jueves, 10 de julio de 2014

Fiesta en la Quinta del Obispo




 Emilio Soulere


 En una quinta que poseía en el Cerro el conde de Peñalver, llamada Quinta del Obispo, en recuerdo del ilustre obispo Espada, que la había mandado construir, dirigiendo personalmente y con exquisito gusto los diseños del jardín, del laberinto y de las admirables alamedas y guardarrayas, como las llamamos allí (quinta que debió ser la más hermosa de los alrededores de la Habana antes que existiesen las de los condes de Fernandina y de Villanueva), iba a tener lugar una gran fiesta de beneficencia, organizada por la Sociedad de beneficencia domiciliaria de la capital.
 La función debía dividirse en tres partes, comenzando por un concierto vocal e instrumental con la compañía y la orquesta del gran teatro de Tacón, que dirigía Max Marexzeck, y al cual prestaban su concurso las célebres cantatrices Marietta Gazzaniga y Erminia Frezzolin, y actores de tan justa fama como Jorge Ronconi y Tagliafico. El concierto se efectuaba en el jardín, convertido en inmenso salón, formado por colosal tienda de campaña, revestida de lienzos que ostentaban los colores nacionales. El aspecto era sorprendente: las fuentes de mármol, los grupos de flores y de plantas raras, las luces en abundante profusión, los trofeos, las banderas, los gallardetes, todo contribuía a dar realce a la incomparable gracia de mil hermosas mujeres que asistían a la fiesta.
Fuera del jardín, las ruinas del antiguo palacio del Obispo estaban iluminadas con fuegos de bengala de todos colores, que se reproducían sin cesar, dando un tinte misterioso y fantástico a aquel montón de piedras y de altos muros, de los cuales salían de rato en rato los lúgubres graznidos de las lechuzas y de los búhos, que huían espantados al penetrante fulgor de las intensas claridades verdes, rojas, azules o amarillas.
 Terminado el concierto, debía celebrarse una rifa de más de 2.000 objetos artísticos, muebles, joyas, porcelanas, etc., etc., que la sociedad habanera había regalado a la Beneficencia domiciliaria, para que su producto sirviese de alivio y socorro a los pobres y desvalidos. El sitio destinado a la venta era la sala de billar del conde de Peñalver y los paseos de caña brava que la rodeaban, en donde las damas habían establecido pequeños mostradores para vender los billetes a las personas que se acercaban a ofrecer sus generosos donativos y a echar algún requiebro a las elegantes vendedoras.
 Jamás he visto una decoración de teatro, ni ninguna iluminación en las grandes festividades públicas (ni aun en París mismo), que pudiese compararse con el conjunto de aquella fiesta, verdadero cuento de hadas. No sé si recordará V. las cañas bravas que daban sombra a la sala de billar del conde de Peñalver; pero en la isla de Cuba no las había ni más gruesas, ni más altas, ni más cimbradoras, ni más airosas, cuando cedían ondulantes a la presión del viento que pasaba murmurando por entre sus tenues y ligerísimas hojas, que más que hojas parecían finísimas plumas, y a las de un ave colosal posada sobre la tierra, gigante cóndor dispuesto a emprender vertiginoso vuelo.
 Por en medio del laberinto de bambús, serpenteaba un riachuelo que los organizadores de la función habían convertido en calle veneciana, iluminada a giorno, y adornado con algunas góndolas, copia fiel de las que estacionan junto al puente de los Suspiros, o que llevan hasta el extremo de las Lagunas los cantos rítmicos y acompasados, o las alegres y enamoradas parejas.
 Una de las cosas más dignas de ser admiradas en aquella hermosa quinta eran las calles de árboles o alamedas que se extendían a lo lejos como radios que, partiendo de las ruinas del palacio, terminaban en los límites de la finca. ¡Qué árboles! ¡qué vegetación! Conozco los trópicos y su flora exuberante, pero en ninguna parte he visto árboles tan magníficos como en la isla de Cuba: ni en la Florida, ni en Indo-China, ni en el Archipiélago filipino, ni en la célebre isla de Ceilán, paraíso de Budha, hay nada que pueda rivalizar con las selvas cubanas.
 El buen obispo Espada lo sabía, sin duda, y plantó cuidadosamente aquellas calles de árboles, que fueron la delicia de mis paseos durante los mejores años de mi vida. Veíase, primero, una alameda de mangos; luego venía otra de álamos blancos; después la majestuosa calle de palmas reales; más allá la de almendros, con sus grandes hojas verdes y encarnadas; más lejos todavía, otra de mangas, otra de ceibas, y, finalmente, la de naranjos agrios, encanto de la vista y voluptuoso perfume del ambiente, que desde las blancas flores llegaba hasta nosotros en movibles y sutiles oleadas.
 La tercera y última parte de la fiesta era el indispensable baile, que empezaría al concluir la rifa, para terminar al rayar la aurora del siguiente día.
 Todo cuanto encerraba la Habana de notable por la cuna, por el talento, por la fortuna o por la belleza, acudió a la Quinta del Obispo, y nadie habrá, entre los que sobrevivimos, que no recuerde aún con placer aquella fiesta de beneficencia.

 "El marido de Margarita" (fragmento), La España, Revista Político Artística Literaria, Año II, no. 23, 21 de mayo de 1887, pp. 360-61. 

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