Renée Méndez Capote
En realidad el gran espectáculo infantil de
aquellos tiempos, era el circo. Sólo había una Gran Compañía Ecuestre, la de
los Pubillones, que se sucedían en la pista de abuelos a padres, a nietos y a
sobrinos. Todos eran iguales. Todos reunían las características esenciales del
Rey de la pista ecuestre. Eran altos, fornidos, elegantes dentro del frac bien
cortado, sombrero de copa reluciente, flor blanca en el ojal, solitario de
brillante en el dedo meñique, la larga fusta restallante en la mano derecha.
El mundo del circo se revestía de un prestigio
enorme. La compañía era excelente. Pubillones traía los mejores números de
Europa, Asia y África. La presentación era adecuada y lujosa, la banda bien
nutrida, los tarugos bien alimentados y con la ropa limpia y bien entallada. El
público se engalanaba de buen grado para las funciones circenses, que
constituían el punto de reunión de lo más granado de la sociedad. Los domingos
iban, invitados por los empresarios, los niños de la Beneficencia y de las
escuelas públicas y animaban el teatro con sus exclamaciones. La temporada se
daba en el Teatro Tacón. Para mí el vestido de terciopelo que me hacían todos
los años estaba íntimamente asociado con el circo, porque era el que llevaba
para el estreno y hasta tal punto va unido al recuerdo del circo de mi infancia
el terciopelo y las lentejuelas, que cuando veo en las tiendas la tela de pelo
suave y el rebrillar de los pedacitos de gelatina coloreada, que no faltaban
nunca adornando los trajes de los maromeros, instantáneamente se me presenta
Pubillones haciendo restallar su larga fusta antes de empezar a decir con voz
que no necesitaba micrófono:
"¡Respetable públicooooo... !"
A nosotros el circo nos abría un mundo de
ensueños y ambiciones. Queríamos de todas maneras descoyuntar a Sarah y caminar
en la cuerda floja. Hasta a los chinos que se colgaban de las trenzas y se
lanzaban por un carrillo desde el paraíso al escenario, los envidiábamos. Yo,
que le tenía respeto a los caballos, y pánico a las fieras, quería ser ecuestre
y me enamoraba de los guapos domadores. Soñaba con vivir entre la gente de
circo y con igualarme a la Bella Geraldina, imponente en su traje de luces y su
sombrero de plumas, montada a la amazona en su percherón, blanco como la nieve,
con orejas rosadas y ancas como una mesa. Mamá la admiraba mucho y había dicho:
"Es una señora, esta artista." Y yo pensé que yo bien podía ser otra
señora ecuestre en el circo de Pubillones.
Volvíamos de las funciones callados, con los
ojos fijos en nada y una sonrisa vaga en los labios. Nos sentábamos a comer en
silencio y luego a la cama en la misma actitud hipnótica. Las voces que
gritaban alegremente todos los días: "¡La bendición, papá, la bendición,
mamá!", lo musitaban ahora como voces venidas de otro mundo. Y tardábamos
en dormirnos, dándole vueltas en la imaginación al ambiente emocionante en que
habíamos vivido unas horas en verdad inolvidables.
Al otro día por la mañana, después de la clase
de inglés atendida a medias, corríamos la mesa del cuarto de estudio para un
lado y poníamos en el suelo “el colchón del circo," que había estado
guardado todo el año. Agarrábamos a la chiquita y le retorcíamos los brazos y
las piernas y procurábamos conseguir que pudiera darle vueltas a la cabeza, "como
un sejú".
-¡Cállate! ¡No grites, que no vas a estar
descoyuntada nunca!
—Mira
Ticticatéirum, si logramos que tú le des la vuelta a la cabeza nos hacemos
famosos.
Sarah
soportaba estoicamente, hasta que ya no podía resistir más y empezaba a dar
unos gritos que atraían a toda la casa, mamá la primera, que corría desalada a
rescatar a su microbio.
-¡No
seas idiota, Sarita! No te dejes atropellar por tus hermanos.
-Pero
yo quiero descoyuntarme y ellos me están ayudando...
-Desnucarte
es lo que van a conseguir. ¡Se acabó el circo!
Pero al día siguiente volvíamos a encaramarnos
por turno en una soga amarrada de una ventana a la otra y tratando de mantener
el equilibrio con una sombrilla abierta en cada mano. Y la tarde que vimos
tirarse a un payaso con un paraguas de una escalera altísima, nos subimos al
tejado de las caballerizas y nos tiramos para el suelo cada uno con su
paraguas. Solamente, que ignorábamos que el payaso estaba sujeto al techo por
alambres invisibles y nosotros realizamos el truco a mano limpia y de una
altura suficiente para habernos roto las piernas.
Memorias de una cubanita que nació con el siglo, 1964.
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