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miércoles, 9 de julio de 2014

Del cactus al Gan-Edén





 Pedro Marqués de Armas

 A fuerza de tantos relatos turísticos como le preceden, ya en 1868 el Jardín del Obispo aparece en una guía de viaje en toda regla: The Stranger in the Tropics, donde se lo anuncia con las rutas y los precios del trasporte, y en tanto uno de esos sitios que no debían dejar de visitarse.

 Más abundante es la imagen de Emilio Soulere, escritor español que viviera largos años en La Habana, y quien en su romanticona nouvelle El marido de Margarita (1887) daba cuenta de las fiestas que allí organizaba el Conde de Peñalver hacia mediados del siglo XIX. Dejó Soulere esta detallada narración: 
 
 “Conozco los trópicos y su flora exuberante, pero en ninguna parte he visto árboles tan magníficos como en la isla de Cuba: ni en la Florida, ni en Indo-China, ni en el archipiélago filipino, ni en la célebre isla de Ceilán, paraíso de Budha, hay nada que pueda rivalizar con las selvas cubanas. El buen obispo Espada lo sabía, sin duda, y plantó cuidadosamente aquellas calles de árboles, que fueron la delicia de mis paseos durante los mejores años de mi vida. Veíase, primero, una alameda de mangos; luego venía otra de álamos blancos; después la majestuosa calle de palmas reales; más allá la de almendros, con sus grandes hojas verdes y encarnadas; más lejos todavía, otra de ceibas, y, finalmente, la de naranjos agrios, encanto de la vista y voluptuoso perfume del ambiente, que desde las blancas flores llegaba hasta nosotros en movibles y sutiles oleadas”.

 En fin, un paraíso tropical que sólo la especulación urbanística acabará sepultando, tras asistir a un prolongado declive. 

 Nostálgico por excelencia, a comienzos del siglo XX un Ramón Meza ya más ligado al pasado que a su literatura, lo recuerda. Para Meza se trata de la más célebre de todas esas fastuosas quintas que alguna vez se alzaron en el Cerro y demás barrios periféricos. Una exaltación que tropieza a cada paso con la misma pregunta de la Bremen, pero ahora en un contexto moderno que exige no sólo cambios urbanísticos, sino también civiles y de convivencia, y ante cuyas tensiones el pasado se torna un valor inflacionario.

 El cronista señala con añoranza los viejos tiempos cuando el propio Obispo ahuyentaba a los pilluelos que se robaban las frutas, gritándoles: “¡comer, pero dejar para los que vienen detrás!”.

 De estas correrías nos habla también José Victoriano Betancourt a través de su personaje Chuco Matalobos, regalando este excelente cuadro: 

 “Tenía ocho o diez cicatrices en la cabeza, recuerdo de otras tantas pedradas recibidas guerreando en la garita de San José; pasaba a nado de la Puntilla a Casa Blanca; estaba suscrito en el matadero para ir a pinchar las reses destinadas al consumo; era el jefe de la expedición de mi barrio para ir a robar mangos los domingos a la quinta del Obispo y para los ataques nocturnos a las negras que vendían vaca y bollos en la plaza del Cristo.”

 Famosa además por usos tan diversos como ascensiones de aeronautas, retiro de pintores, o por las ferias que solían celebrarse durante las temporadas de Teatro y de Máscaras, menos conocidos resultan, sin embargo, los duelos a muerte que se efectuaban allí entre los caballeros de entonces. 

 Ya hacia 1870 la Quinta del Obispo era un sitio prácticamente abandonado… Y aunque desde siempre fue lugar favorito para paseos consentidos, ahora es refugio para amantes de paso, si es que no le fue siempre. A fines de siglo se convierte en madriguera de mendigos y se suceden los casos de crímenes y, ya durante la guerra, sirve de emplazamiento para los reconcentrados.



                      III

  El jardín al que se dirigen Barnard y compañía se articula, pues, como un mito. Se podría decir, también, como sinécdoque y a la vez coartada de lo que era Cuba. Y es que a ojos de muchos se trata, sin más, de la encarnación del Gan-Edén. 

 Así lo llamo tempranamente el influyente periodista norteamericano William Hurlbert, aplicándole el mismo apelativo con que titulara su libro a la viaje a la Isla (Gan-Eden: Or, Pictures of Cuba, 1854), y siguiendo, de este modo, esa versión judía de “jardín  de las delicias” según la cual el más allá se presenta como una entidad cuasi terrenal; es decir, un paraíso hecho de tierra y sueños, “con sus quinientas mil variedades de frutas diferentes en sabor y apariencia”.

 De estos pequeños edenes está lleno el siglo XIX cubano, a veces nombres verídicos de fincas cafetaleras, y siempre, ornamento de espacios cuyos horrores se encubrían solos, en virtud de ciertos códigos visuales, anclados en maneras de percibir sólidamente preconcebidas. Una coartada de mérito, a fin de cuentas.

 Para el viajero que se desplaza a los trópicos a reponer su salud y a cuyo corazón toca de cerca, o de soslayo, el espectáculo de la esclavitud, nada mejor que esas dispensadoras avenidas de árboles que conducen al interior de la hospitalidad criolla y resultan como un rito de paso, como una entrada anticipada en la otra vida. En Cuba for Invalids, Robert W. Gibbess lo expresa con total claridad en versos que le sirven al autor como exergo, cuando afirma que, de todos los trajes que tendría el Edén, el de la vecina colonia podría ser el más espléndido:

  “Llanuras con verdes colinas le adornan
  Al igual que las joyas de una diadema…”

  A lo que añade, en ese registro pragmático cargado de posesiva visualidad que preside al creciente espíritu de acercamiento a las bondades cubanas: “España sería liberada de una pesada carga por su venta, mientras que podríamos triplicar sus producciones en unos pocos años, y hacer de la toda la isla un perfecto jardín”. Al enunciado de Gibbes no sólo lo acompaña un proyecto expansivo político, sino también visual, encrucijada donde la fotografía, el turismo, el informe técnico o comercial, y la agenda propiamente intervencionista, se entretejen a ras de deseos no menos que de realidades (...)



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