L. G. de Acosta
Por una aberración inexplicable de nuestra
naturaleza tropical, el invierno del año 56 se prolongó hasta los primeros días
de junio, fenómeno singular tal vez en nuestra latitud, si nos apoyamos en la
ciencia y si hemos de dar crédito a las tradiciones más corrientes y
autorizadas que sobre el asunto se conservan en esta isla. Así fue que la
atmósfera de plomo que de ordinario nos abruma en la época a que referimos hoy
nuestras reminiscencias, se había trocado en grato, ligerísimo y vivificador
ambiente que tenía en continuo movimiento a la población, por lo común
aletargada, de la romántica ciudad que perfilan el S. Juan y Yumurí.
Todo era paseos al Estero, a la Cumbre, al Pan
y a las demás pintorescas inmediaciones de la antigua Yucayo. Hoy nos
proponemos bosquejar el que en alegre caravana, en que lucían hermosas flores
del pensil matancero, acompañadas de sus mamás, verificamos a las celebradas
cuevas de Yumurí.
Era el 13 de mayo: apenas el dios espléndido
del peruano se dejaba entrever por las lejanas extremidades del tranquilo
océano, reflejándose coqueto sobre el cogollo de las lejanas palmas, que
remecían blandamente los cefirillos de la mañana, cuando radiantes de alegría,
en grupo encantador, nos dirigíamos por un polvoroso sendero al lugar de
nuestro viaje, después de haber tomado un ligero desayuno en el punto de
partida, que fue una de las casas-quintas de las bellas alturas de Simpson,
donde estaba de temporada el pálido cronista de esta plácida excursión.
A nuestros pies quedaba la ciudad medio velada
entre las nieblas de los ríos, semejante a la matrona que sacude la pereza del
sueño y descorre las gasas de su lecho para entregarse a los quehaceres
domésticos con asiduo afán. Pero, a la verdad, preocupada nuestra imaginación
con el objeto que nos había puesto en movimiento, y distraídos con la
bulliciosa alegría de las bellas que nos acompañaban, miramos con desdén el
sublime espectáculo que en una mañana de mayo nos pone a la vista Cuba
encantadora.
El sendero que seguíamos pronto terminó en
profundas excavaciones formadas por la constancia del nombre que golpe a golpe
ha sacado de aquel lugar a diestro y siniestro millares de cantos para las
construcciones urbanas.
A uno y otro lado solo divisábamos espesos
romerillales e intrincadas malezas, vegetación raquítica de un terreno pobre de
sales apropiadas para el desarrollo de otras plantas. El suelo era un plano
inclinado de diente de perro al parecer de imposible acceso.
—Y bien, dijimos los del sexo feo
al práctico que nos dirigía, después de haber andado algún trecho, ¿dónde están
las cuevas?, ¿cuál es el camino que a ellas nos conduce?
—¿Uds. ven aquel tronco de jobo
rodeado por cinco matas de almácigo? Pues allí mismo está la entrada de ellas;
el camino es el que Uds. quieran seguir, porque aquí no hay ni siquiera un
miserable trillo, cuanto y más camino. Nosotros quisimos volver la vista a las
damas para interrogarlas sobre lo que debíamos hacer en aquellas
circunstancias; mas ellas ya estaban bregando con los zarzales, rumbo del
tronco del jobo consabido, riéndose, en todos los tonos del diapasón, de los
percances de la romería, burlándose de nosotros porque nos dejaban atrás.
Hemos notado que la mujer, si bien en los
salones de la sociedad se muestra tímida por todo; se asusta y desmaya por
cualquier acontecimiento algo alarmante; no obstante, en las circunstancias
supremas tiene más pronta resolución y mayor energía que la generalidad de los
hombres. La escena sublime y casi fabulosa del león de Florencia, y las no
menos interesantes presenciadas en las barricadas de Madrid, Barcelona y Paris
en las últimas conmociones de esas grandes ciudades, son hechos palpitantes que
aseveran la sentada proposición. Mas sin querer nos hemos desviado mucho de la
meta a que nos encaminamos, y ningún punto de contacto a la verdad tienen
aquellas escenas sublimes con las que vamos describiendo. Baste saber que por
mucha diligencia desplegada por nuestra parte para alcanzar a las intrépidas
compañeras de viaje, solo pudimos juntarnos a ellas, arañados miserablemente
por las zarzas y casi desgarrados los vestidos, cuando ya las lindas gacelas se
habían alojado en el vestíbulo del palacio subterráneo de la naturaleza, y
presurosas corrieron con la oficiosa solicitud característica del sexo a
prestarnos los auxilios que nuestra derrota demandaba, enjugando con sus
pañuelos la sangre de los rasguños que en vano tratábamos de ocultar.
Por lo que hemos notado después, las cuevas de
Yumurí tienen otras entradas de más cómodo acceso que la elegida por el
práctico, sin duda por la mayor proximidad del punto de arranque.
Esta da la cara al S. O. de Matanzas, y es un
arco como de 5 varas de ojo, casi obstruido por enormes piedras de su
arquitrabe desprendidas, semejando colosales estatuas mutiladas. Penetramos
ganosos de impresiones en un salón de regular magnitud y abovedado, que solo
tiene de notable la basa de una gran columna de riquísimo mármol estatuario con
señales evidentes de habérsele aserrado algunos pedazos, no sabemos con qué
objeto, si no fue el de presentar muestras para el denuncio de una cantera que
de esa piedra, años atrás, se hizo al gobierno. En las paredes vimos escritos
con carbón los nombres de muchas personas conocidas, habiendo fechas de 30 años
de antigüedad.
Buscamos paso para el interior de las cuevas,
y al fondo del salón bosquejado, entre varias enormes estalactitas, que tocan
el suelo, hallamos una abertura que da entrada a un lugar que nos pareció de
profundísimas tinieblas, por lo cual encendimos las hachas de cera amarilla de
que íbamos provistos, y penetramos en él: a poco rato y cuando nuestras pupilas
se ensancharon lo suficiente, conocimos que había allí bastante claridad para
poder sin luz artificial contemplar su extensión de 25 varas de largo por 18 de
ancho y las formas caprichosas que las estalactitas y estalagmitas tomaban en
su techumbre y pavimento; cada cual, según los vuelos de su imaginación, creía
ver allí pálpitos, altares y sarcófagos de inimitable arquitectura; pero en lo
que todos convinimos unánimes fue en que era un caimán fósil una piedra que, no
por ilusiones de la acalorada fantasía, sino con las exactas proporciones de la
verdad, se nos presentaba hacia el lado izquierdo del salón a dos varas de sus
paredes. Es tan verdadera la semejanza, que cuando fijamos la vista en aquel
objeto se nos espeluznó el cabello y sentimos un profundo terror creyéndonos
rostro a rostro con el tremendo anfibio que figura. Trabajo nos costó
desimpresionar a las damas de la idea que a todos nos preocupaba. El más
arrojado de nosotros corrió al monstruo y cabalgando sobre su lomo patentizó lo
inofensivo de la supuesta fiera. A su lado hay otra piedra que con bastante
propiedad semeja una tortuga. Ambos objetos, particularmente el primero, es lo
que más impresiona en esta localidad.
Tomando rumbo a la derecha pasamos a otra de
las piezas del palacio subterráneo, a la que pusimos el nombre de Batisterio, a
causa de una piedra que con toda propiedad representa una pila bautismal
cubierta de un rico paño de encajes. Con poco esfuerzo de la fantasía se ve
encima de ella un medallón en relieve que representa con bastante exactitud el
atributo del Espíritu Santo con su correspondiente aureola; a su vista sentimos
redoblarse el profundo sentimiento religioso que inspiran siempre las
maravillas de la naturaleza en nuestro corazón: no hemos podido comprender cómo
ha habido manos profanas que hayan lastimado en parte la pila que admirábamos.
La luz penetra ampliamente en aquel recinto por una grieta al N. E., a que
conduce una explanada corta y de rápido descenso, sembrada de árboles y
malezas. Las raíces de uno de aquellos está en el piso del Batisterio, y con
asombro admiramos que su tronco traspasaba las rocas de la techumbre por un
espesor de tres varas, luciendo su follaje espeso y verde en la parte exterior
de aquel abismo. Por una claraboya de la techumbre perfectamente perpendicular
y de dos tercias de diámetro, en que en vano busca uno la mano del artista que
la labró, divisamos encantados un pedazo del purísimo cielo que corona nuestra
patria. Largo espacio estuvimos allí contemplando su azul resplandeciente y
atisbando la blanca nubecilla que de vez en cuando se deslizaba suavemente
impelida por los primeros hálitos de la brisa vivificante del trópico, como un
cisne por los tersos cristales de algún rio. La roca que nos cobijaba, de
naturaleza berroqueña y porosa, nos pareció aplicable para filtros y piedras de
molino, superiores sin duda a los que nos importan de las islas Afortunadas
¡Quiera el cielo que semejante indicación no despierte en alguno el espíritu
helado y especulador de la época y a trueque de un poco de plata destruya impío
el camarín de nuestro batisterio!
Las damas, impelidas por la excitada
curiosidad, distintivo que a su sexo se atribuye, deslizándose por una
pendiente, que hacia la derecha nos quedaba, descubrieron alborozadas fácil
acceso a otra de las mansiones subterráneas que visitábamos.
Es el salón del Fraile, nos dijo
nuestro guía, y corrimos todos a donde nos llamaban nuestras bellas, que
agrupadas cual montón de flores en estrecho canastillo, no se habían atrevido a
penetrar solas en la caverna: tomando nosotros la delantera y arrastrándonos
por el suelo a través de fornidas estalactitas, pronto nos hallamos rodeados de
espesísimas tinieblas en el interior de su recinto: preciso nos fue encender de
nuevo las bujías que habíamos apagado al salir del salón del cocodrilo, y al
brillar de sus pavesas descorriéronse un tanto los crespones negrísimos que al
principio nos habían ofuscado, poniendo de manifiesto á nuestra atónita vista
aquella localidad primores arquitectónicos, donde entre la filigrana del orden
gótico, la gravedad del toscano, la gracia y esbeltez del corintio, había un
más allá bello y sublime que revelaba la mano omnipotente de la Divinidad...
.¡Oh! en aquel momento echamos de menos con dolor profundo la rica y religiosa
musa de Milton, y la eminente, descriptiva lira de nuestro Heredia: la una para
bosquejar el tropel de ideas místicas que henchían el corazón y nuestro
cerebro, y la otra para pintar las caprichosas columnas, los festones de
riquísimo encaje, los sorprendentes bajo-relieves y las cien y cien maravillas
de piedra que nos circundaban en medio de un profundo silencio, que solo
interrumpía a intervalos marcados el lamento inspirador de la gota de agua que
del techo se desprendía en derretido brillante para caer en bellísimos jarrones
de alabastrinas estalagmitas, centelleando en su trayecto los colores de los
topacios, rubíes y preciadas esmeraldas. Abrumados con nuestras propias ideas y
casi desplomándonos, tomamos asiento en un pliegue elegante de un espléndido
telón, que tapiza uno de los testeros de aquel encantado palacio de las mil y
una noches, y con nuestra bujía en la mano nos recreábamos a placer con el
espectáculo que vamos delineando con tan inexperta mano, dejando que la
imaginación volase sin obstáculos por aquel mundo de ilusiones y realidades superiores
a las creaciones de la fantasía más oriental.
El salón, que recorrimos luego en
todos sus departamentos es de mayor extensión que los tres juntos que antes
habíamos visitado: llano hasta su promedio, se inclina rápidamente hacia la
puerta gótica de otro compartimiento de piso fangoso y difícil que presentaba
peligros alarmantes para la parte débil de la caravana, por lo que volvimos al
salón del Fraile. Lleva este nombre por una estalagmita de altura de más de dos
varas representando un busto con hábito talar, que bien puede sostener la dicha
denominación, mas nosotros habiéndolo observado de todos sus puntos de vista
podemos asegurar a los curiosos que desde el fondo del salón, inclinándose a la
derecha de su declive, semeja un águila blanca en los momentos de desplegar sus
alas para lanzarse más allá de la región de las nubes. Tentados estuvimos a
cambiarle el nombre conforme a nuestra observación, pero las damas bautizaron
aquella localidad con el de Los Aparecidos por el incidente que explicaremos más
adelante, indicando las causas que para ello tuvieron.
En la parte más baja del declive, y cerca de
la entrada al salón contiguo, hay un nicho precioso, cuya parte central es una
columna salpicada de polvos de oro y coronada de grupos de nubes de alabastro
semejantes a las glorias que nos representan pintores y escultores. Lo
adornamos simétricamente con nuestras bujías encendidas, y con religioso
respeto elevamos los corazones a su Autor supremo ante aquel altar subterráneo
por la Providencia fabricado.
Tornamos luego a la parte llana, y nuestras
amables compañeras de excursión nos dieron un concierto semidivino, cantando a
coro, acompañadas por los mélicos acentos de un Flageolet tocado por uno de la
caravana, las canciones más en boga en aquella época, especialmente la
Despedida de N., inspiración ternísima que nos dejó un amigo querido cuando en
pos de salud abandonó a su pesar las playas de su tierra natal.
Trasportados nos creíamos a los encantados
palacios de los cuentos árabes, cuando al concluir el canto empezamos a ver
hacia el fondo del salón claros y repetidos relámpagos, que imaginamos
producidos por fuegos fatuos o por algún fenómeno eléctrico que no
comprendíamos en aquel momento; mas pronto salimos de la admiración que nos
causaban, porque oímos voces humanas reveladoras del misterio. Era la tripulación
de un buque norteamericano que sin prácticos, y curiosa como nosotros visitaba
aquellos lugares. ¡Hurrah! ¡Hurrah!, gritaban, no solo para aplaudir los
cantares de nuestras bellas, sino porque sus mágicos acentos les sirvieron de
norte para salir de aquellos subterráneos donde estaban perdidos hacia ya dos
horas; así nos lo dijeron cuando se acercaron, revelando esa verdad lo
desencajado y pálido de sus rostros. Dos de nuestros compañeros los condujeron
al lugar donde dejamos nuestros criados y provisiones de boca, y haciéndoles
tomar algún refrigerio los despidieron, volviendo a reunirse aquellos con
nosotros. Esta circunstancia fue la que indujo a nuestras compañeras a darle el
nombre antes referido a este salón, y aunque a la verdad sencillo y natural el
lance de suyo, las alarmó de manera que las mamás empezaron a exagerar las
dificultades que hemos apuntado presentaba el curso de la ruta que seguíamos.
En torno del altar de las catacumbas, que así bautizamos al ya descrito, nos
reunimos en consejo para determinar lo más conveniente; esto es, si seguirían o
no las damas la excursión: hubo discursos elocuentes en sentido afirmativo,
sirviendo de tribuna los repliegues de los cortinajes espléndidos que circuyen
aquellos lugares; mas la elocuencia apasionada de los jóvenes que los
pronunciaron fue a estrellarse con la férrea voluntad de las mamás decididas
por el contra, y poco galantes hubiéramos estado si no doblegásemos la nuestra,
como lo hicimos, a la opinión de aquellas señoras.
Aquí podemos dar por terminada nuestra
excursión, porque, si bien es cierto que después de regresar al primer salón la
caravana, nos embullamos algunos pocos a continuar visitando la encantada
mansión, preciso es confesar que en los seis salones mas en que penetramos hasta
dar con una salida al S. E. de nuestra entrada, no encontramos cosa más bella
que lo bosquejado. La excursión varió de fisonomía: advertimos entonces que por
lo general la temperatura estaba a 8 grados de Fahrenheit más alta en las
cuevas que en el exterior: notamos que la generalidad del piso tiene una capa
de guano de bastante espesor, sustancia que algunos creen producida por los
restos de los innumerables murciélagos que, con algunas jutías, lechuzas y
lagartos pajizos, son los únicos seres vivientes que encontramos en aquellas
cavernas. Nuestra propia observación nos ha convencido de que es muy poco lo
que sabemos de la extensión de estas cuevas; de los prácticos que tenemos
ninguno se aventura a separarse de la senda conocida; pero habiendo penetrado
nosotros por algunas de las claraboyas que, más o menos elevadas, abundan en
aquellos paredones, descubrimos extensas galerías donde, a poco de penetrarlas,
casi desapareció la llama de nuestros flameros, viéndonos envueltos en espesas
tinieblas en una atmósfera de 94 grados y volvimos atrás considerando temerario
el propósito de seguir a oscuras y sin guía por aquel laberinto, cuando manchas
negrísimas que divisábamos en el pavimento nos anunciaban simas tal vez
insondables. Afanosos pensábamos hallar los osarios de los Siboneyes,
recordando la costumbre que tenían de depositar sus muertos en las cavernas,
muy mas ávida nuestra curiosidad por haber visto un húmero incrustado en una
piedra de poco tiempo antes encontrada por un amigo en aquellos lugares. No es
ese hueso por cierto suficiente, al que no es un Cuvier, para clasificar por él
la raza humana a que pertenece; empero dedujimos por ese hallazgo la
posibilidad de tropezar con un cráneo aborigen, que más luz nos proporcionase.
No fuimos tan dichosos; pero quién sabe si removiendo la capa de guano del
pavimento hallarán sepultados allí la historia natural y la arqueología objetos
de estudio y curiosidad.
Las cuevas de Yumurí no tienen
historia conocida, pues, si bien es cierto que se nos ha referido haber servido
de guarida a un famoso criminal que las habitó con su esposa muchos años, no
encontramos comprobado el hecho de una manera fehaciente; antes al contrario,
no dudamos en clasificarlo de mera suposición, porque no hay quien diga la
época del suceso, los nombres de esas personas, ni dé otras pruebas de su
existencia; por otro lado la carencia de luz y suficiente aire respirable en
sus escondrijos no permite la posibilidad siquiera del acontecimiento a que nos
contraemos; pero en todas partes el pueblo tiene la propensión de poblar de
seres extraordinarios y referir notables acontecimientos de los lugares que
preocupan la imaginación, y no era posible que estas cuevas harto sublimes
carecieran de ese adorno cuando nuestro sol de fuego tiene en ebullición,
digámoslo así, constantemente nuestras fantasías.
En fin, reunidos al resto de
nuestros viajeros, y después de comer opíparamente en el pórtico del palacio
subterráneo, retornó cada cual a sus hogares con profundos recuerdos de tan
alegre y mal descrita excursión.
Liceo de Matanzas, vol. 1,
1860, pp. 118-21.
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