Alejo Carpentier
...Entonces ocurría lo
siguiente: había noches en que estaba Caruso en el escenario cantando Celeste
Aida. Se oía todo, todos los ruidos penetraban, porque como no había
aire acondicionado había que hacerlo todo de ventanas y puertas abiertas. En el
local de exhibición de la derecha habían metido por las puertas, a empujones —yo
no sé cómo—, un gigantesco cetáceo, un pez dama, una especie de cachalote que
habían pescado en las afueras del puerto de La Habana, lo habían metido a mandarriazos
y a empujones en el local aquél y lo estaban exhibiendo después de una
preparación con formol y una cantidad de líquidos químicos y todo, j pero que
no eran muy eficientes, pues llegó un momento en que tuvieron que llevarse el
cachalote, porque el olor era imposible.
Pasado el camino de entrada de la ópera, había
una venta de discos donde a todas horas del día y de la noche, hasta las doce
de la noche, estaban tocando a todo lo que dieran los aparatos, danzones
cubanos, guarachas, dúos de Arquímedes Pous, etcétera; esto, sincronizado con Celeste
Aída y el cachalote.
Pero esto no era nada. Cruzábase la calle y en
un ángulo del yermo que representaban las obras del futuro Capitolio, había un individuo
que había montado una enorme carpa que estaba abierta todo el año donde se
exhibían maniquíes de enfermos de sífilis. Eran unos maniquíes que mostraban
todas las purulencias, todos los horrores que pueden sobrevenirle al ser humano
por las enfermedades venéreas, y había en la puerta un negro enorme con un
megáfono que se la pasaba gritando: «Aquí el que entra bailando rumba sale todo
desconflautado». Ya era Caruso, era el cachalote, eran los discos, era el
megáfono, eran los maniquíes.
Del otro lado estaba el circo Santos y Artigas
o Pubillones que tenían doce leones en el sótano, que se pasaban las noches
rugiendo de una manera tal que los rugidos entraban a la ópera, y encima de
todo aquello había un gigantesco anuncio verde lumínico, que era el primer gran
anuncio lumínico que se hizo en La Habana, donde había una rana verde enorme
que parpadeaba y un letrero que decía: «El agua sola cría rana, tome ginebra la
Campana».
Bueno, como ustedes ven, el cuadro del Parque
Central de la época era un panorama surrealista puro. A eso hay que añadir la
Acera del Louvre, que también se las traía, con sus personajes pintorescos, los
picadores más famosos del momento, que se llamaban Vistilla, el señor Solares,
etcétera, que era gente que servía para todo lo que se quisiera. Había al lado,
en el Hotel Inglaterra, no se sabe por qué, un patio andaluz, con una estatua
de una andaluza tocando castañuelas. Más adelante había un restorán medio
norteamericano que tenía un enorme letrero en inglés con un pargo que decía Seafood,
y más allá estaba el Café París y al cruzar la calle, pasándose por una
horchatería de chufas, del más puro sabor madrileño, que vendía horchatas de
chufas y churros, había el Café Alemán. En fin, estaban reunidas allí todas las
nacionalidades posibles y todos los contrastes posibles.
Y en lo que se refiere al Nacional y a las
óperas que en él se cantaron, he de recordar una anécdota muy pintoresca que
ocurrió allá por los años veinte, cuando hubo una crisis económica después de
la moratoria del 1919 o del año veinte; hubo una crisis económica muy grave,
que no indujo al empresario de la ópera a bajar el precio de las localidades,
que costaba la luneta veinticinco pesos redondos de la época. Y había
gente que francamente ante aquel despilfarro, aquel alarde de lujo en un
momento en que el país estaba cruzando por una situación muy difícil, quisieron
manifestar su descontento. Y entonces durante una matines en que estaba
Caruso cantando Aída con el traje de Radamés, es decir, con una enorme túnica color de
coleóptero, así, con reflejos verdes, y el broche de oro aquí colocado y todo,
resulta que le tiraron una bomba en la fosa de la orquesta, porque no era una bomba
explosiva ni de hacer daño sino de ruido, era un petardo para asustar, para
demostrar que aquello era, en el momento en que había no sé cuántos millares de
obreros sin trabajo en Cuba, que la gente estuviera pagando veinticinco pesos
por una localidad, lo que era, para cuatro personas, más del sueldo mensual de
un obrero. Y entonces Caruso, que era muy miedoso, agarró un susto terrible,
salió por la puerta del fondo del Nacional y empezó a correr a las tres de la
tarde por la calle San Rafael. Cuando llega dos cuadras más arriba, un policía
que yo conocía de mi época de colegial, que se llamaba Veneno, Veneno se encuentra
con Caruso, lo agarra violentamente por la mano, y dice: «¡Qué es esto! Aquí no
estamos en carnavales para andar disfrazado por las calles». Entonces Caruso,
que no hablaba español, empieza a decir: «lo non sonó in carnavale,
io sonó un grande tenore... vestito de Radamés, io sonó il tenore Caruso». Y se le queda mirando el policía y le dice: «¡Eh!, ¿y además de eso disfrazado de mujer? ¡Para la
estación de policía!». Y el
pobre Caruso tuvo que ser
sacado de la estación de policía por el embajador de su país.
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