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sábado, 18 de mayo de 2013

Circo Pubillones




  Renée Méndez Capote


 En realidad el gran espectáculo infantil de aquellos tiempos, era el circo. Sólo había una Gran Compañía Ecuestre, la de los Pubillones, que se sucedían en la pista de abuelos a padres, a nietos y a sobrinos. Todos eran iguales. Todos reunían las características esenciales del Rey de la pista ecuestre. Eran altos, fornidos, elegantes dentro del frac bien cortado, sombrero de copa reluciente, flor blanca en el ojal, solitario de brillante en el dedo meñique, la larga fusta restallante en la mano derecha.
 El mundo del circo se revestía de un prestigio enorme. La compañía era excelente. Pubillones traía los mejores números de Europa, Asia y África. La presentación era adecuada y lujosa, la banda bien nutrida, los tarugos bien alimentados y con la ropa limpia y bien entallada. El público se engalanaba de buen grado para las funciones circenses, que constituían el punto de reunión de lo más granado de la sociedad. Los domingos iban, invitados por los empresarios, los niños de la Beneficencia y de las escuelas públicas y animaban el teatro con sus exclamaciones. La temporada se daba en el Teatro Tacón. Para mí el vestido de terciopelo que me hacían todos los años estaba íntimamente asociado con el circo, porque era el que llevaba para el estreno y hasta tal punto va unido al recuerdo del circo de mi infancia el terciopelo y las lentejuelas, que cuando veo en las tiendas la tela de pelo suave y el rebrillar de los pedacitos de gelatina coloreada, que no faltaban nunca adornando los trajes de los maromeros, instantáneamente se me presenta Pubillones haciendo restallar su larga fusta antes de empezar a decir con voz que no necesitaba micrófono:
 "¡Respetable públicooooo... !"
 A nosotros el circo nos abría un mundo de ensueños y ambiciones. Queríamos de todas maneras descoyuntar a Sarah y caminar en la cuerda floja. Hasta a los chinos que se colgaban de las trenzas y se lanzaban por un carrillo desde el paraíso al escenario, los envidiábamos. Yo, que le tenía respeto a los caballos, y pánico a las fieras, quería ser ecuestre y me enamoraba de los guapos domadores. Soñaba con vivir entre la gente de circo y con igualarme a la Bella Geraldina, imponente en su traje de luces y su sombrero de plumas, montada a la amazona en su percherón, blanco como la nieve, con orejas rosadas y ancas como una mesa. Mamá la admiraba mucho y había dicho: "Es una señora, esta artista." Y yo pensé que yo bien podía ser otra señora ecuestre en el circo de Pubillones. 
 Volvíamos de las funciones callados, con los ojos fijos en nada y una sonrisa vaga en los labios. Nos sentábamos a comer en silencio y luego a la cama en la misma actitud hipnótica. Las voces que gritaban alegremente todos los días: "¡La bendición, papá, la bendición, mamá!", lo musitaban ahora como voces venidas de otro mundo. Y tardábamos en dormirnos, dándole vueltas en la imaginación al ambiente emocionante en que habíamos vivido unas horas en verdad inolvidables.
 Al otro día por la mañana, después de la clase de inglés atendida a medias, corríamos la mesa del cuarto de estudio para un lado y poníamos en el suelo “el colchón del circo," que había estado guardado todo el año. Agarrábamos a la chiquita y le retorcíamos los brazos y las piernas y procurábamos conseguir que pudiera darle vueltas a la cabeza, "como un sejú".
 -¡Cállate! ¡No grites, que no vas a estar descoyuntada nunca!
 —Mira Ticticatéirum, si logramos que tú le des la vuelta a la cabeza nos hacemos famosos.   
 Sarah soportaba estoicamente, hasta que ya no podía resistir más y empezaba a dar unos gritos que atraían a toda la casa, mamá la primera, que corría desalada a rescatar a su microbio.
-¡No seas idiota, Sarita! No te dejes atropellar por tus hermanos.
-Pero yo quiero descoyuntarme y ellos me están ayudando...
-Desnucarte es lo que van a conseguir. ¡Se acabó el circo!
 Pero al día siguiente volvíamos a encaramarnos por turno en una soga amarrada de una ventana a la otra y tratando de mantener el equilibrio con una sombrilla abierta en cada mano. Y la tarde que vimos tirarse a un payaso con un paraguas de una escalera altísima, nos subimos al tejado de las caballerizas y nos tiramos para el suelo cada uno con su paraguas. Solamente, que ignorábamos que el payaso estaba sujeto al techo por alambres invisibles y nosotros realizamos el truco a mano limpia y de una altura suficiente para habernos roto las piernas. 

 Memorias de una cubanita que nació con el siglo, 1964.

 

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