Regino Martín
He aquí el avión que usó en 1913,
Domingo Rosillo, para ejecutar su formidable salto de Key West a La Habana.
La semana pasada rindió Cuba el
último homenaje a Domingo Rosillo, el primer aviador que voló de los Estados
Unidos a Cuba, en la época heroica de la aviación, cuando los pioneros se
jugaban la vida en frágiles aparatos inestables para establecer
"records" cada vez más audaces.
Cuarenta y cuatro años después de
realizado su histórico vuelo Cayo Hueso-Habana, dejó de existir Domingo
Rosillo, pionero cubano de la aviación civil universal.
La hazaña de nuestro compatriota,
asombro del mundo civilizado de su época, puede ser relativamente comparada con
la que realizó años más tarde otro grande de la aviación, el piloto
norteamericano Charles Lindbergh.
Millares de cubanos y
norte-americanos dan ahora, en unos cuantos minutos, a bordo de poderosos
aviones modernísimos, equipados con radar, el salto hasta Cayo Hueso y Miami.
Millones de hombres y mujeres en toda la tierra salvan enormes distancias en
transportes aéreos amplios, confortables, alegres y seguros... Van de un
continente a otro, de Nueva York a Londres o de Río de Janeiro a París, en unas
horas.
Para esos viajeros del aire, si no
se detienen un instante a meditar sobre el suceso, tal vez carezca de mayor
importancia el formidable vuelo de Domingo Rosillo. Sin embargo, medio siglo
atrás, meterse dentro de un aparato de la época (algo así como una chiringa
comparada con un "Constelation" de nuestros días), lanzarse por una ruta
de nubes nunca transitada antes por otro mortal, parecía -y lo era- a los ojos
de los expertos y de los profanos, una hazaña capaz de perpetuar en la memoria
de la humanidad el nombre de quien la ejecutase.
Como dijo nuestro compañero J.
Isern, en un magnífico reportaje acerca de Rosillo publicado en Carteles hace años, "los aparatos
de la época no eran otra cosa que papalotes a bolina y los pilotos tenían que
guiarse, cuando perdían de vista la tierra, por medio de una brújula no mucho
mejor que la primitiva aguja de marear obtenida por nuestros antepasados de los
orientales".
Cuatro años antes que Rosillo, un
piloto canadiense de mucha fama entonces, intentó dar el salto de Cayo Hueso a
La Habana, pero fracasó en la heroica empresa. Doce millas mar adentro,
justamente frente al Morro de nuestra ciudad, cayó el esforzado y glorioso J.
A. MacCurdy, que así se nombraba ese audaz aviador.
Salvó su vida por puro milagro y
perdió la suma de cinco mil pesos, que era la recompensa ofrecida por el
director de un periódico norteamericano a quien ejecutase con éxito la
temeraria travesía.
Cuba contaba, tres años más tarde,
con dos excelentes pilotos: Agustín Parlá y Domingo Rosillo, este último nacido
en el mes de octubre de 1878 y graduado en Francia, en igual mes, del año 1912.
En Cayo Hueso.-
Resuelto a intentar el salto, que
muchos estimaban entonces, con razón, empresa, de locos o suicidas, Domingo
Rosillo se trasladó al Cayo y llegó allí casi sin anunciarse. Voló y a partir
de ese momento despertó el entusiasmo de cubanos y norteamericanos.
"Sin embargo", decía un
periódico de aquellos días, "se oye el ruido que produce la llegada de
Agustín Parlá, el cual no viene precedido de fama como aviador, pero es hijo de
un antiguo emigrado muy conocido en el Cayo; se le considera capaz de realizar
la hazaña; trae, además, una máquina flamante, y se alborota el Peñón aunque la
mayoría sigue leal a Rosillo".
En realidad, Rosillo y Parlá se
disputaban una bolsa de diez mil dólares en el histórico vuelo, que ofrecía la
empresa Curtis.
Parlá fracasó en su esfuerzo y
trató de suicidarse, cuando el representante de la compañía en el Cayo le cerró
los motores y se echó las llaves en los bolsillos.
“-Parlá -contaba ese maestro de la
crónica que fue Víctor Muñoz- se abrió el chaleco, extrajo el revólver y gritó: ¡O me dejan volar o me vuelo la tapa de los sesos!"
“-Un hermano -sigue contando Víctor
Muñoz-, Deogracias Parlá, y un amigo, le impidieron llevar a cabo su designio.
No obstante, Parlá rastrilló el
revólver y salió un disparo que no hirió a nadie. Parlá insistió y voló, pero
"la brisa no permitió que se levantara más de cien metros y después de
volar dos millas aterrizó, desistiendo".
Esto ocurría en un lugar al sur del
histórico Cayo de Martí. En otro lugar distante, el destino llamaba a Domingo
Rosillo a la inmortalidad. El despegaba con su increíble papalote y llegaba dos
horas después a las costas de nuestra bella ínsula.
Previamente, según contó Isern,
siguiendo el testimonio de cronistas contemporáneos, las apuestas no se hicieron
esperar. Uno -dice- el más optimista de todos, juega mil pesos a que los dos
(Parlá y Rosillo) logran realizar el viaje. Un cubano y un norteamericano
conciertan una apuesta singular: si el norteamericano pierde pagará un picnic
que habrá de terminar necesariamente en una rumba.
Pero se juega algo más que dinero,
en la inusitada competencia. Un católico y un protestante se comprometen si
pierden: el católico a leer la Biblia durante quince días; el protestante, en
cambio, si no tiene suerte, oirá siete misas de rodillas.
Dos cubanos, cuyos nombres no
revelan las crónicas, acordaron que el simpatizante del aviador que llegara
primero a La Habana asistiría a los festejos del 20 de mayo corriendo todos los
gastos por cuenta de su adversario, el cual tendría que quedarse en el Cayo por
todo el tiempo que duren los festejos en la capital cubana.
La hélice.-
Rosillo necesitaba una hélice para
su avión; mejor dicho, para su papalote, y ésta le había sido enviada por la
casa Moissant, vía Japón, desde Francia. Tenía, pues, que atravesar todo el
Pacífico, antes de arribar a las costas occidentales de los Estados Unidos. Y
desde allí, atravesar todo el continente norteamericano, en ferrocarril, hasta
Miami y luego desde Miami al Cayo.
Era, pues, un viaje fabuloso el que
debía rendir la indispensable hélice francesa. Pero surgió de pronto en La
Habana un "señor Estrada", que tenía una hélice disponible y se
decide en el acto comprársela. Hacen falta, sin embargo, nada menos que
doscientos sesenta pesos para adquirirla. Aparecen. Se compra. Se le factura
-en La Habana como equipaje, para evitar problemas aduaneros y se le envía a La
Florida. Allí espera, ansioso, desesperado casi, Domingo Rosillo.
Es la víspera del histórico salto
en el espacio. En la capital de Cuba, en toda la isla, hay júbilo, ansiedad,
expectación. También en el Cayo, en La Florida, en todas partes de la tierra.
¿Lograrán los audaces aviadores cubanos abrir la ruta de los aviones
comerciales del futuro? ¿Vencerán la barrera del agua?
De Cayo Hueso, tan unido a Cuba por
lazos de historia, viene en el minuto preciso, una noticia sensacional. Ha
llegado también la hélice francesa. Ahora Rosillo tiene dos hélices para su
hazaña. Pero una, la enviada por Moissant, no sirve. Es demasiado grande. El
público espera lo peor. Por eso, cuando el mecánico francés Dehón, coloca la
otra en su sitio y declara solemnemente que estaba perfecta, ruge en vitores la
muchedumbre. El júbilo es enorme. Muchos cubanos residentes en el Cayo, se
ofrecen de voluntarios para montar guardia en el hangar para cuidar, durante la
noche, la inapreciable joya.
Esta fotografía es de lo época en
que Rosillo cursaba estudios en Francia bajo la dirección de Vedrines y Louis
Bleriot.
La partida.-
Es el amanecer del día 17 de mayo
de 1913. El tiempo es magnífico, pero sopla alguna brisa. Los buques
norteamericanos "Peoria" y "Yamalkraw" están listos para
prestar auxilio a los aviadores cubanos, si es necesario. Están apostados en la
ruta que seguirán los osados aeronautas criollos. El gobierno cubano ha
dispuesto que los cañoneros "Patria", "Hatuey" y "24
de Febrero" (toda la flota de guerra de la nación), cubran las distancias
de 45, 30 y 15 millas rumbo al norte.
El legendario Morro de La Habana,
recibe instrucciones. Deberá izar un gallardete rojo tan pronto uno de los
aviones se lance al espacio, azul si el vuelo era suspendido y carmelita tan
pronto fuese avistado uno de los aparatos. Al salir el aviador de Cayo Hueso,
la Cabaña dispararía dos salvas, si era Rosillo y tres si era Agustín Parlá.
En el campo de aviación del Cayo
estaban el Cónsul de Cuba, las autoridades norteamericanas y centenares de
compatriotas de Rosillo, que acudieron a darle ánimo. Algo similar ocurre con
Parlá en otro sitio.
Aparece el aviador y es recibido
con vítores. Trae puestos espejuelos, sin cristales. Trepa al avión -un
artefacto de telas y cordeles-, comienza a andar trabajosamente el motor y por
último arranca la enorme hélice. Poco a poco, Rosillo va aflojando los frenos
del aparato y éste empieza a moverse, a deslizarse sobre el campo. Por fin,
despega en medio de la gritería de los cubanos y los aplausos norteamericanos y
gana altura. Pasan algunos minutos. La fuerte brisa hace vacilar la nave. Hay
angustia en todos los rostros; todos los corazones laten apresuradamente.
¿Logrará ganar altura suficiente a pesar del brisote? Sí. Poco a poco, gana
altura. Se eleva. Se eleva. El avión despegó exactamente a las 5.32 de la madrugada.
Son ahora las 5.39. Han pasado siete minutos terribles, inolvidables, de
suspenso y es cuando, raudo, veloz, cruza por San Key y se reporta abatido
"por el viento de costado" el rudimentario aparato que lleva en sus
entrañas a Domingo Rosillo.
Sigue el vuelo zigzagueante. A las
7.15 de la mañana pasa Rosillo sobre el buque cubano "Hatuey", que
comunica su situación a La Habana; a las 7.19, el "Hatuey" comunica
que ya lo ha perdido de vista; a las 8.18 aterriza en Columbia. Un instante y
sale de la "cabina" un hombrecillo enjuto y la multitud se abalanza
sobre él para cargarlo en hombros. Sale del campo militar. Se dirige al
Malecón. Miles y miles de cubanos están allí también, esperándolo. Entre ellos,
Alfredo Zayas, a la sazón vicepresidente de la República.
¡Nunca trabajó tanto Dios como hoy!
-comentó el "Chino Viejo" que era un delicado poeta.
El Malecón -dirían los cronistas
del minuto glorioso- jamás había visto tanta gente reunida en sus aceras de
cemento.
En una casa de socorro de la ciudad
-refieren los reportes policíacos- moría un hombre a causa de un colapso
producido por la emoción de la noticia: Domingo Rosillo, después de atravesar
el canal de La Florida en su avión, había pisado tierra cubana.
Los periódicos, desde luego, registraron
la hazaña. Uno dijo: "Llegó a La Habana, mirando a la muerte cara a cara,
porque su máquina no tenía flotadores, y sin haber divisado en el trayecto más
embarcación que el "Hatuey" desde que dejó atrás al
"Peoria", a veinticuatro millas de Cayo Hueso".
Otro: "El viento le daba de
costado, haciéndole consumir más gasolina de la que calculó y mientras su
indicador le decía que se iba acabando, recorría con la vista el inmenso
espacio azul sin distinguir algo que sirviera para impedirle entrar en el mundo
de lo desconocido".
Víctor Muñoz, al día siguiente:
"Los hombres, la humanidad, debe sentirse orgullosa al reconocer el
triunfo del hombre en una lucha así, como esta de ayer, en la que no tiene más
armas que la propia energía, luchando contra un elemento traidor y teniendo
debajo, grande, tan grande como el radio de su vista, como el de su
imaginación, otro elemento más francamente hostil. Rosillo es un hombre
reducido de cuerpo, pero grande de espíritu".
Lo que dijo Rosillo.-
En distintas oportunidades, durante
su larga vida, Domingo Rosillo contó a la prensa las impresiones de su arriesgado
vuelo Cayo Hueso-La Habana.
Ahora que acaba de morir, para
dolor de todos los cubanos, vale la pena repetir las palabras del héroe:
“Pocas veces en el transcurso de
una vida -dijo- se libra bajo un cráneo la horrible batalla que en el mío se
formó la memorable fecha del 17 de mayo de 1913, en que gracias a Dios y al
excelente motor "Gnome" que ligero y sólido llevaba, pude batirme cara
a cara con la muerte y salir triunfante.
Aquella gloriosa mañana, viví diez
años, en las dos horas, 30 minutos y 44 segundos, que duró el recorrido. Antes
de emprender el vuelo ¡cuántas encontradas ideas se agolpaban en mi cerebro!
Llegó el momento supremo de lanzar
mi avión ante aquella inmensa multitud de queridos compatriotas, y me dije: A
disputar la gloria para nuestra amada Cuba.
Avisé a nuestro apreciado Agustín
Parlá, que yo me disponía a partir; y confiaba que él también pudiera, triunfante,
surcar las olas y remontarse. ¡Qué sublime hubiera sido que los dos, al mismo
tiempo, hubiéramos llegado a esta hermosa Habana!”
Carteles, 15 de
Diciembre de 1957.
Tomado de www.guije.com
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