Pedro Marqués de Armas
Todavía en la década
de 1860 la noción de monomanía no había sido abandonada, pero se articulaban ya
las bases discursivas de su transformación, a partir de lo que Michel Foucault definió
como el par herencia perversión. Aunque ante los tribunales nunca se impuso por
completo, se impondrían ahora categorías más amplias como locura moral o
epilepsia larvada, de mayor alcance normativo; así como una visión más
etiológica que nosológica a la vez que —a tono con las tesis evolucionistas— más
ligada a la peligrosidad que a la responsabilidad del sujeto.
En otras palabras, a
la supuesta imprevisibilidad de la locura, de acuerdo con su carácter "latente" tanto en la serie hereditaria como en los antecedentes personales
(léase instintivos) del sujeto.
En Cuba, hacia la
misma época, la noción de monomanía había sido impugnada en pocas ocasiones, salvo por
los jueces, pero en breve comenzaría a recibir el embate de los nuevos tiempos.
Por lo menos hasta 1875 la categoría se resiste a desaparecer, al tiempo que
ganan terreno los postulados del degeneracionismo, el modelo de la epilepsia,
la teoría localizacionista de Broca y, acto seguido, las tesis de Lombroso
sobre el criminal nato.
Un ejemplo de
desniveles en cuanto a la recepción, exégesis y usos de las diversas categorías
nosológicas y de los presupuestos etiológicos y sus implicaciones sociales y
legales, es el largo debate que tuvo lugar entre 1875 y 1883 en el seno de la
Academia de Ciencias Médicas, en torno al caso de Agustín Acosta y Cárdenas,
quien en noviembre de 1873 asesinó en un supuesto rapto de locura al Conde de
San Fernando —una de las figuras más importantes de la aristocracia criolla— en las inmediaciones de la Catedral de La Habana.
Esta polémica se
inicia el 8 de agosto de 1875, cuando Felipe F. Rodríguez presenta su “Informe
de un caso de locura impulsiva homicida”, pero acaso sus prolegómenos se
remontan a enero de 1871, cuando el alienista Tomás Plasencia, entonces
director facultativo de la Casa General de Dementes, expuso ante la misma
institución un discurso titulado “De la monomanía”. En el mismo, siguiendo las
críticas realizadas por Jules Falret y Bénédict A. Morel, y basándose en su
experiencia al frente del asilo de enajenados, negaba la existencia de dicha
entidad. Según Plasencia, de 350 enfermos mentales observados por él ninguno
era “verdaderamente monomaníaco”, pues al margen del “delirio parcial” solían
advertirse “lesiones” de diversa índole. Encargado de responder al discurso de
egreso, Martínez Sánchez recordó la escasa tendencia de los tribunales a
aceptar la monomanía, aunque aclarando que “en torno a esta cuestión existen
diversas opiniones”.
Cuatro años después, en
sus consideraciones sobre el caso en cuestión, Rodríguez llegaba a la
conclusión de que el asesino era portador de una “monomanía por perversión del
sentimiento, acompañada de alucinaciones”. A su juicio, Acosta y Cárdenas había
procedido a matar al Conde “arrastrado por un impulso irresistible y aquejado
del delirio de querer lavar la honra de la familia”. Una vez expuesto el
informe, Antonio Mestre —otro prestigioso médico
graduado en París— tomó la palabra para exigir que se añadiese el calificativo
de “loco peligroso” a ese a sujeto que, no obstante razonar “como cuerdo”,
obedecía a la vez a “impulsos irresistibles”, así como para reclamar su
reclusión perpetua –tal como recomendaban Henry Maudsley en Londres y la
Sociedad de Medicina Legal de París— en el manicomio.
El diagnóstico
esgrimido constituía una suerte de malange que lo contenía todo, más o menos
como era habitual en cualquier texto de época: a saber, que las enfermedades
mentales obedecían lo mismo al modelo del delirio (cuyo opuesto era la razón o
las facultades propiamente intelectuales) que a las funciones instintivas, en este caso desatadas o pervertidas. Pero
no solo eso, las propias alucinaciones, con un recorrido nosológico mucho más
breve, podían ubicarse entre ambos marcos de referencia y obedecer igualmente
al intelecto que al instinto. A fin de cuestas, tanto el delirio como los
impulsos estaban sujetos al eje de lo voluntario / involuntario.
A las exigencias de
Antonio Mestre de que se le declarase peligroso y se le encerrase de por vida, Rodríguez
respondió recordando que sería “extralimitarse” en sus funciones. Se defendía
argumentando que en la demanda realizada a la Academia —se trata de las
consultas que la Audiencia de La Habana y en general los tribunales hacían a
los académicos en calidad de expertos—, no se
formuló la pregunta por la reclusión sino, exclusivamente, por el estado mental
del individuo. Para Rodríguez, tratándose de una “monomanía instintiva” estaba
implícito que “la cuestión se resolvería seguramente en la Casa de Orates”.
A este criterio se
sumó Luis Cowley, insistiendo en que el tribunal solo quería saber “si es loco
y si lo estaba en el momento del acto”. Sin embargo, esta posición (digamos
clásica y centrada de modo estricto en la responsabilidad penal como
referencia), resultó inmediatamente impugnada por José Rocamora quien, en apoyo
de Mestre, se cuestiona si acaso no era necesario que “una vez dado el alta o
curado el sujeto, la sociedad esté sobre aviso”.
El debate, aunque
anclado en la Academia y en su intercambio con los tribunales, no era para nada
ocioso y colocaba el asunto de modo preferente en la peligrosidad del sujeto y,
por lo mismo, en función de cierta “defensa social”. Rodríguez intentó
mantenerse en su posicionamiento, insistiendo, contra toda evidencia, en que
“no nos está encargada la seguridad pública, ni debemos arrogarnos una
responsabilidad ajena”, pero fueron cada vez los académicos que se sumaron a la
petición de añadir el calificativo de “loco peligroso”.
Por último, e intentando
suavizar el debate (al verse contra las cuerdas, Rodríguez llegó a acusar a sus
colegas de imponer el terror), una sensata intervención de Cowley sirvió para
zanjar la polémica con solo formular ante los presentes, con cierto énfasis,
algo ya dicho: “Señores, ¿qué mejor garantía que la casa de locos?”
En efecto, se traba de
eso; pero también, como puede apreciarse, de un desencuentro de primera
importancia para la psiquiatría de la época, sin duda de mayor calado que
continuar o no empleando la categoría de monomanía; un desencuentro, a saber,
entre la noción jurídica de responsabilidad según la cual se seguía planteando,
como cuestión principal, el grado de locura o libertad del individuo; y aquella
otra que, a partir de ahora, plantea el grado de peligrosidad que determinados
e incluso cualquier individuo supone para la sociedad.
En una dirección aproximada irá la exposición que, bajo el título “De la locura hereditaria”, presentará Emiliano Núñez de Villavicencio en abril de 1876. En la misma, aseguraba que “en el estado actual de la ciencia la creación del grupo de las locuras hereditarias está perfectamente legitimada”. Excelente y actualizado resumen de las nuevas tendencias dominantes en la psiquiatría francesa, Núñez aludía de paso a la enajenación del joven Acosta y Cárdenas como ejemplo de locura hereditaria y de proclividad criminal.
A este discurso,
respondió Tomás Plasencia criticando abiertamente la teoría degeneracionista de
Morel, a la que califica de “lata e insostenible”. Según su experiencia en el
asilo de locos, a la que apela de nuevo como en la intervención sobre la
monomanía, no había encontrado “ningún carácter específico en la locura
hereditaria”, mientras que en cambio abundaban los trastornos derivados del influjo
de las bebidas alcohólicas y de otras causas ambientales, “no estando siempre
el alienado bajo la fatal ley de la herencia”.
Sin embargo, aunque la
posición de Plasencia pudiera interpretarse como progresista, al señalar
factores no hereditarios y pretender escapar del determinismo que comenzaba a
imponerse, en realidad no lo era necesariamente. Entre médicos cuyo bagaje se
sostenía sobre todo en la experiencia práctica, no fue infrecuente dicha
posición, imponiéndose a la postre las ideas entonces emergentes. Y es que, no
obstante su devenir conservador, con lo que implicará de sustento a la Eugenia
y al racismo de Estado, el degeneracionismo irrumpe en sus inicios como un
intento sin precedentes, encaminado a encontrar soluciones efectivas a
fenómenos en definitiva sociales como la pobreza y la enfermedad. Pese al
biologismo de fondo, pero también en virtud suya, se esbozó desde una tradición
de izquierda a veces claramente socialista, y no puede asegurarse que su
evolución rápidamente conservadora, se inscriba en un solo campo político. Al
menos al principio —y en este marco en particular— el progresismo no dependía
de estar a favor o en contra de lo hereditario.
Un año más tarde,
Emiliano Núñez de Villavicencio expone su “Discurso acerca de las
localizaciones cerebrales y la locura instintiva”. Asistimos aquí a una
extensión del debate alrededor del asesino del Conde de San Fernando, motivado
esta vez por un informe de Mario García Rijo, quien se mostraba a favor del
diagnóstico esgrimido por Felipe F. Rodríguez y ponía en duda la teoría
localizacionista del cerebro, recién reformulada tras los descubrimientos de Paul
Broca sobre la afasia motora. Ante ello, varios miembros de la Academia —además
de Núñez, Antonio W. Reyes Zamora y Antonio Mestre— lo acusan de sostener
criterios fisioanatómicos ya vencidos (“de la época de Flourens”) y de utilizar
categorías nosológicas todavía próximas a Esquirol, aun cuando García Rijo
también aplicaba al asesino el diagnóstico (más ajustado) de “locura de doble
forma”.
En su intervención,
Núñez respondió a García Rijo expresándole que todo París aceptaba sin reparos
los últimos hallazgos de Broca y que hacía, además, un mal uso del concepto
“doble forma” acuñado por Baillarger. Apoyándose en Morel y en Moreau de Tours,
insiste en la condición hereditaria de la patología del asesino y, no solo
ello, también en su carácter impredecible, según el cual lo mismo podía manifestarse
de modo patente que permanecer como una predisposición, citando al efecto las
consideraciones de Henri Legrand du
Saulle.
Lo que se ventilaba, pues, no era tanto las diferentes
definiciones de “locura impulsiva”, o meramente la cuestión de unos límites
diagnósticos, como ese punto de corte epistémico que supuso, con la entrada en
escena del degeneracionismo, ligar lo instintivo a lo hereditario. En este
sentido, mientras Rodríguez y García Rijo se mueven en una órbita ciertamente
próxima a Esquirol y a sus seguidores; Núñez, Reyes Zamora y Mestre optan, en
cambio, por una visión etiología (es esto, causal) que remite el instinto a una
condición innata capaz de trasmitirse de una a otra generación, de degradar a
formas cada vez más mórbidas e incontrolables, y de persistir no obstante
oculta, en muchos casos, pudiendo manifestarse como acceso de locura o como
acto criminal.
Si bien es cierto que
la noción de instinto —sobre la cual se perfila la de la anomalía y, en
consecuencia, la de anormales, y cuya referencia inicial era la ley como condición
externa al sujeto y no su violación involuntaria e interna— emergió biologizada
desde la década de 1830, también lo es que solo ahora, con la sujeción de la
psiquiatría a una “concepción total” de carácter dinámico y evolutivo, se la
anuda definitivamente a lo hereditario. Por otra parte, con los hallazgos de
Broca y el auge del localizacionismo, la anatomía patológica recupera en parte
su fundamento, por lo que, otra vez y con nuevo ahínco, habría de buscarse en
el cerebro (en sus lesiones, pero también en su peso y configuración) las
marcas probables del comportamiento “anormal”.
Todavía en 1883 se
mantenía en circulación el caso de Agustín Acosta y Cárdenas, asesino del Conde
de San Fernando, quien por entonces llevaba ocho años de reclusión en la Casa General
de Dementes. A una petición que la Audiencia de La Habana dirige a la Academia de
Ciencias Médicas a fin de conocer su estado mental, responde Tomás Plasencia en
su informe “Enajenación mental”, en el que, después de recordar el diagnóstico
emitido de “locura impulsiva”, expresa que en 1882 una junta de profesores
había declarado por unanimidad “que Acosta estaba en el completo y normal goce
de sus facultades intelectuales y afectivas”, pero siempre que se consignara
que, por sus antecedentes hereditarios, permanecía expuesto a contraer una
“mentopatía”, sobre todo en caso que “las circunstancias que le rodean sean
favorables al desarrollo de la afección”.
De este modo, y según
se desprende de los comentarios de Plasencia, Acosta y Cárdenas habría de
permanecer recluido en el manicomio, pues “los mismos profesores que aseveran
su curación temen con razón que el ataque se reproduzca”, no habiendo sanado
así —asevera el autor, escudándose en aquel
dictamen— “de su diátesis vesánica”.
Por lo tanto,
Plasencia, que había negado la doctrina de Morel por “lata e insostenible”, no
solo no se opone a esa condición hereditaria que perpetúa al sujeto en tanto
enfermo, sino que incluso la acepta al apelar al concepto de “diátesis”, la
entonces emergente noción de “estado” —entiéndase latencia o predisposición-, otra
de las invenciones del degeneracionismo. Plasencia remite a los antecedentes
del individuo (esto es, al rastreo evolutivo de sus pulsiones) cuando afirma
que, ya en 1863, una década antes del crimen, había estado “sufriendo de
enajenación mental”.
En fin, curación no significa entonces —como tampoco ahora— sanidad. Una vez cometido un acto criminal, o inscrito un episodio cualquiera de locura, no desaparece el peligro del retorno: un fondo instintivo, monstruoso, puede aflorar en cualquier momento.
Cómo ocurrió el crimen
y qué otras motivaciones obraron en el criminal puede inferirse a partir de
informe del propio Rodríguez, es decir, del resumen publicado en los Anales
de la Academia. Pero asimismo, siguiendo diversas referencias de época,
entre ellas la crónica del suceso y otro “caso clínico” de resonancia: el de su hermano Manuel Acosta y Cárdenas, también declarado “loco peligroso” y
que terminó ahorcándose en su domicilio.
Al parecer, procedían de una familia en otro tiempo adinerada, una rama de la cual vino a menos desde comienzos del siglo XIX. Además de los hermanos, otros familiares eran tildados de locos y, en este sentido, sus respectivas historias vienen a calzar las ideas psiquiátricas dominantes. Nacidos en la década de 1840, conocieron la impotencia del padre y, todo indica, el drama de alguna hermana, que bien pudo sostener con el Conde relaciones de diverso género. A la alusión de que éste no habría “llevado a su hermana al altar” como génesis del delirio de honra y venganza que obsesiona al criminal, habría que añadir la referencia de que eran vecinos y que el crimen ocurrió en respuesta a disgustos de larga data. Se suma que, como apunta Rodríguez en su informe, Acosta y Cárdenas “confiesa querer entrañablemente al Conde”, pero que como no puede refrenar sus ideas e impulsos, lo comunica a varias personas “como para que lo eviten”, declarando que no quería que “muriese de la herida, sino que hubiera padecido de ella, sirviéndole así de útil escarmiento”.
Debió haber de fondo, pues, un dilema de vecindad que apunta a un estilo de vida y al modo como el resentimiento y, claro que la enfermedad mental, atrapan a una familia venida a menos con probables lazos de sangre. Sin embargo, la carencia de testimonios y en general de información al margen de la médica, impiden arriesgar una tesis algo más jugosa sobre los conflictos e identidad del homicida.
Su hermano Ángel, por su parte, conmocionado
por los problemas familiares, se disparó con un revólver a la sien derecha el 6
de agosto de 1875. Tras cuarenta y ocho horas, recuperó la conciencia y salió
de un estado confusional sin lesiones motoras ni alteraciones aparentes del
lenguaje y la memoria. Al cabo de cuarenta días logró incorporarse a su trabajo
en los ferrocarriles de La Habana.
Sin embargo, pronto comenzó a presentar
desánimo, obsesiones y delirios. Algún médico lo diagnostica de
“monomanía homicida y suicida con impulsos irresistibles”, y lo declara
peligroso sugiriendo su internamiento en Mazorra. En ocasiones pedía que lo
ataran para resistir sus impulsiones, mayormente dirigidas contra familiares y,
en particular, contra su padre. Esta lucha de sujeto contra sus instintos, en la base de las principales descripciones de la “locura
impulsiva”, también fue señalada a propósito de Agustín y constituye el hilo
conductor que emparenta, tanto en el plano evolutivo como en el predictivo, el
sustrato hereditario esgrimido en ambos casos.
En la madrugada del 28 de diciembre de 1876,
Ángel se colgó de la ventana de su habitación “con una tira de lienzo que sacó
de una de sus sábanas”. Dejó escrita esta carta de despedida:
Completamente
desencantado de la vida y agobiado por mis enfermedades, he determinado poner fin
a mi existencia. Cariñosos recuerdos a mi madre a quien siempre he considerado
como una santa, para mi padre, hermanos y hermanas, Panchitín, al Dr. García y
a seña Pepa. Que mi entierro sea tan triste como mi muerte. Que solamente
acompañen mi cadáver al cementerio mis tres amigos Juan y Rafael Vals y Juan
Peña. Que mi familia no permita por ningún concepto que persona extraña suba a
ver o curiosear mi cadáver.
Ángel Acosta y Cárdenas
La autopsia arrojó, entre otras lesiones, una
notable pérdida de sustancia cerebral en el lóbulo frontal izquierdo, y durante
la misma se le extrajo un proyectil de siete milímetros cuya trayectoria desde
el lóbulo derecho podía seguirse perfectamente. El caso promovió el asombro de
los médicos y un sugerente debate –acoplado igualmente a los descubrimientos
sobre las funciones nerviosas superiores y sus respectivas localizaciones, esto es, en base a la teoría
localizacionista en boga— en el que trataron de explicarse no sin caer en uno y
otro desacuerdos, los motivos por los cuales conservaba intactas sus facultades
intelectuales.
¿Cuál fue el final de Agustín Acosta y Cárdenas? ¿Murió o no en Mazorra?
En cuanto al Conde de San Fernando, Juan Crisóstomo Tomás de Peñalver y de Peñalver, había nacido en La Habana en 1818 y estaba en posición de su título de III Conde desde 1839. Fue Consejero de Administración Civil, Alcalde ordinario del Ayuntamiento de La Habana, Gobernador Político de la Isla de Cuba, Caballero de la Orden de Alcántara y Gentilhombre de Cámara del Monarca. Por varias generaciones, los Peñalver ocuparon altos cargos en la jerarquía colonial, detentando elevadas cuotas de poder / saber. Diez de sus miembros pertenecieron a la Sociedad Económica de Amigos del País. Y entre los vínculos de sangre, cabe mencionar los que les unen a las siguientes familias: Cárdenas, Casa Calvo, Arango, Santa Cruz, entre otras. Situada en San Ignacio 2, la casona del Conde es hoy el Centro Wilfredo Lam.
En la crónica del suceso publicada en el Diario de la Marina el 25 de noviembre de 1873, se apunta a una hora muy temprana como para regresar a casa después de oír misa en la Catedral: siete y media de la mañana. Según esta versión, víctima y victimario salen juntos del templo y, una vez en la calle, el joven esgrime el arma homicida. Todo ocurre delante de los ojos de un ordenanza que no alcanza a impedir el golpe mortal, uno solo, una puñalada que alcanza el corazón. Corre tras él, eso sí, y logra detenerlo con ayuda de otros vigilantes. El Conde todavía da tres pasos para caer exánime en brazos de sus criados, echando sangre a borbotones, no lejos del cuchillo y de su propio bastón. Todo indica, más bien, que lo han matado delante de su casa, tan pronto como puso un pie fuera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario