El ómnibus avanza.
Las calles reverberan con la
luz y el calor.
La ciudad es un mundo de
espejos y de música.
Una mujer sube su enorme
cuerpo y trata de sentarse.
Un obrero acomoda su caja de
herramientas.
Una muchacha se queda en el
pasillo como una hermosa lámpara oscura.
Hace poco leía estos versos de Fayad Jamís en el contexto de una crítica al conversacionalismo y el prosaísmo que se instauraron en la poesía cubana desde principios de los años 60. Casi toda la crítica literaria hoy día parece coincidir en el criterio de que estas modalidades poéticas proveyeron a la poesía cubana de una retórica que pretendía dar dimensión estética a la vida cotidiana, entendida como proceso constructivo, como inversión del orden histórico, como salto cualitativo; en fin, como revolución. La palabra en el poema equivaldría a una extensión del discurso político, ése que apologetizaba a las masas como sujeto colectivo elegido, como protagonista de la epopeya. Si el poema venía a ser el reflejo de la estetización de la vida, entonces la palabra devenía instrumento para la vulgarización del poema.
Siempre que uso el término vulgarizar lo
hago entendiéndolo como el acto de masificación de cierto instrumento de la
cultura. En este caso, la masificación de la poesía no implica la proliferación
de poetas, ni siquiera la colectivización de la experiencia poética. En todo
caso se refiere a la poetización de la experiencia colectiva, con el
consiguiente efecto de popularización del texto por la apropiación de imágenes
y lenguajes de la cultura popular. De ahí siempre quedaría latente la
posibilidad de que el sujeto anónimo se encontrara a sí mismo (o a su reflejo
poético) en el poema.
Quisiera insistir en el término reflejo,
sobre todo a partir de sus implicaciones ilusorias, porque finalmente el
sujeto, e incluso la circunstancia histórica o el momento de lo real que se ven
reflejados en el texto aparecen siempre como idealizados, y en tal sentido,
como irrealizados, como imaginados. Más allá de la conexión retórica con la
ideología oficial en Cuba (y más allá de que en esta poesía todavía se pueden
encontrar valiosos ejemplos de literatura) me gustaría enfatizar el hecho de
que en estos textos, lo real aparece como iconográfico. El recurso de la
descripción, e incluso, el elemento narrativo (tan propio de este ejercicio de
prosaísmo) construyen imágenes fijas que tienen el estatismo del icono y que
aspiran a la estatura del símbolo. Simultáneamente, el deseo de reflejar lo
revolucionario lleva a la búsqueda de otras imágenes, que se desenvuelven
temporal y espacialmente, como partícipes de una secuencia cinematográfica. En
resumen, como en una cinta de cine, las imágenes fijas se van sucediendo y
constituyendo una trama de acoplamientos y montajes, que hacen percibir lo
sintáctico más como estructura de superposiciones y simultaneidades que como
estructura lineal. El poema es, entonces, un ejercicio de representación que
aspira a la visualización de lo real.
Durante mucho tiempo he tenido la
tentación de comparar la poesía cubana de las décadas de los sesentas y
setentas con la fotografía que se hizo en Cuba también por esas fechas. El
nivel iconológico del texto poético, su estructura cinematográfica y su
proposición de una realidad visible, son tres elementos primarios que inducen
de entrada a la analogía entre ambos medios. Por otra parte, el deseo de
realismo, el apego a lo cotidiano, el afán de reflejo, y el intento de
estetizar la vida, impregnando la imagen con matices épicos, son también
características comunes de la foto y la poesía cubanas de esa época. La
congruencia de estas propuestas con las normas derivadas de la política
cultural estatal es obvia. El carácter marcadamente icónico que también
adquiere el signo fotográfico propicia esa ambigua posición de la foto, entre
el deseo de indicar aspectos de la realidad y la dificultad para salir del
espacio de la imaginación, un conflicto muy similar al que enfrentó la poesía
“panfletaria” del momento.
El ómnibus avanza...
En su ensayo sobre “las transformaciones
de la norma poética en Cuba” Idalia Morejón Arnaiz dice que el poema citado de
Jamís, “...podría leerse en el momento de su escritura (octubre de 1963) como
la metáfora de la revolución en marcha, en cuyo interior (un espacio cerrado,
la isla) viajan individuos de todas las edades y clases sociales (...)
constituyéndose de tal modo en una de las figuras retóricas de la revolución
como motor, como ‘carro de la historia’ en perpetua marcha”. Afinando un
poco esa lectura, vería también el ómnibus como metáfora del espacio público,
un espacio que se hace imprescindible para entender y representar el
desenvolvimiento social de los sujetos durante el proceso revolucionario. En
ese espacio público que la poesía trata de revelar como contexto de lo estético
tanto como de lo histórico, la fotografía ha buscado su objeto consistentemente
durante varias décadas. Por otra parte, decididamente el ómnibus es una especie
de recipiente, un espacio de confluencias, más promiscuo que democrático, pero
en todo caso propicio para la superposición de momentos, lugares, sujetos y
objetos contradictorios. Ya sabemos cuán estimulante es esa contradicción en
términos estéticos. Funciona perfectamente para aludir a la dialéctica y a la historia,
pero también sirve de base para la construcción de la imagen moderna, e
incluso, de la imagen revolucionaria. La contradicción como efecto estético ha
sido consistentemente explotada durante toda la historia de la fotografía,
hasta el punto en que podemos considerarla una de las opciones más socorridas
del lenguaje fotográfico. Sin embargo, durante la época de más radical
documentalismo en la fotografía cubana no se llegó al abuso de ese recurso. Los
mejores ejemplos que recuerdo –y tal vez los más consistentes- se deben a la
obra que realizó Gory durante la década de 1980, probablemente lo más cercano a
lo que se me antoja llamar un “paradigma visual surrealista” dentro de la
fotografía cubana.
La ciudad es un mundo de
espejos...
Como sugiere el poema, la ciudad es un
espacio de reflejos, y éstos serán inevitablemente atractivos para el
fotógrafo. Dudo que exista un fotógrafo cuya mirada no haya sido atrapada por
esos reflejos que anteceden, anuncian y prevén lo fotográfico. Como un animal
que descubre a otro de su propio género, la cámara se acerca al espejo, atraída
por lo semejante. Las vidrieras son los espejos de la ciudad moderna. Deben ser
fotografiadas porque en ellas se resume, siempre de manera enigmática e
inconclusa, el carácter de la urbe. Pero también porque allí se expresa la
novedad del erotismo urbano: ese abrupto tránsito de lo privado a lo público,
de la vivencia a la fantasía, de la contemplación al consumo.
La Habana es una ciudad de escaparates y
ventanas abiertas. Una ciudad de vanos y de vanidades. Tanto exhibicionismo
siempre hace sospechar que hay algo que esconder. Tanta transparencia sugiere
un delirio de ubicuidad y de fuga. Si la imagen del ómnibus en el poema me
hacía pensar en la ciudad como el espacio de la utopía, la imagen del
escaparate en la foto, me obliga a sentirla como el espacio de la heterotopía.
Como el contexto de lo fantasmagórico y lo inverso, como un ámbito de
simulacros. El ómnibus podrá avanzar siempre hacia adelante, pero va hacia ninguna
parte. Sus pasajeros deberían ser presas de la incertidumbre, si no fuera por
su gozoso ensimismamiento. Fascinados, hipnotizados, giran en círculos en un
paisaje de espejos y de música.
Un albañil, una mecanógrafa,
un poeta, o, acaso, un comerciante…
El poema es básicamente un catálogo de
tipos sociales. En él aparecen los sujetos que supuestamente constituyen la
base social de la revolución. Hábilmente se censuran todos los que están “fuera
del juego”. El retrato colectivo de la sociedad revolucionaria se compone con
la “mujer de enorme cuerpo”, el obrero y su caja de herramientas, el anciano
que simboliza un conservadurismo relativamente inofensivo ante el cambio
histórico, el albañil, la mecanógrafa, el comerciante todavía merecedor de
sospechas, el poeta inevitable (puesto que refiere a la primera persona del
escritor) y la muchacha “como una hermosa lámpara oscura”.
Ese afán casi antropológico por catalogar
los tipos es imprescindible en una poesía que se basa en un sentido ecuménico
de la realidad social. Todos los personajes están en la misma jerarquía que el
poeta, con una sola excepción: el poeta observa.
El poeta como testigo, y la poesía como
testimonio, son modelos que van más allá de lo estrictamente literario. Al
menos en el contexto de una comparación entre poesía y fotografía, podemos
entenderlos como modelos visuales. El fotógrafo también se asume como testigo,
y su obra se acepta como testimonial. Tal vez la actividad del fotógrafo
todavía esté marcada por esa tendencia a la “no participación” que mencionaba
Susan Sontag. Es decir que el fotógrafo lleva el acto de la observación a un
nivel más completo. En tal sentido, la primera persona del fotógrafo es menos
plural que la del poeta. Pero ambos estarían impulsados por la necesidad de ver
y de presenciar la apariencia del mundo. Detrás de ese impulso clasificador hay
una fascinación por las apariencias, digamos, por las fisonomías. El obrero, la
mujer o el ama de casa se identifican por una serie de atributos visibles. El poeta,
como el fotógrafo, basa entonces su actividad en la identificación, en el
registro, casi policíaco, de los sujetos que lo rodean.
No puedo negar que mi reflexión sobre el
tema se ve marcada por un antecedente que considero crucial en muchos sentidos.
El ensayo de Walter Benjamin sobre la obra de Baudelaire contiene ya algunas
claves que no pueden ser desestimadas en un análisis de la relación entre lo
visual y lo poético en el contexto de la ciudad moderna. En ese texto, Benjamin
cita una dedicatoria de Le Spleen de Paris que Baudelaire dirigió a Arsene
Houssaye:
¿Quién se nosotros no ha soñado en días de
ambición, con el milagro de una prosa poética, musical, sin ritmo ni rima,
suficientemente dúctil y nerviosa como para saber adaptarse a los movimientos
líricos del alma, a las ondulaciones del ensueño, a los sobresaltos de la
conciencia?...De la frecuentación de las ciudades enormes, del crecimiento de
sus innumerables relaciones nace sobre todo este ideal obsesionante”.
Al respecto comenta Benjamin: “El fragmento
permite efectuar una doble comprobación. Nos informa ante todo de la íntima
relación que existe en Baudelaire entre la imagen del shock y el contacto con
las grandes masas ciudadanas. Nos dice además qué debemos entender exactamente
por tales masas. No se trata de ninguna clase, de ningún cuerpo colectivo
articulado y estructurado. Se trata nada más que de la multitud amorfa de los
que pasan, del público de las calles”.
Por mi parte haré también un doble
comentario. Primero, vale señalar la distancia entre un discurso que no
distingue identidades particulares en la masa, y una poesía como la que se hizo
en Cuba, muy interesada en destacar los rasgos de clase, incluso rasgos étnicos
y de género, que permitían establecer un carácter de pertenencia a contextos
particulares, aun cuando la tendencia fuera a plantear la pertenencia al
proceso revolucionario como contexto social general.
Por otra parte, el concepto de shock, tal
como lo maneja Benjamin, puede ser visto también como fundamentalmente
aplicable a la experiencia visual. Mirando las fotografías que hizo Pedro Meyer
en Cuba he dicho que el fotógrafo parece “ávido de asombros”. Pero la verdad es
que esa avidez se le puede atribuir a buena parte de las prácticas
fotográficas. Y no lo digo con la simple intención de jugar con un lugar común.
Estoy ante todo haciendo mi propia traducción de esta idea del shock que
Benjamin desarrolla tan ampliamente. En principio, Benjamin se basa en la
teoría de Freud para contraponer el deseo de retener momentos vividos, por un
lado, y la conciencia propiamente dicha, por otro. El concepto de “memoria
involuntaria” que Benjamin extrae de sus lecturas de Proust tendría que ver con
el primer proceso, mientras que la conciencia “tendría una función distinta y
de importancia: la de servir de protección contra los estímulos”.
De la tesis de Freud se deduciría el
carácter esterilizante del shock en tanto generador de una defensa contra los
estímulos. Pero más que detenerme en este análisis especializado, prefiero
retomar la equivalencia que establece Benjamin entre la teoría freudiana y el
pensamiento de Válery, a partir de una frase de éste: “Las impresiones o
sensaciones del hombre consideradas en sí mismas, entran en la categoría de las
sorpresas... El recuerdo tiende a darnos el tiempo para organizar la recepción
del estímulo... tiempo que en un principio nos ha faltado”.
También Válery sugería el carácter casi
profiláctico (si no perturbador) del recuerdo, ante el choque de la
experiencia. Experiencia que aquí es entendida también como “sorpresa”. Yo veo
ese elemento de sorpresa como componente insoslayable del acto fotográfico, por
lo menos en lo que se refiere a la fotografía documental. Si Benjamin puede calificar la poesía de
Baudelaire como “una experiencia para la cual la recepción de shocks se ha
convertido en la regla”, yo me siento igualmente tentado de atribuir a la
práctica fotográfica una norma semejante. De hecho, Benjamin no puede evitar
mencionar la fotografía entre los dispositivos contemporáneos del shock:
Entre los innumerables actos
de intercalar, arrojar, oprimir, etcétera, el “disparo” del fotógrafo ha tenido
consecuencias particularmente graves. Bastaba hacer presión con un dedo para fijar
un acontecimiento durante un período ilimitado de tiempo. Tal máquina
proporcionaba instantáneamente, por así decirlo, un shock póstumo…
Esto no deja de recordarme la aseveración
de Roland Barthes, acerca de que el órgano del fotógrafo es el dedo, no el ojo.
Ambas opiniones estarían reforzando la percepción de la fotografía como un
dispositivo técnico, es decir, como una máquina cuyo funcionar también tiene un
efecto de choque en la gente. No sería solamente la imagen fotográfica la que
impactaría a la sociedad, sino la convivencia con esos aparatos que vienen a
intercalarse entre persona y persona, mediando en las relaciones humanas (como
el teléfono, que también menciona Walter Benjamin) y que generan nuevas
actitudes, nuevos gestos y nuevos hábitos incluso corporales.
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