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miércoles, 5 de julio de 2023

Herencia, locura y peligrosidad. A propósito del caso Acosta y Cárdenas


 


 Pedro Marqués de Armas

 

 Todavía en la década de 1860 la noción de monomanía no había sido abandonada, pero se articulaban ya las bases discursivas de su transformación, a partir de lo que Michel Foucault definió como el par herencia perversión. Aunque ante los tribunales nunca se impuso por completo, se impondrían ahora categorías más amplias como locura moral o epilepsia larvada, de mayor alcance normativo; así como una visión más etiológica que nosológica a la vez que —a tono con las tesis evolucionistas— más ligada a la peligrosidad que a la responsabilidad del sujeto.

 En otras palabras, a la supuesta imprevisibilidad de la locura, de acuerdo con su carácter "latente" tanto en la serie hereditaria como en los antecedentes personales (léase instintivos) del sujeto.

 En Cuba, hacia la misma época, la noción de monomanía había sido impugnada en pocas ocasiones, salvo por los jueces, pero en breve comenzaría a recibir el embate de los nuevos tiempos. Por lo menos hasta 1875 la categoría se resiste a desaparecer, al tiempo que ganan terreno los postulados del degeneracionismo, el modelo de la epilepsia, la teoría localizacionista de Broca y, acto seguido, las tesis de Lombroso sobre el criminal nato.

 Un ejemplo de desniveles en cuanto a la recepción, exégesis y usos de las diversas categorías nosológicas y de los presupuestos etiológicos y sus implicaciones sociales y legales, es el largo debate que tuvo lugar entre 1875 y 1883 en el seno de la Academia de Ciencias Médicas, en torno al caso de Agustín Acosta y Cárdenas, quien en noviembre de 1873 asesinó en un supuesto rapto de locura al Conde de San Fernando —una de las figuras más importantes de la aristocracia criolla— en las inmediaciones de la Catedral de La Habana.

 Esta polémica se inicia el 8 de agosto de 1875, cuando Felipe F. Rodríguez presenta su “Informe de un caso de locura impulsiva homicida”, pero acaso sus prolegómenos se remontan a enero de 1871, cuando el alienista Tomás Plasencia, entonces director facultativo de la Casa General de Dementes, expuso ante la misma institución un discurso titulado “De la monomanía”. En el mismo, siguiendo las críticas realizadas por Jules Falret y Bénédict A. Morel, y basándose en su experiencia al frente del asilo de enajenados, negaba la existencia de dicha entidad. Según Plasencia, de 350 enfermos mentales observados por él ninguno era “verdaderamente monomaníaco”, pues al margen del “delirio parcial” solían advertirse “lesiones” de diversa índole. Encargado de responder al discurso de egreso, Martínez Sánchez recordó la escasa tendencia de los tribunales a aceptar la monomanía, aunque aclarando que “en torno a esta cuestión existen diversas opiniones”.

 Cuatro años después, en sus consideraciones sobre el caso en cuestión, Rodríguez llegaba a la conclusión de que el asesino era portador de una “monomanía por perversión del sentimiento, acompañada de alucinaciones”. A su juicio, Acosta y Cárdenas había procedido a matar al Conde “arrastrado por un impulso irresistible y aquejado del delirio de querer lavar la honra de la familia”. Una vez expuesto el informe, Antonio Mestre otro prestigioso médico graduado en París— tomó la palabra para exigir que se añadiese el calificativo de “loco peligroso” a ese a sujeto que, no obstante razonar “como cuerdo”, obedecía a la vez a “impulsos irresistibles”, así como para reclamar su reclusión perpetua –tal como recomendaban Henry Maudsley en Londres y la Sociedad de Medicina Legal de París en el manicomio.

 El diagnóstico esgrimido constituía una suerte de malange que lo contenía todo, más o menos como era habitual en cualquier texto de época: a saber, que las enfermedades mentales obedecían lo mismo al modelo del delirio (cuyo opuesto era la razón o las facultades propiamente intelectuales) que a las funciones instintivas, en este caso desatadas o pervertidas. Pero no solo eso, las propias alucinaciones, con un recorrido nosológico mucho más breve, podían ubicarse entre ambos marcos de referencia y obedecer igualmente al intelecto que al instinto. A fin de cuestas, tanto el delirio como los impulsos estaban sujetos al eje de lo voluntario / involuntario.  

 A las exigencias de Antonio Mestre de que se le declarase peligroso y se le encerrase de por vida, Rodríguez respondió recordando que sería “extralimitarse” en sus funciones. Se defendía argumentando que en la demanda realizada a la Academia —se trata de las consultas que la Audiencia de La Habana y en general los tribunales hacían a los académicos en calidad de expertos, no se formuló la pregunta por la reclusión sino, exclusivamente, por el estado mental del individuo. Para Rodríguez, tratándose de una “monomanía instintiva” estaba implícito que “la cuestión se resolvería seguramente en la Casa de Orates”.

 A este criterio se sumó Luis Cowley, insistiendo en que el tribunal solo quería saber “si es loco y si lo estaba en el momento del acto”. Sin embargo, esta posición (digamos clásica y centrada de modo estricto en la responsabilidad penal como referencia), resultó inmediatamente impugnada por José Rocamora quien, en apoyo de Mestre, se cuestiona si acaso no era necesario que “una vez dado el alta o curado el sujeto, la sociedad esté sobre aviso”.

 El debate, aunque anclado en la Academia y en su intercambio con los tribunales, no era para nada ocioso y colocaba el asunto de modo preferente en la peligrosidad del sujeto y, por lo mismo, en función de cierta “defensa social”. Rodríguez intentó mantenerse en su posicionamiento, insistiendo, contra toda evidencia, en que “no nos está encargada la seguridad pública, ni debemos arrogarnos una responsabilidad ajena”, pero fueron cada vez los académicos que se sumaron a la petición de añadir el calificativo de “loco peligroso”.

 Por último, e intentando suavizar el debate (al verse contra las cuerdas, Rodríguez llegó a acusar a sus colegas de imponer el terror), una sensata intervención de Cowley sirvió para zanjar la polémica con solo formular ante los presentes, con cierto énfasis, algo ya dicho: “Señores, ¿qué mejor garantía que la casa de locos?”

 En efecto, se traba de eso; pero también, como puede apreciarse, de un desencuentro de primera importancia para la psiquiatría de la época, sin duda de mayor calado que continuar o no empleando la categoría de monomanía; un desencuentro, a saber, entre la noción jurídica de responsabilidad según la cual se seguía planteando, como cuestión principal, el grado de locura o libertad del individuo; y aquella otra que, a partir de ahora, plantea el grado de peligrosidad que determinados e incluso cualquier individuo supone para la sociedad.

 En una dirección aproximada irá la exposición que, bajo el título “De la locura hereditaria”, presentará Emiliano Núñez de Villavicencio en abril de 1876. En la misma, aseguraba que “en el estado actual de la ciencia la creación del grupo de las locuras hereditarias está perfectamente legitimada”. Excelente y actualizado resumen de las nuevas tendencias dominantes en la psiquiatría francesa, Núñez aludía de paso a la enajenación del joven Acosta y Cárdenas como ejemplo de locura hereditaria y de proclividad criminal.

 A este discurso, respondió Tomás Plasencia criticando abiertamente la teoría degeneracionista de Morel, a la que califica de “lata e insostenible”. Según su experiencia en el asilo de locos, a la que apela de nuevo como en la intervención sobre la monomanía, no había encontrado “ningún carácter específico en la locura hereditaria”, mientras que en cambio abundaban los trastornos derivados del influjo de las bebidas alcohólicas y de otras causas ambientales, “no estando siempre el alienado bajo la fatal ley de la herencia”.

 Sin embargo, aunque la posición de Plasencia pudiera interpretarse como progresista, al señalar factores no hereditarios y pretender escapar del determinismo que comenzaba a imponerse, en realidad no lo era necesariamente. Entre médicos cuyo bagaje se sostenía sobre todo en la experiencia práctica, no fue infrecuente dicha posición, imponiéndose a la postre las ideas entonces emergentes. Y es que, no obstante su devenir conservador, con lo que implicará de sustento a la Eugenia y al racismo de Estado, el degeneracionismo irrumpe en sus inicios como un intento sin precedentes, encaminado a encontrar soluciones efectivas a fenómenos en definitiva sociales como la pobreza y la enfermedad. Pese al biologismo de fondo, pero también en virtud suya, se esbozó desde una tradición de izquierda a veces claramente socialista, y no puede asegurarse que su evolución rápidamente conservadora, se inscriba en un solo campo político. Al menos al principio —y en este marco en particular— el progresismo no dependía de estar a favor o en contra de lo hereditario.

 Un año más tarde, Emiliano Núñez de Villavicencio expone su “Discurso acerca de las localizaciones cerebrales y la locura instintiva”. Asistimos aquí a una extensión del debate alrededor del asesino del Conde de San Fernando, motivado esta vez por un informe de Mario García Rijo, quien se mostraba a favor del diagnóstico esgrimido por Felipe F. Rodríguez y ponía en duda la teoría localizacionista del cerebro, recién reformulada tras los descubrimientos de Paul Broca sobre la afasia motora. Ante ello, varios miembros de la Academia —además de Núñez, Antonio W. Reyes Zamora y Antonio Mestre— lo acusan de sostener criterios fisioanatómicos ya vencidos (“de la época de Flourens”) y de utilizar categorías nosológicas todavía próximas a Esquirol, aun cuando García Rijo también aplicaba al asesino el diagnóstico (más ajustado) de “locura de doble forma”.

 En su intervención, Núñez respondió a García Rijo expresándole que todo París aceptaba sin reparos los últimos hallazgos de Broca y que hacía, además, un mal uso del concepto “doble forma” acuñado por Baillarger. Apoyándose en Morel y en Moreau de Tours, insiste en la condición hereditaria de la patología del asesino y, no solo ello, también en su carácter impredecible, según el cual lo mismo podía manifestarse de modo patente que permanecer como una predisposición, citando al efecto las consideraciones de Henri  Legrand du Saulle.

 Lo que se ventilaba, pues, no era tanto las diferentes definiciones de “locura impulsiva”, o meramente la cuestión de unos límites diagnósticos, como ese punto de corte epistémico que supuso, con la entrada en escena del degeneracionismo, ligar lo instintivo a lo hereditario. En este sentido, mientras Rodríguez y García Rijo se mueven en una órbita ciertamente próxima a Esquirol y a sus seguidores; Núñez, Reyes Zamora y Mestre optan, en cambio, por una visión etiología (es esto, causal) que remite el instinto a una condición innata capaz de trasmitirse de una a otra generación, de degradar a formas cada vez más mórbidas e incontrolables, y de persistir no obstante oculta, en muchos casos, pudiendo manifestarse como acceso de locura o como acto criminal.

 Si bien es cierto que la noción de instinto —sobre la cual se perfila la de la anomalía y, en consecuencia, la de anormales, y cuya referencia inicial era la ley como condición externa al sujeto y no su violación involuntaria e interna— emergió biologizada desde la década de 1830, también lo es que solo ahora, con la sujeción de la psiquiatría a una “concepción total” de carácter dinámico y evolutivo, se la anuda definitivamente a lo hereditario. Por otra parte, con los hallazgos de Broca y el auge del localizacionismo, la anatomía patológica recupera en parte su fundamento, por lo que, otra vez y con nuevo ahínco, habría de buscarse en el cerebro (en sus lesiones, pero también en su peso y configuración) las marcas probables del comportamiento “anormal”.

 Todavía en 1883 se mantenía en circulación el caso de Agustín Acosta y Cárdenas, asesino del Conde de San Fernando, quien por entonces llevaba ocho años de reclusión en la Casa General de Dementes. A una petición que la Audiencia de La Habana dirige a la Academia de Ciencias Médicas a fin de conocer su estado mental, responde Tomás Plasencia en su informe “Enajenación mental”, en el que, después de recordar el diagnóstico emitido de “locura impulsiva”, expresa que en 1882 una junta de profesores había declarado por unanimidad “que Acosta estaba en el completo y normal goce de sus facultades intelectuales y afectivas”, pero siempre que se consignara que, por sus antecedentes hereditarios, permanecía expuesto a contraer una “mentopatía”, sobre todo en caso que “las circunstancias que le rodean sean favorables al desarrollo de la afección”.

 De este modo, y según se desprende de los comentarios de Plasencia, Acosta y Cárdenas habría de permanecer recluido en el manicomio, pues “los mismos profesores que aseveran su curación temen con razón que el ataque se reproduzca”, no habiendo sanado así asevera el autor, escudándose en aquel dictamen— “de su diátesis vesánica”.

 Por lo tanto, Plasencia, que había negado la doctrina de Morel por “lata e insostenible”, no solo no se opone a esa condición hereditaria que perpetúa al sujeto en tanto enfermo, sino que incluso la acepta al apelar al concepto de “diátesis”, la entonces emergente noción de “estado” —entiéndase latencia o predisposición-, otra de las invenciones del degeneracionismo. Plasencia remite a los antecedentes del individuo (esto es, al rastreo evolutivo de sus pulsiones) cuando afirma que, ya en 1863, una década antes del crimen, había estado “sufriendo de enajenación mental”.

 En fin, curación no significa entonces —como tampoco ahora— sanidad. Una vez cometido un acto criminal, o inscrito un episodio cualquiera de locura, no desaparece el peligro del retorno: un fondo instintivo, monstruoso, puede aflorar en cualquier momento.

 Cómo ocurrió el crimen y qué otras motivaciones obraron en el criminal puede inferirse a partir de informe del propio Rodríguez, es decir, del resumen publicado en los Anales de la Academia. Pero asimismo, siguiendo diversas referencias de época, entre ellas la crónica del suceso y otro “caso clínico” de resonancia: el de su hermano Manuel Acosta y Cárdenas, también declarado “loco peligroso” y que terminó ahorcándose en su domicilio.

 Al parecer, procedían de una familia en otro tiempo adinerada, una rama de la cual vino a menos desde comienzos del siglo XIX. Además de los hermanos, otros familiares eran tildados de locos y, en este sentido, sus respectivas historias vienen a calzar las ideas psiquiátricas dominantes. Nacidos en la década de 1840, conocieron la impotencia del padre y, todo indica, el drama de alguna hermana, que bien pudo sostener con el Conde relaciones de diverso género. A la alusión de que éste no habría “llevado a su hermana al altar” como génesis del delirio de honra y venganza que obsesiona al criminal, habría que añadir la referencia de que eran vecinos y que el crimen ocurrió en respuesta a disgustos de larga data. Se suma que, como apunta Rodríguez en su informe, Acosta y Cárdenas “confiesa querer entrañablemente al Conde”, pero que como no puede refrenar sus ideas e impulsos, lo comunica a varias personas “como para que lo eviten”, declarando que no quería que “muriese de la herida, sino que hubiera padecido de ella, sirviéndole así de útil escarmiento”.

 Debió haber de fondo, pues, un dilema de vecindad que apunta a un estilo de vida y al modo como el resentimiento y, claro que la enfermedad mental, atrapan a una familia venida a menos con probables lazos de sangre. Sin embargo, la carencia de testimonios y en general de información al margen de la médica, impiden arriesgar una tesis algo más jugosa sobre los conflictos e identidad del homicida.  

 Su hermano Ángel, por su parte, conmocionado por los problemas familiares, se disparó con un revólver a la sien derecha el 6 de agosto de 1875. Tras cuarenta y ocho horas, recuperó la conciencia y salió de un estado confusional sin lesiones motoras ni alteraciones aparentes del lenguaje y la memoria. Al cabo de cuarenta días logró incorporarse a su trabajo en los ferrocarriles de La Habana.

 Sin embargo, pronto comenzó a presentar desánimo, obsesiones y delirios. Algún médico lo diagnostica de “monomanía homicida y suicida con impulsos irresistibles”, y lo declara peligroso sugiriendo su internamiento en Mazorra. En ocasiones pedía que lo ataran para resistir sus impulsiones, mayormente dirigidas contra familiares y, en particular, contra su padre. Esta lucha de sujeto contra sus instintos, en la base de las principales descripciones de la “locura impulsiva”, también fue señalada a propósito de Agustín y constituye el hilo conductor que emparenta, tanto en el plano evolutivo como en el predictivo, el sustrato hereditario esgrimido en ambos casos.

 En la madrugada del 28 de diciembre de 1876, Ángel se colgó de la ventana de su habitación “con una tira de lienzo que sacó de una de sus sábanas”. Dejó escrita esta carta de despedida:

Completamente desencantado de la vida y agobiado por mis enfermedades, he determinado poner fin a mi existencia. Cariñosos recuerdos a mi madre a quien siempre he considerado como una santa, para mi padre, hermanos y hermanas, Panchitín, al Dr. García y a seña Pepa. Que mi entierro sea tan triste como mi muerte. Que solamente acompañen mi cadáver al cementerio mis tres amigos Juan y Rafael Vals y Juan Peña. Que mi familia no permita por ningún concepto que persona extraña suba a ver o curiosear mi cadáver.

                                                                      Ángel Acosta y Cárdenas

 La autopsia arrojó, entre otras lesiones, una notable pérdida de sustancia cerebral en el lóbulo frontal izquierdo, y durante la misma se le extrajo un proyectil de siete milímetros cuya trayectoria desde el lóbulo derecho podía seguirse perfectamente. El caso promovió el asombro de los médicos y un sugerente debate –acoplado igualmente a los descubrimientos sobre las funciones nerviosas superiores y sus respectivas localizaciones, esto es, en base a la teoría localizacionista en boga— en el que trataron de explicarse no sin caer en uno y otro desacuerdos, los motivos por los cuales conservaba intactas sus facultades intelectuales. 

 ¿Cuál fue el final de Agustín Acosta y Cárdenas?  ¿Murió o no en Mazorra? 

 En cuanto al Conde de San Fernando, Juan Crisóstomo Tomás de Peñalver y de Peñalver, había nacido en La Habana en 1818 y estaba en posición de su título de III Conde desde 1839. Fue Consejero de Administración Civil, Alcalde ordinario del Ayuntamiento de La Habana, Gobernador Político de la Isla de Cuba, Caballero de la Orden de Alcántara y Gentilhombre de Cámara del Monarca. Por varias generaciones, los Peñalver ocuparon altos cargos en la jerarquía colonial, detentando elevadas cuotas de poder / saber. Diez de sus miembros pertenecieron a la Sociedad Económica de Amigos del País. Y entre los vínculos de sangre, cabe mencionar los que les unen a las siguientes familias: Cárdenas, Casa Calvo, Arango, Santa Cruz, entre otras. Situada en San Ignacio 2, la casona del Conde es hoy el Centro Wilfredo Lam.

 En la crónica del suceso publicada en el Diario de la Marina el 25 de noviembre de 1873, se apunta a una hora muy temprana como para regresar a casa después de oír misa en la Catedral: siete y media de la mañana. Según esta versión, víctima y victimario salen juntos del templo y, una vez en la calle, el joven esgrime el arma homicida. Todo ocurre delante de los ojos de un ordenanza que no alcanza a impedir el golpe mortal, uno solo, una puñalada que alcanza el corazón. Corre tras él, eso sí, y logra detenerlo con ayuda de otros vigilantes. El Conde todavía da tres pasos para caer exánime en brazos de sus criados, echando sangre a borbotones, no lejos del cuchillo y de su propio bastón. Todo indica, más bien, que lo han matado delante de su casa, tan pronto como puso un pie fuera. 


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