Pedro Marqués de Armas
I
Es una de las pocas escenas exteriores de
carácter galante que nos regala la fotografía en la Cuba del siglo XIX; y a la
vez, de modo menos obvio, una de las más agazapadamente técnicas. No se encuentran
otras así y menos un primer plano tan próximo para la época, resueltamente construido y con tal calidad de
detalles.
Escena, sí; no cabe otro término. Sobre uno de
los famosos cactus gigantes de la Quinta del Obispo (tan citados por los viajeros,
los cactus y la quinta), alguien acaba de sentarse y permanece atento, expectante;
el cuerpo ladeado, y la mano izquierda aferrada al tronco, indican que apenas
se sostiene en lo que el asistente acaba su prolongada operación… Ver, por
ejemplo, los dedos: rasgan la corteza, casi como si a última hora se hubiesen
vuelto espinas, integrados por obra y gracia del “instante” al objeto que en
principio se intenta mostrar.
El hombre es gordo, eso parece, y lleva además
gorra, bigote y perilla, resaltando un brazo desnudo; en ello tan diferente a
los dos sujetos del fondo, firmes a cada lado de un arbusto mucho más pequeño. Si
estos últimos son, sin dudas, los ayudantes cubanos de fotógrafo -sus guías y de paso los
personajes locales de la escena, donde no constituyen un mero ornamento, pues se
comportan como marcadores para evidenciar proporciones y distancias-; aquel sería muy
probablemente el propio fotógrafo, es decir el mismísimo George Barnard formando
parte de la escena.
Cabe también preguntarse, ¿quiénes serían los
que se besan bajo el cactus y que, a pesar de aportar el condimento denodadamente
galante (o si se prefiere, festivo) quedan un tanto opacados en el inusual
conjunto? Difícil respuesta; pero, en cualquier caso, estos agazapados -la intención es también
técnica- tampoco visten a la
usanza cubana y lo que es más: no han tenido siquiera el cuidado de descubrir sus
cabezas. Que el beso no pueda ser otra cosa que pose, está bien; pero que la
pareja no haya tenido ese detalle, la delata. Son probablemente turistas, como
lo sería también el hombre encaramado al cactus, sea o no el fotógrafo. Forman,
pues, una comitiva y representan un papel que no podía ser más apropiado.
II
En sus inicios finca de recreo del Obispo
Espada, cuando Barnard la registra a comienzos de 1860 ya el jardín había perdido
parte de su esplendor, aunque seguía siendo sitio obligado para cualquier
visitante. Contaba con calles flanqueadas por frondosos árboles, sobre todo mangos,
que cubrían con sus sombras pequeños parques, fuentes y estatuas de estilo neoclásico.
Había también cocoteros, bambúes y numerosas especies exóticas. Al recinto se
entraba desde la calle Tulipán, entonces corredor ornamentado de flores que conducía
a la antigua casa de Obispo, ahora en ruinas, luego que el huracán de 1846 la hubiera
devastado.
Pero veamos la Quinta a lo largo de tiempo,
aunque ello suponga un extenso rodeo; a fin de cuentas, toda realidad se ahogó
allí, entre su “lujuriante vegetación”, al tiempo que se iba construyendo una
de las metáforas que más entretuviera a los diversos viajeros, la de una Cuba
edénica, luego grata y, por último, claramente ambicionada, que parecía viajar
ella misma a través de sucesivos souvenires, mientras los viajeros se invitaban unos a otros…
Una de las referencias más tempranas es de la
de Humboldt, quien llama a la Quinta “paraje delicioso” y convida a visitar “sus
hileras de piñas y de otras plantas autóctonas”, instando a la importación de
nuevas y variadas especies. Hacia 1815, Etienne E. Massé admira sus avenidas de
mangos y se detiene a la vista de un caimán encerrado en un pequeño embalse. A la
escritora sueca Fedrika Bremen, por su parte, le sorprende una planta indígena:
el árbol del pan; y queda tan impresionada, que repite desde entonces sus
visitas: “Ayer y hoy brilló el sol todo el día y he paseado a mi gusto por los
jardines del Obispo bajo las palmas, la caña brava y multitud de bellos árboles
tropicales entre espléndidas y extrañas flores y mariposas.” El jardín le
revela “un auténtico sentimiento por la naturaleza” bajo el cual es posible
pensar “con entera libertad”. En uno de sus paseos, sin embargo, se le echan
encima dos negritos semidesnudos (a los que califica de “horrorosos”) y entonces
la pregunta por la esclavitud enturbia sus meditaciones, lo que resuelve
imaginando una Cuba toda edénica, cuando haya desaparecido la servidumbre.
De la misma época, es decir, de comienzos de
la década de 1850, es la descripción de Charles Rosemberg en su relato sobre la
visita de la actriz Jenny Lind: “Cientos de rosas custodian ambos lados del
camino. No puedo dar fe de que exista en los trópicos, ni siquiera en Egipto o
Argel, nada parecido a esa espléndida vegetación”. No menos encantada es la
imagen que aporta Jonathan S. Jenkins en 1859: “Una corriente de agua clara
sigue un curso serpenteante que más bien parece un cuento de hadas, y al borde
de la cual descienden amplios escalones de mármol mientras asoman inmensos lirios
casi al alcance de la mano”.
Son las mismas “rosas de agua de gran tamaño”,
fragantes y de color rosa que impresionan al poeta norteamericano William
Cullen Bryan, a quien disgusta sin embargo el exceso de simetrías, lo cuadrado
de los estanques y la rectitud de los canales; en tanto Julia Ward Howe apunta
a las estatuas mutiladas y al lastimoso aunque seductor aspecto de decadencia.
Un incógnito viajero, C.H.R, deja en cambio un
retrato nada halagador: la casa que encuentra no es más que ruina cubierta de
musgo y plantas parásitas, como también sus muros derruidos de piedra y estuco;
las avenidas están ahogadas por las malas hierbas y los embalses llenos de agua
estancada, y deshabitados, excepto por las ranas y por viscosos reptiles; los
puentes están cariados y las estatuas de mármol despedazadas y cubiertas con un
molde gangrenoso. Todo tiene, en fin, un aspecto de desolación y decadencia.
C.H.R sólo encuentra a una persona en aquel paraje: un solitario trabajador que
se dedicaba a cultivar verduras para el mercado de La Habana. Imagen ésta que
anticipa la de tantas haciendas destruidas al final de las guerras.
Esta devastación ya había sido tratada, pero
en tono humorístico, por George Carleston, quien dibujó diversas costumbres y
desastres de la vida cubana en su libro de caricaturas Our artist in Cuba, publicado en 1865. Dos de ellas están dedicadas
a la Quinta del Obispo. En la primera, una estatua sin brazos resulta
identificada como “alta cultura” y la acompaña un pie que reza: “alegre (pero
mutilada) muchacha de vetusto yeso de París”; en la segunda, Carleston se
parodia a sí mismo, en una supuesta expedición entomológica al jardín, en la
que de pronto es sorprendido por unos “vivaces especímenes”; con ojos bien
abiertos, el artista aparece encaramado a un cocotero mientras abajo acechan
unos cocodrilos boquiabiertos, dispuestos a zampárselo.
Sin embargo, por lo común la mirada se resiste
a la realidad y Samuel Hazard continúa, en Cuba
a pluma y lápiz, esa visión encantada, o al menos festiva, convidando a
presenciar “su soberbia avenida de mangos y los magníficos ejemplares de cactus”,
tan grandes y resistentes -nos
dice- “que sus ramas pueden
soportar a un hombre sentado en ellas”. Han transcurrido siete años entre la
fotografía en cuestión, y la visita de Hazard; pero ahí están los mismos cactus
y persiste lo que fuera sin dudas un consagrado ritual: subirse en aquellos
brazos flexibles y resistentes, vadeando las peligrosas espinas. También
excelente artista visual, Hazard ilustra este pasaje con un duplicado de la
instantánea de Barnard: un dibujo suyo del que han desaparecido los acompañantes
del fotógrafo, mientras la pareja deja (por fin) de besarse. Nada, pues, más
parecido a una sugerencia turística: caminar bajo los mangos, tenderse a la
sombra junto a las fuentes, y encaramarse en la monstruosa planta como en una
mecedora tropical.
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