
más consistencia. Consagración de una frase, pura y lustral, que llevaría a los
ardores del alma cubana, un frescor delicioso: «Tiburón se baña, pero salpica.»
Qué demonio, eso de que la patria es ara y no pedestal, era una cosa
terriblemente marchita y anacrónica Y una gran revolución que se marcaba
victoriosa: la abolición definitiva de los calzoncillos largos.
Cuatro años... Qué pronto se va el tiempo.
Dios mío. Unos meses más y Papaíto
Mayarí se graduaría de Doctor en Derecho Civil, Público y Notariado. Eso sería
para la primavera de 1913. En cambio, qué tristes para el joven estudiante, con
tachas grises en las sienes, estas Pascuas de 1912.
Se vestía, sin prisa, en su cuarto. Por nada
ni nadie en el mundo hubiera dejado a su padre en la noche de Navidad, y eso
que el viejo Mayarí incurría en pequeños defectos al seleccionar sus invitados.
Las campanas de la iglesia de Monserrate daban las diez, cuando, después de
observar con melancolía aquellas canas prematuras, se sintió atraído por un
recuerdo. El año anterior, en los primeros días de noviembre, asistió, en compañía
de Tin y Cachalote, al debut del Circo Pubillones. Lo deslumbró la
«ecuyere». Una amazona intrépida que realizaba proezas conmovedoras. Saltaba de
un caballo a otro, y qué caballos, enormes, majestuosos, pulcros, honestos, con
una cola que llegaba al suelo, sin gases torticeros, sin rastro villano.
Construía sobre el lomo de las bestias triples saltos mortales, se
horizontalizaba sobre uno, todo blanco, como si fuera Cleopatra en su lecho
real, atravesaba con su cabalgadura unos círculos de fuego. Y cuando adelantaba
hasta el borde de la pista, Papaíto advertía que la malla le daba proporciones
esculturales a su belleza.
Tin, junto a él, viendo a su compañero en
fiebre, le advirtió en nombre de la experiencia:
—Papaíto, no te recomiendo una amazona para
apegar tus ardores amorosos. Mujeres fabulosas, chico, que habitaban las
orillas del Termodonte, en Capadocia. Acuérdate de Antíope que atacó a Teseo,
traición malévola por parte de Antíope, porque, desde entonces, para quitarse a
su amazona de encima, Teseo tuvo una pega terrible. Acuérdate de Pentiselea. Yo
conozco el elemento, Papaíto. La carne de circo es fatal para la juventud.
Conozco el circo. No te olvides que fui ventrílocuo. Una larga experiencia que
sube de un vientre tonal, no del corazón estuporoso de un ingenuo mozalbete.
De nada valieron las admoniciones. En el
intermedio, Papaíto, acogiéndose a la amistad y a la influencia de un cronista
teatral de quien era amigo —un anciano que usaba bastón al brazo, bombín carmelita
y una calva lírica— logró pasar al escenario. La amazona no era Capadocia. Era
de Chicago. Hablaba casi con soltura el español. Pertenecía al circo Baker
filial de Barnun. Todos los años, desde
hacía tres, venía a La Habana. Había hecho temporadas en Panamá, en Lima, en
Buenos aires. Papaíto la invitó a comer cuando terminara la función. La amazona, el clou de la noche, como informaban
las gacetillas, retirando su punto de malla y desenlazando la falda
homeopática, para acogerle al remanso de una gran bata de baño, exclamó:
Fue una aventura que le estragó la vida. La “ucuyere” era bella, de una blancura de camelia, con ojos azules en los que brillaba la candidez. Pero, por encima de todo, era artista ecuestre y tenía la pasión de la pista. Residía en una casa de huéspedes de la calle Industria y se llegaba a su cuarto después de subir una escalera de tablas podridas, una escalera de conspiraron y de folletín.
«Acuérdate de Antiope que atacó a Teseo», le
había dicho Tin, experto en el ámbito
del circo por haber sido ventrílocuo. Pero Betty Blackstone, su divina amazona,
el clou de la noche durante la temporada de Pubillones, era peor que
Antiope. A cambio de su amor, que, desde luego, era amazónico, le impuso
deberes que maculaban horrendamente la exquisitez de la aventura. Papaíto tenía
que vigilar la nutrición —y las evacuaciones- de tres caballos. De su bolsillo
salían el heno, la avena, el afrecho. Todas las tardes los caballos, para conservarse
ágiles y brillantes, salían a dar un paseo a lo largo del Prado, desde Payret
hasta la glorieta del Malecón, cubiertos los flancos poderosos con unas cochas
de franela. Papaíto debía marchar junto
a los tres animales fabulosos. Por fortuna, las tardes de noviembre en La Habana
son adorables. Pero, luego, la cosa se complicó. En el circo, como en todos los
circos, había un hombre-serpiente. Su descoyuntamiento era un prodigio y
extravasaba todas las dislocaciones anatómicas. Betty, una tarde, retirando su
punto de malla, mientras avivaba sus mejillas con una dosis de rouge, le dijo al joven,
zalamera, ondulante, trufando su demanda con acanto de Chicago, para trastornarlo
e imponerle sus caprichos y absurdos:
-Papaíto, quiero que ayudes un poco a Bob. El
hombre-serpiente, ¿sabes? Es cubano como tú.
¿Ayuda económica? ¿Estoy obligado, Betty, por
tu amor a mantener ese tipo, como mantengo a los tres caballos? ¿Tengo que
contribuir al pienso balanceado de ese animal? ¿Tengo que supervisar sus
residuos como hago con tus percherones?
Ella le echó encima una risa y numerosos
fragmentos de su desnudez:
—No, darling. De dinero, nada. Pero es
tu compatriota. Tú sabes que el número que hace de hombre-serpiente requiere mucha
práctica. Todo consiste en asistir a sus
ensayos, y cuando se descoyunte vas anotando en un papel los nombres de
los huesos más flexibles y los nombres de aquellos otros que se muestran
rígidos, oxidados, inertes. Eso no puede hacerlo un «tarugo» cualquiera del
circo. Se requiere un hombro culto, preparado, anatómico. Un supertarugo, Papaíto.
Papaíto, por conservar el amor de la amazona,
tuvo que adscribirse a esas funciones. Todos los días, durante tres horas, se
instalaba en una sillita baja, junto a la alfombra sobre la cual Bob, que había
nacido en Ranchuelo, se descoyuntaba desencajando los huesos, dándole a la
armazón de su cuerpo canijo, peludo y prieto, divulgaciones tentaculares,
retorcimientos serpentinos, geometrías de incoherencia y ofuscación.
Y el diálogo se deslizaba entre aquellos dos
hombres con sabias precisiones:
—Vamos, Papaíto, la verdad —gritaba Bob, con
su voz zafia y estridente, ¿me descoyunté o no me descoyunté? ¡Vamos, compadre,
hable, por esa boca!
Papaíto, aniquilado, sintiendo un asco
invencible por el hombre ofidio, declaraba con un tono lejano, en el que se
mezclaban la ciencia y la repugnancia:
—Aquí está la anotación, señor. Rótula flexible,
parábola humeral ligera, descoyuntamiento sin aparente violencia, pero siempre
persiste una oxidación en el segundo hueso del peroné.
—Arranque, ¡compadre! Tengo el peroné montado
en en flan...
Papaíto, ante el espejo, seguía cavando su
perla diminuta en la corbata azul con
dibujos negros. El viejo Mayarí, el rostro lleno de arrugas risueñas, desde la
puerta soltó una larga carcajada enorme y erupcional.
—¿Qué es eso, hijo? ¿Hablando solo? ¿Corregías
tu tesis de grado?
— No, papá. Estaba anotando los huesos que no
se le descoyuntan al hombre-serpiente. Una terca oxidación en el peroné de ese
inmundo animal.
Su padre, gozoso, se retiró, sin comprender el
motivo de aquel trabajo suplementario.
—Oí decir que trabajaste en el circo Pubillones, que tenías caballos de carrera y los sacabas a pasear por La Habana,
desde el Teatro Payret hasta el Malecón, ida y vuelta.
El joven abogado, el mismo que tuviera a su
cargo la reclamación por daños y perjuicios entablada por el señor Cleto Chiriboga,
sintió una aguda inquietud. Adriana, seguramente
no ignoraba su aventura con Betty Blakstone, aquella amazona escultural, pero
raposa, inexorable, dominada por fantasías delirantes. Ah, sí era él quien
conducía los tres caballos paquidérmicos a lo largo del Prado, entre un bando
de muchachos. Había sido él, muchas tardes, quien, en los ensayos de Bob, el
hombre-serpiente, constataba los progresos en el descoyuntamiento de aquel
ofidio repugnante, mientras la “ecuyere”, eso lo supo después, lo traicionaba
infectamente con «El rey de las llamas», un sujeto que comía candela, un tipo
taciturno, hijo bastardo de un bombero de Calcuta, que se interpolaba unas
fogatas entre los molares marchitos.
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