Pedro Marqués
de Armas
A fuerza de tantos
relatos turísticos como le preceden, ya en 1868 el Jardín del Obispo aparece en una guía de viaje
en toda regla: The Stranger in the
Tropics, donde se lo anuncia con las rutas y los precios del trasporte, y en
tanto uno de esos sitios que no debían dejar de visitarse.
Más abundante
es la imagen de Emilio Soulere, escritor español que viviera largos años en La
Habana, y quien en su romanticona nouvelle El
marido de Margarita (1887) daba cuenta de las fiestas que allí organizaba el
Conde de Peñalver hacia mediados del siglo XIX. Dejó Soulere esta detallada
narración:
“Conozco los
trópicos y su flora exuberante, pero en ninguna parte he visto árboles tan
magníficos como en la isla de Cuba: ni en la Florida, ni en Indo-China, ni en
el archipiélago filipino, ni en la célebre isla de Ceilán, paraíso de Budha,
hay nada que pueda rivalizar con las selvas cubanas. El buen obispo Espada lo
sabía, sin duda, y plantó cuidadosamente aquellas calles de árboles, que fueron
la delicia de mis paseos durante los mejores años de mi vida. Veíase, primero,
una alameda de mangos; luego venía otra de álamos blancos; después la
majestuosa calle de palmas reales; más allá la de almendros, con sus grandes
hojas verdes y encarnadas; más lejos todavía, otra de ceibas, y, finalmente, la
de naranjos agrios, encanto de la vista y voluptuoso perfume del ambiente, que
desde las blancas flores llegaba hasta nosotros en movibles y sutiles oleadas”.
En fin, un
paraíso tropical que sólo la especulación urbanística acabará sepultando, tras
asistir a un prolongado declive.
Nostálgico
por excelencia, a comienzos del siglo XX un Ramón Meza ya más ligado al pasado
que a su literatura, lo recuerda. Para Meza se trata de la más célebre de todas
esas fastuosas quintas que alguna vez se alzaron en el Cerro y demás barrios
periféricos. Una exaltación que tropieza a cada paso con la misma pregunta de
la Bremen, pero ahora en un contexto moderno que exige no sólo cambios
urbanísticos, sino también civiles y de convivencia, y ante cuyas tensiones el
pasado se torna un valor inflacionario.
El cronista
señala con añoranza los viejos tiempos cuando el propio Obispo ahuyentaba a los
pilluelos que se robaban las frutas, gritándoles: “¡comer, pero dejar para los
que vienen detrás!”.
De estas
correrías nos habla también José Victoriano Betancourt a través de su personaje
Chuco Matalobos, regalando este excelente cuadro:
“Tenía ocho o diez cicatrices
en la cabeza, recuerdo de otras tantas pedradas recibidas guerreando en la
garita de San José; pasaba a nado de la Puntilla a Casa Blanca; estaba suscrito
en el matadero para ir a pinchar las reses destinadas al consumo; era el jefe
de la expedición de mi barrio para ir a robar mangos los domingos a la quinta
del Obispo y para los ataques nocturnos a las negras que vendían vaca y bollos
en la plaza del Cristo.”
Famosa además
por usos tan diversos como ascensiones de aeronautas, retiro de pintores, o por
las ferias que solían celebrarse durante las temporadas de Teatro y de
Máscaras, menos conocidos resultan, sin embargo, los duelos a muerte que se efectuaban allí entre los caballeros de entonces.
Ya hacia 1870
la Quinta del Obispo era un sitio prácticamente abandonado… Y aunque desde
siempre fue lugar favorito para paseos consentidos, ahora es refugio
para amantes de paso, si es que no le fue siempre. A fines de siglo se
convierte en madriguera de mendigos y se suceden los casos de crímenes y, ya
durante la guerra, sirve de emplazamiento para los reconcentrados.
III
El jardín al
que se dirigen Barnard y compañía se articula, pues, como un mito. Se podría
decir, también, como sinécdoque y a la vez coartada de lo que era Cuba. Y es
que a ojos de muchos se trata, sin más, de la encarnación del Gan-Edén.
Así lo llamo
tempranamente el influyente periodista norteamericano William Hurlbert,
aplicándole el mismo apelativo con que titulara su libro a la viaje a la Isla (Gan-Eden: Or, Pictures of Cuba, 1854), y
siguiendo, de este modo, esa versión judía de “jardín de las delicias” según la cual el más allá se
presenta como una entidad cuasi terrenal; es decir, un paraíso hecho de tierra
y sueños, “con sus quinientas mil variedades de frutas diferentes en sabor y
apariencia”.
De estos
pequeños edenes está lleno el siglo XIX cubano, a veces nombres verídicos de
fincas cafetaleras, y siempre, ornamento de espacios cuyos horrores se
encubrían solos, en virtud de ciertos códigos visuales, anclados en maneras de
percibir sólidamente preconcebidas. Una coartada de mérito, a fin de cuentas.
Para el
viajero que se desplaza a los trópicos a reponer su salud y a cuyo corazón toca
de cerca, o de soslayo, el espectáculo de la esclavitud, nada mejor que esas
dispensadoras avenidas de árboles que conducen al interior de la hospitalidad
criolla y resultan como un rito de paso, como una entrada anticipada en la otra
vida. En Cuba for Invalids, Robert W.
Gibbess lo expresa con total claridad en versos que le sirven al autor como
exergo, cuando afirma que, de todos los trajes que tendría el Edén, el de la
vecina colonia podría ser el más espléndido:
“Llanuras con verdes colinas le adornan
Al igual que
las joyas de una diadema…”
A lo que añade, en ese registro pragmático
cargado de posesiva visualidad que preside al creciente espíritu de
acercamiento a las bondades cubanas: “España sería liberada de una pesada carga
por su venta, mientras que podríamos triplicar sus producciones en unos pocos
años, y hacer de la toda la isla un perfecto jardín”. Al enunciado de Gibbes no
sólo lo acompaña un proyecto expansivo político, sino también visual,
encrucijada donde la fotografía, el turismo, el informe técnico o comercial, y
la agenda propiamente intervencionista, se entretejen a ras de deseos no
menos que de realidades (...)
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