Darío Herrera
Despúes de la comida, la víspera de nuestra llegada a Valparaíso, el doctor Fowland y yo pasamos al salón
de fumar,. Estaba desierto. Desde la salida de Coquimbo el mar se puso convulso, y los pasajeros, en su
mayoría, no pudiendo soportar el fuerte oleaje, se refugiaron en sus camarotes. El cielo era negro, el viento
gemía y azotaba con rudeza el toldo de lona de la cubierta, el barco danzaba sobre las olas con balanceo
violento y en sus flancos resonaba incesante el fragor de las espumas... No había, sin embargo, peligro alguno;
solo, el malestar físico para los no avezados.
El doctor Fowland estaba aquella noche extraordinariamente nervioso, y, por primera vez en su rostro,
siempre impasible, se traslucía un estado de alma. Era alto, lleno de vigor en su delgadez, blanco, pálido, casi
exangüe. Y hubiera sido una de esas fisonomías inmóviles, inexpresivas, sin sus ojos; ojos de un verde
amarillento, grandes, profundos, de un brillo casi insostenible, cual si dentro encerraran un potente reflector.
Producían, en verdad, un extraño contraste esas dos movilidades fulgurantes, en aquel rostro descolorido y
frío como el mármol. Era Médico, y en los Estados Unidos se le consideraba como una eminencia científica.
Viajaba sin rumbo, a su capricho, y su hermético retraimiento, en los veinte días de navegación, sólo se
quebrantó conmigo, quizás por una de las rarezas de su carácter, de simpatías y antipatías instantáneas.
–Mañana –exclamó– nos despedimos para seguir rutas distintas; y luego, como si no nos hubiéramos
conocido. Esta ventaja tienen las amistades que se forman en las travesías por mar o por tierra: a nada obligan.
Acercan a dos extraños, unen sus espíritus por unos días, y después les separan sin dejar ningún germen que
motive más tarde un recomienzo importuno... Va a seguir usted su marcha, con los temores inquietantes de un
futuro en lo absoluto ignorado; con las nostalgias aún frescas de cariños recién perdidos. Yo, ni siquiera llevo
en mi peregrinación incierta esos temores y esas nostalgias, envidiables, puesto que son emociones, y
emociones hondas. No guardo ya una sola aspiración, ni la del bienestar material, por ser mi fortuna superior
a mis gastos. Viajo para cambiar de visiones externas, lo cual es en mí una distracción física, de los ojos. Si ello
al fin me hastía, me radicaré en un sitio cualquiera, perpetuamente, con la misma indiferencia con que ahora
vagabundeo de clima en clima
Hizo una pausa para beber un sorbo de whisky. Luego volvió a decir:
–Usted me ha contado algo de su pasado, y es justa la retribución. Me parecerá que yo, moribundo, se lo
narro a un agonizante.
Porque la despedida de dos, al final de un viaje, con la seguridad de no verse más, es como si ya, desde sus
respectivas tumbas, se dieran el adiós eterno. He aquí, para mí, el principal atractivo de viajar: se va
continuamente acompañando amistades difuntas al cementerio, y la tristeza de esto es un sacudimiento
benéfico para quienes, como yo, llevan una constante quietud helada en el espíritu. No encontrarse más en la
vida es morir, y en esta muerte ficticia hay tanta verdad y tanto olvido como en la real... Por otra parte, hoy
hace años del hecho, y quiero conmemorarlo revelándolo.
Hablaba con su voz de siempre, lenta, de tonalidades sordas; pero estaba más pálido aún y tenía un brillo
más fuerte en sus pupilas claras. Así, era el suyo un rostro de anemia total, donde los ojos ardían con el fuego
de una fiebre máxima. Afuera, en lo alto, el viento había desgarrado el grueso tapiz de nubes. En los claros del
azul las constelaciones temblaban; y la luna, semejante a una hoz de plata, iba camino de occidente, como
segando mieses astrales.
Cuando tuve la certeza, –continúo Fowland– de que entre mi esposa y mi secretario (un muchacho de
veintitrés años a quien recogí y eduque desde niño) germinaba una pasión, todavía platónica, pero no por eso
menos criminal, principié a elaborar mi proyecto. Ambos eran ya dos traidores: la una al amor, el otro a la
gratitud y a los traidores se les mata. Después sorprendí un beso... nada más que un beso pero lo suficiente
para proceder, pues el delito mayor sólo dependía ya de la oportunidad. Y evitando la realización consciente
de este delito, evitaba la vergüenza final; provocándolo con mi voluntad, sin la de ellos, y juntando al delito el
castigo, rehabilitaba mi honor.
Le he leído los experimentos de hipnotismo y sugestión, descriptos por un médico noruego y verificados en
París por los profesores de La Salpétriere y de Nancy. Son exactos: yo los venía efectuando hacía tiempo con
resultados más sorprendentes. Pero los poseedores en esto de la suprema ciencia son los fakires de la India:
ellos dejan en los viajeros la impresión de haber presenciado hechos sobrenaturales. De ahí esas afirmaciones,
escritas, de acontecimientos existentes sólo en los cerebros, sometidos por el experimentador a una poderosa
influencia hipnótica. Para esos misteriosos taumaturgos del viejo Oriente, es tan fácil el hipnotismo y la
sugestión de una persona única como de un público. Tal lo demostró uno en Londres, ante un concurso de
teatro, primero, y ante una asamblea de sabios, después, en la que figuraban las más altas celebridades de
Oxford.
El fakir elevóse en el aire hasta una considerable altura, y se sostuvo allí fijo, sin punto alguno de apoyo.
Sentado en medio del círculo de los espectadores, les anunció que iba a desaparecer, y desapareció, y en su voz
siguió surgiendo desde la silla vacía. Sembró en e] suelo una semilla, brotó una planta; creció el árbol; las
ramas se cubrieron de hojas, las hojas de flores... y luego se desvaneció todo como en una escena de magia.
Hizo hervir el agua de un estanque y evaporarse en un minuto; a varios metros de altura se tendió una nube
densa, y la nube, en fin, se convirtió en una lluvia copiosa, llenando de nuevo el estanque.
Estos y otros pródigos, no eran en el fondo sino casos de hipnotismo y de sugestión simultáneos, producidos
en toda una concurrencia. Las leyes cósmicas son inmutables, y su violación residía tan sólo en el
alucinamiento de los cerebros, dominados por un hombre. ¿Cómo logran los fakires alcanzar un conocimiento
tan perfecto de esa ciencia? He aquí lo que aún ignoramos los occidentales. Pero si no le es posible todavía a
uno acá igualarles, puede llegar, si se propone, hasta muy cerca. Y yo, consagrado a tal estudio, casi
exclusivamente, conseguí hacer conquistas halagüeñas. Así, al cerciorarme de aquella naciente pasión criminal,
la manera de castigar a los culpables nació lógicamente en consonancia con mis investigaciones y
descubrimientos; y el plan lo formé rápido.
A ambos les había hipnotizado repetidas veces para experimentos importantes. Ahora bien, suprimir en los
dos –en ella especialmente– la voluntad, aún en contra de sus más fuertes sentimientos, aun en contra del
instinto de la propia conservación, era lo arduo de la tarea. Comencé, pues, por actos pequeños; los fui
aumentando por grados, y llegué a uno más sedo: ya con éste era seguro el éxito del mayor. Fue el penúltimo,
y consistió en ordenarle a ella se cortan los cabellos. Eran su orgullo: finos, espesos, negros, magníficos. A las
dos horas se me presentó en mi cuarto–oficina, con el pelo corto. Venía confusa, avergonzada. No he podido
contenerme –me dijo– no quería y no obstante, a pesar mío, tomé las tijeras, me los corté... y tuve que llamar a
un peluquero para arreglarlos lo menos mal posible; debo de parecerte horrorosa. Me parecía encantadora con
aquel peinado varonil, y el rostro, bajo él, delicado y ambiguo como el de un efebo. Sin embargo, le respondí:
Estabas mejor con tus cabellos... –Y añadí imperiosamente: Quédate. Obedeció como una niña; y empecé el
último experimento.
Puse en su preparación toda mi energía, todo el fluido que los nervios, rudamente excitados durante esa
semana, acumulaban, concentrándole, en mi cerebro. La desperté y se retiró. Desde aquel instante ya no era
una persona, sino una máquina dócil, sometida por entero a una fuerza superior. Y esa fuerza iba a actuar en
sus ideas como un feroz tirano... Hice luego venir al otro: el trabajo fue sencillo, pues la sugestión tendría como
ayuda eficaz la pasión, ya en él indomable. En la escena del beso –la presencié detrás de un cortinaje– hubo
gran audacia suya, y en ella sólo un consentimiento tímido y pasivo.
Eran las seis de la tarde cuando terminé. Permanecí solitario en la oficina; y a la suave penumbra crepuscular
mi espíritu descansó, después de ocho días de cóleras comprimidas, de celos disimulados, de todo un mundo
de cosas amargas y punzantes. La comida fue triste, a despecho de mis esfuerzos por animarla. Los dos
estaban silenciosos, abstraídos: ni siquiera se miraban. Indudablemente algo, demasiado débil para ser una
idea precisa, mas lo bastante a engendrar un vago y medroso presentimiento, palpitaba en aquellas almas,
faltas ya del libre raciocinio. La carne, aislada del espíritu, debe de conservar en su inconsciencia una vida de
larva, que le impide la rebeldía, pero de la noción del peligro, ante la proximidad del anonadarniento. Y ese
terror paciente de la materia es como su protesta contra la fatalidad. Entonces, el espíritu, en su letargo, sufre y
se puebla de presagios misteriosos, –presentimiento obscuro de desgracias cercanas, desconocidas, inevitables.
Al concluir la comida me despedí, anunciándoles para muy tarde el regreso. Salí, dejando mi revólver,
cargado, en la gaveta de la mesa de noche de la alcoba. Me dirigí al teatro: quería ser visto fuera de casa. En el
Metropolitano se representaba Otello; y los celos y la venganza del moro los encontré simples y brutales, como
los de un salvaje de la época paleolítica, e indignos del cerebro refinado de los modernos. Regrese a las 11:30;
subí a la oficina por la escalera privada, y me senté, vestido, ante el escritorio. Al otro lado del hall, en frente, al
través de la puerta vidriera, veía la de la alcoba, por donde se tamizaba una luz tenue. Debían de estar allí
hacía dos horas. La entrevista la reconstruía como si a ella hubiera asistido: encontráronse juntos, sin asombro,
–autómatas guiados por un impulso irresistible– y el beso inicial, más largo que el otro, no tuvo ninguna
repercusión emotiva en sus facultades psíquicas.
Ahora acostados en el lecho nupcial, él se dormía paulatinamente, para sumergirse en su sueño profundo,
mientras ella, despierta, le estaba... Transcurrieron diez minutos, veinte, veinticinco. Mis nervios vibraban
sacudidos por impaciencia febril. Sin darme cuenta bahía llegado, por las piezas interiores, hasta una de las
puertas de la alcoba. Las cortinas de los vidrios me estorbaban ver, pero mi imaginación estaba adentro, al lado
del lecho y veía... El brazo de ella se deslizó sigiloso fuera de las sábanas, tiró de la gaveta, cogió el revólver, lo
llevó al oído de su compañero... Los disparos fueron casi simultáneos; abrí la puerta, penetré, desprendí de la
mano crispada el arma, la retuve en la mía y esperé en medio del cuarto erguido y sereno.
Aparecieron los criados, un agente de policía y algunos particulares. Sobre la blancura del lecho se extendía,
agrandándose, una mancha purpúrea. El cuerpo de él estaba ya rígido, manando de la oreja izquierda un hilo
de sangre negruzca; el de ella, con la sien des trozada, se agitaba en una agonía breve. Luego se inmovilizó
también; y ambos así, rectos, en la casi desnudez de sus carnes, pálidas y sangrientas, semejaron el símbolo
estatuario del delito castigado... El cuadro no necesitaba explicaciones, todos guardaban silencio,
contemplándome con simpatía compasiva. Y cuando el agente rompió el mutismo para decirme que le
siguiera, su voz fue respetuosa como una súplica…
Tomado de www.prosamodernista.com
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