Julián del Casal
…El descubrimiento
lo hizo Hermida en una de sus mejores crónicas de la semana anterior. Yo no he
hecho más que seguir su indicación, y como el experimento me ha dado un
resultado satisfactorio, quiero recomendar el remedio a algunos de mis
lectores.
La prueba es
muy sencilla. No se reduce más que a asistir una noche al circo de Pubillones,
donde se pasan, de ocho a once, los momentos mejores que en este rincón del
mundo se pueden pasar.
Confieso
sinceramente que, al ir la primera noche, sentí el deseo de volver hacia atrás.
El séxtuple cordón de gentes que rodeaba el redondel me infundió un miedo
cerval. Yo odio los sitios públicos a la hora en que las muchedumbres se
internan en ellos. No puedo contemplar, sin sentirme enfermo, muchos grupos de
seres reunidos….
No obstante
el número excesivo de espectadores, me resolví a permanecer en el Circo, porque
encontraba allí cierto atractivo indefinible. A medida que transcurría el
tiempo, la atracción iba siendo mayor. Y era que creía hallarme, más bien que
en un sitio público de esta capital, en el interior de una tienda plantada en
medio de una llanura de Orán. Los globos de luz eléctrica, colgados entre las
columnas rojas, eran lo único que desvanecía a ratos mi ilusión. Pero yo
procuraba no mirarlos jamás. Las nubes de polvo que levantaban del redondel; el
sonido de una música salvaje que llegaba del exterior; los rostros de los
negros acurrucados en las gradas; las patadas de los caballos en las cuadras;
el calor que emanaba de aquella aglomeración de gentes; y los rugidos de las
fieras encerradas en sus jaulas de hierro, contribuían, en cambio, al
desarrollo de mi ilusión. Así pude permanecer todo el tiempo que duró el
espectáculo, saliendo con la convicción de que allí se distrae más el espíritu
y se aprende mucho más que asistiendo a la representación de muchas obras que
se ponen en escena en los teatros de esta capital. Todavía llevo más lejos mi
apreciación. Yo creo que los acróbatas japoneses, por ejemplo, tienen más
cualidades admirables que muchos cómicos que han estado aquí en los últimos
años.
Esos
acróbatas son un símbolo viviente de las luchas del hombre contra las leyes de
la naturaleza. Y en esa lucha que han sostenido, ellos han quedado vencedores.
Yo los admiro con toda la fuerza de que soy capaz, como admiro al huérfano que
se subleva contra la mujer que un padre infame le ha dado por madrastra y que,
al cabo de cierto tiempo de lucha incesante, la agarra por los cabellos, la
derriba al suelo y le clava el pie encima para que no se vuelva a levantar. La
historia de las vicisitudes de esos artistas es de seguro tan interesante como
la de Prometeo y la de todos los rebeldes famosos. Ellos han debido hacer, como
los genios del pincel, de la pluma y del buril para la creación de sus obras
maestras, titánicos esfuerzos para descoyuntarse los miembros, equilibrarse en
el aire y realizar un sin número de proezas más asombrosas, porque son más
raras, que las campañas de César, Aníbal o Napoleón.
En cambio los
actores, siendo como muchos que conocemos, no necesitan más que un poco de
audacia para salir a la escena y otro poco de memoria para aprenderse el papel.
El modo de vestirse, la manera de declamar, la recitación y los demás
requisitos necesarios para presentarse en las tablas son cosas que están al
alcance de todos los que quieran aprenderlas. Nada digo de los cantantes. Yo
los odio, como odio todo aquello en que predomina la obra de la naturaleza y en
que apenas se reconocen las huellas del estudio, de la paciencia y de la propia
personalidad. Cualquier pájaro vale para mí tanto como un tenor. Todavía a los
pájaros les encuentro comprensivo para nosotros, se abstienen de hablar de lo
que no entienden y se limitan a deleitarnos el oído con sus trinos armoniosos.
También pueden, como los tenores, cantarnos nuestras arias favoritas, si
tenemos la paciencia de enseñárselas.
Si estos
argumentos no fueran suficientes para demostrar que los acróbatas, no sólo los
japoneses, sino los de las cinco partes del globo, son más dignos de admiración
que los autómatas teatrales, pudiera alegar el hecho de que éstos, en el
desempeño de sus funciones, no se exponen más que a recibir un huracán de
silbidos o una granizada de patatas, mientras que aquéllos, al salir de sus
hogares, no están seguros de volver jamás, porque corren peligro de muerte en
cada uno de sus trabajos. No hablaré de los que ejecutan los acróbatas
japoneses y norteamericanos del circo de Pubillones, porque ocuparía todo el
folletín y tengo la obligación de dedicarlo a varias cosas. Hasta los trajes
que usan esos acróbatas me parecen mejores que todos los que conservan nuestros
teatros en sus guardarropías, no sólo por su calidad, sino por su belleza
artística. Desafío al ojo pictórico más experto a que me reconozca los matices
de cada una de las túnicas que envuelven los cuerpos de los primeros acróbatas
mencionados.
Respecto al
payaso, sólo diré que algunas de sus frases encierran más filosofía que muchos
sainetes aplaudidos. Si tuviera espacio, demostraría que Tatito, como
vulgarmente se le llama, parece descender en línea recta, por las cualidades de su espíritu, de alguno de esos
célebres humoristas ingleses que han caricaturado admirablemente la humanidad.
Oyendo las carcajadas que algunas de sus frases arrancan a los espectadores, a
cuya inmensa mayoría son aplicables, he comprendido hasta qué límites llega la
estupidez humana, y al escuchar el calificativo de cínico que se aplica a ese
payaso, como conozco su vida intima, lo he admirado mucho más, recordando
aquellas palabras de la Imitación de Jesucristo: Bienaventurados los sencillos y los que en nada estiman la opinión de
los demás.
En fin, para
terminar esta parte, diré que recomiendo el espectáculo a todos mis lectores,
especialmente a aquéllos que, como yo, están aburridos, enervados y hasta
enfermos de oír hablar tanto de los secuestradores, del bill Mc Kinley, de los comisionados, de la distinción de muchas
personas, de la nueva Directiva del partido integrista, y en una palabra, de
todo lo que se siente, se piensa y se habla a su alrededor.
Y si se
determinan a ir, ha de ser con una condición: la de no volver jamás.
No hay
espectáculo, por extraño que sea, que produzca dos veces la misma impresión.
Alceste
"Crónica Semanal", El País, domingo 21 de diciembre de
1890, Año XIII, Núm. 302.
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