lunes, 21 de agosto de 2017

El karma de Ibarzábal




 Pedro Marqués de Armas

 Mientras buscaba en Internet artículos sobre Rafael Blanco, caricaturas, dibujos o viñetas suyas, siempre con la esperanza de dar con aquel “Árbol genealógico” que tanto me impresionara allá por 1992, y que conocí de manos de Carmen Paula Bermúdez (la copia zozobró y apenas conservo remedo en la memoria), tropecé con un –digamos así– inquietante poema de Federico de Ibarzábal donde el dibujante hace una entrada fantasmal.

 Aclaro que se trata de un loable poema de época tan olvidado como su autor:

 Esa calleja en sombras, hecha para un apunte
al lápiz como aquellos que hiciera Rafael Blanco;
y esa misma silueta, vaga, del transeúnte,
y aquella pordiosera que duerme sobre un banco,

 tienen la milagrosa virtud evocativa
de lo que presenciamos hace tiempo. Quizás
en uno de esos seres anónimos quien viva
con el alma que tuvo hace siglos... Es más

 estrecha, sin embargo, esta calle de ahora,
pero el cielo es el mismo; el cielo de cobalto
que viera hace cien años, en la trasnochadora
andanza de mis lances...

 Basten estas estrofas para orientarnos en “Salmo del trasnochador”: cierto prosaísmo, ambiente urbano discreto, y una ficción del pasado del poeta que asume, sin más, el leitmotiv de la reencarnación. El poema va subiendo de tono pero, por fortuna, no pierde fantasmalidad ni esa errancia de claroscuros que se esfuma, finalmente, como mismo se diluye Blanco en apenas unos versos.
     
 Ibarzábal hace entrar al dibujante en su poema, lápiz en mano, con una delicadeza casi espectral y acompañado de viandantes y mendigos. Hay en el apunte, bien visto, y en el deslizamiento del nombre, algo sombrío.

 Inevitable no pensar en el soneto “El huésped”, donde Gastón Baquero se hacía visitar por el fantasma del malogrado poeta René López. Verso a verso, Baquero lo va vistiendo, como si se tratara de animar una momia: limpia sus ojos, le pone sombrero (su sombrero) y hasta le ofrece “unas corbatas color de azul celeste”, pues solo así, vestido, se puede hablar del más allá con un espíritu amedrentado que, para colmo, se arroja en brazos y echa a llorar.


 Al igual que Rafael Blanco, la presencia de René López es comedida, si bien no velada. Se trata, en cada caso, de visitantes que fluyen en armonía por unos versos que apenas habitan. Blanco, un trazo fugaz al amanecer, y López, un efímero retrato nocturno.

 Y ya que hablamos de fantasmas cuyas sombras cruzan rápidas ciertos versos, indiquemos estos otros de Agustín Acosta invocando al autor de La gloria de la familia, tras las astrosas cortinas de algún fumadero de opio de la calle Zanja sagazmente transfigurado: 

 Humo de opio entre las plantas. Combos
frascos que Miguel Ángel de la Torre
llena de esencia de Coty. Los biombos

japoneses tumbados. Por las cuerdas
de la lira sutil siento que corre
de nuevo aquella sensación... ¿te acuerdas?

 Tales "presencias" llevan a una más antigua que siempre ha obsesionado a la poesía cubana: la de Julián del Casal. En el poema de Piñera “Naturalmente en 1930”, por ejemplo, gana calado la fantasmalidad. En noche ahora más negra, “entre tantas insondables”, tiene lugar el encuentro, pero más que de una visitación se trata de una visión a interrogar. 

 Piñera ve a Casal “arañar un cuerpo liso”, y hacerlo con tal vehemencia, que sus uñas se rompen mientras a su pregunta responde que “adentro estaba el poema”. 

 Fantasma real, nadería física, Casal se pierde en una cruda intemperie.

 Federico de Ibarzábal, supremo olvidado, gozó en su época de reconocimiento como poeta de su karma. Salvador Rueda prologó uno de sus libros. Lamar Schweyer escribió un encendido ensayo sobre su poesía, y Federico de Onís lo incluyó en su prestigiosa Antología de la poesía española e hispanoamericana (1934).

 “Salmo del trasnochador”, que  apareció en Cuba Contemporánea en 1923 como parte del “libro en prensa” Castillos en el aire, podría ser uno de sus mejores poemas. 

 Ya había publicado Huerto lírico (1913), El balcón de Julieta (1916) y Una ciudad del Trópico (1919), entre otros. 

 Poeta desigual, más a menudo endeble, recuerdo dos buenos sonetos suyos: “Lienzos marinos” y “Casino tropical”. Si la atmósfera del primero –en realidad una serie– es plácida, la del segundo, irónica y opresiva, deja reconocer la acidez de algunos cartones de Blanco.

 Es el mismo casino fabulosamente recreado por Wallace Stevens en “Discurso académico en La Habana”, con sus cisnes abatidos por un ciclón y la “excéntrica calma” del pueblo ante un mítico Rey Maní.


 Lamar Schweyer dijo de él: “No hay poeta cubano más complicado que Ibarzábal”. Elogia sus poemas épicos (Gesta de héroes, 1918) en virtud de “imágenes sangrientas” e “ideas fuertes”, pero lo tacha de espíritu vacilante y llega a decir que le produce vértigo, al cambiar, en Una ciudad del Trópico hacia una poesía frívola, fácil y risueña.

 Ve en el carácter urbano de los versos un Carnaval, una “extraña mezcla de lo moderno y lo viejo”, y denuesta que el poeta –no grande, pero sí “gran sensitivo”– no logre hacerse de un estilo propio como Valle Inclán.
 
 Y no lo hay, claro. Pero es el ambiente propicio de los años de alza económica, cuando el dinero corre en “la ciudad picante y loca /… engarzada en una roca/ como un diamante colosal…”. Sonetos y rimas coloniales, a la vez postal antigua y crédito moderno, cualidad de una época donde se insinúa algo de ironía tras la asumida frivolidad.

 Como novelista, Ibarzábal fue olvidado. Se le recuerda un tanto por sus relatos, casi todos posteriores al grueso de su obra poética. Y acaso resalte más por su antología del cuento cubano, primera de su tipo, publicada por la Editorial Trópico en 1937, así como por su pertenencia al Grupo Minorista. 

 Al igual que Serpa, Montenegro y Novás Calvo, cultivó el tópico marítimo y la violencia, en general; pero suele reconocerse únicamente destellos en su conradiano “Todo bien a bordo”. En otra narración loable recrea, con realismo, el linchamiento de Ainciart, el jefe de la policía machadista:

  “Alguien trae una cuerda. La escena es bajo un farol del alumbrado público que acaba de encenderse. Un relente macabro, de pesadilla y obsesión, flota sobre la plaza. Hay un griterío ensordecedor. Un hombre trepa ágil al palo. Amarra la cuerda en lo alto y desciende. Otros han pasado un lazo por el cuello del jefe de la policía. Lo izan. Van a “ahorcar” el cadáver... Pero la cuerda se rompe y el cuerpo cae a tierra, rebotando como una pelota sobre el embaldosado. La gente ríe. Unos se cubren el rostro con las manos o vuelven la cara. Tres o cuatro descargan puntapiés que suenan a hueco, y lo escupen. Muy de noche se lo llevan de la ciudad”.


 En 1983 Enrique Sainz recogió y prologó bajo el título “La isla de los muertos y otros relatos” algunas de sus ficciones, y hace pocos años lo desempolvaba nuevamente en un ciclo de conferencias sobre autores olvidados organizado por el Centro Alejo Carpentier. 

 Más reciente, en 2014, Cira Romero reuniría sus mejores piezas bajo el título de La mujer de yeso y otros relatos.

 Pero volvamos al Ibarzábal noctívago y quimérico, a la caza de su propio fantasma en otras vidas, ingenuamente encubridor de un pasado de glorias pero aun así, por qué no, todavía algo inquietante...   

            Salmo del trasnochador

 Estos amaneceres mágicos tienen una
transparencia inconsútil como gasas de olvido...
Yo he paseado otra vida bajo esta misma luna;
estos amaneceres ya yo los he vivido.

 Esa calleja en sombras, hecha para un apunte
al lápiz como aquellos que hiciera Rafael Blanco;
y esa misma silueta, vaga, del transeúnte,
y aquella pordiosera que duerme sobre un banco,

 tienen la milagrosa virtud evocativa
de lo que presenciamos hace tiempo. Quizás
en uno de esos seres anónimos quien viva
con el alma que tuvo hace siglos... Es más

 estrecha, sin embargo, esta calle de ahora,
pero el cielo es el mismo; el cielo de cobalto
que viera hace cien años, en la trasnochadora
andanza de mis lances... Hoy miro en el asfalto,

 húmedo por la lluvia que de los cielos fluye,
el perfil de las grandes casonas reflejado;
pero no está la casa que yo busco. Rehúye
a mi encuentro este punto de mi viejo pasado.

 Yo era, en aquel entonces, lo que ahora: poeta...
Poeta con un vivo tinte de vanidad.
Y paseaba las calles mi lírica silueta
ante todas las hembras de aquesta vecindad.

 Pero eso fue en las brumas lejanas de otra vida...
Yo era un buen estudiante que llegó a bachiller
que cerró los libros, el alma adormecida
por los suaves arrullos de una voz de mujer.

 ¡Oh, mi vida pasada! Gente prócer, doblones,
escudo de armas, limpio, de mis antepasados!
Y la casa paterna, con amplios portalones,
el cariño fraterno, los maternos cuidados.

 Y he tenido otras vidas, señores. ¡Oh, yo he sido
todo a lo que en la vida uno puede llegar;
Emperador, y Papa, y pirata, y bandido...
Casi un Dios en la tierra y un demonio en el mar.

 Ardí últimamente en una pira ingente
que para mí prendiera la Santa Inquisición...
Aún recuerdo las risas de aquella mala gente,
los salmos religiosos, la negra procesión...

 Por cierto que ese día en que yo fui quemado,
hubo un maravilloso espectáculo: fue
(y esto lo sé yo solo), mi espíritu llevado
a una tierra lejana en la que transmigré.

 Después, yo no sé cómo, esa vida se esfuma.
Ruedan siglos. Yo vuelvo a la vida otra vez...
¿Pero dónde están, digo a la nocturna bruma,
mis antiguos ensueños, mis andanzas, mi prez?

 Y al hallarme de nuevo en la vida, esta vida
que es buena, aunque es imbécil en cierto modo, suelo
dialogar con las sombras en la noche aterida,
cruzar tranquilamente esta oscura avenida,
amar a las mujeres y dar gracias al cielo. 



 Cuba contemporánea, septiembre de 1923, pp. 92 y 93.


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