Santos Villa
Entre la risueña bahía de
Matanzas y la anchurosa bahía de Cárdenas se lanza atrevida sobre las aguas una
prolongada lengua de tierra, así como ganosa de sorprender los secretos y deleitarse
con las bellezas del mar antillano. Es la península de Hicacos. Allí, en el
centro de esa península, está situado Varadero, seductora estación veraniega,
destinada más bien para regocijo de dioses que para encanto de mortales.
Las caprichosas casas de sencillas
construcciones que es elevan sobre los accidentes del terreno; la naturaleza
cubana condensando allí sus más gallardas galas; los variados matices del mar
transparente, que lame delicado la arenosa orilla; la brisa refrescante; el
aire impregnado de suaves perfumes agitando los penachos de los cocoteros; la
playa argentada, dilatándose, indefinidamente en ancha franja con leve
pendiente que aumenta la hermosura peregrina del aspecto; el silencio de las
noches turbado alegremente por las juguetonas olas; el inmenso mar, las
purpurinas auroras que inician el día y los crepúsculos de vivos colores que
cierran las tardes, ofreciéndose en toda su natural y grandiosa belleza; la
frescura misteriosa de las cristalinas aguas hacen de Varadero un Edén, digna
obra de su autor omnipotente.
Cuenta la leyenda que el Hacedor de los
mundos, después de su ruda faena de seis días, quiso, antes de entregarse al
descanso, dar un último toque a su perfecto trabajo: El lugar elegido, fue
Varadero.
Por crueles paradojas humanas, al lado de
tantos primores naturales, luce, en todo su triste desenfado, la mayor de las desidias
humanas. Varadero, sitio preferido por Dios, está abandonado por los hombres!
Grandes hoteles, buenas comunicaciones, los
goces de la ciudad, retretas, teatros todo eso falta allí. Hasta ahora solo los
cardenenses han elegido para temporada de verano ese encantador lugar. Los
matanceros ni siquiera lo visitan: se conforman con su Playa de Judíos. Verdad
es que entre los matanceros, hay muchos que no han admirado todavía las Cuevas
de Bellamar, actualmente, en estado de punible descuido.
Si estuviéramos en aquellos tiempos remotos en
que la cosmografía representaba a la tierra como un gran disco, rodeado por el
río Océano y cobijado por una bóveda celeste que sostenían invisibles montañas
o misteriosas columnas, y bajeles de oro, construidos por Vulcano, que
conducían los astros del día y de la noche; en que cada pueblo se consideraba
situado en el centro del mundo, los cubanos consideraríamos también a nuestra Cuba,
como la morada central y a Varadero, como Olimpo de los griegos y monte Moren
de los indios, el centro mismo de la tierra.
Los líquidos cristales de las aguas con su
color verde manzana con dejo violado, es de tal transparencia, que en vez de apagar,
presentan hasta en sus menores detalles las bellezas que encierra el mar; a trechos
la limpia arena del fondo, a trechos bosques submarinos de variadas algas con
sus ramosas frondas, se presentan a la vista como guardados y cubiertos por
urna transparente de divina confección.
Los caracoles de mil formas y
tamaños, con labores exquisitos y caprichosos remates, traídos a la playa por
los sargazos que sobrenadan con sus vejiguillas cilíndricas, y por los fucos con
sus conceptáculos granulosos que arrancan la fuerza de las aguas; las
innumerables conchas monovalvas y bivalvas con sus irisados colores, sus
sorprendentes matices, desde el amarillo azufre al rojo cereza y azul de cielo
que se extienden en dibujos concéntricos, veteados y listados, depositada en la
orilla por el flujo y reflujo de las aguas, constituyen un encanto especial de
Varadero.
Recoger las primorosas conchas y los lindos
caracoles es una de las diversiones predilectas de los temporadistas: desde que
llegan se dedican a ese placer, que en algunos se convierte en febril afición;
a lo largo de la playa se ven animados grupos de jóvenes, señoras, chiquillos, que se mueven afanosos, buscando los hallazgos
más raros.
Allá a lo lejos y entre las brumas tenues de
aquellas mañanas arrobadoras, se destaca la seductora figura y se dibuja graciosa
silueta de una joven cardenense, con su traje de arrebatadora sencillez, su
sombrero de paja de anchas alas, su eestita al brazo, inclinando a cada momento
su flexible talle hacia el suelo para recoger las conchas y dando cortas carreritas
y menudos saltos para escapar de las olas atrevidas que remansan más en la
orilla, como si quisieran tomar parte en las distracciones de la virgen.
Las bañistas se lanzan al agua sin temor; un
banco de arena situado a algunas brazas de la orilla, forma con esta un baño
natural, donde no tienen acceso los tiburones.
Varadero en los anales cubanos tiene también
su importancia histórica: el desembarco de Carlos Agüero. A pocos pasos de
Varadero, en la ensenada conocida con el nombre de Peñas de Bernardino se
ofreció a la vista de Agüero y sus gentes como el punto de la costa más seguro
para desembarcar su expedición y como el menos riesgoso para introducirse en la
Isla.
Un dato revela hasta qué grado ejercen las
delicias de Varadero, saludables influencias en el espíritu. Mientras Agüero y
sus gentes hacen alto en la costa Sur de Varadero y departen tranquilamente,
refugiados en la humilde choza de D. Beltrán que se vio forzado a darles
entrada, a cien metros de distancia, en la costa Norte, acampaba un contingente
respetable de fuerzas que venía a perseguirlos.
Los expedicionarios percibían desde la choza
el rumor de las palabras y observaban los movimientos de sus perseguidores.
Refiérese que estos, sugestionados por las
delicias de aquel encantado lugar, olvidaron su misión: sus ánimos belicosos se
tornaron en vivos deseos de gustar otros regalos; y prefirieron a las fatigas
de nuevas marchas, saborearlas dulzuras del sueño, a que convidaban los
arrullos del perfumado terral que soplaba, el rumor sordo y agradable del mar,
y los últimos efectos de una feliz digestión. Los pisos de algunas casas,
deteriorados por el fuego, son testigos de las improvisadas cenas de aquella
noche.
Los senderos y caminos que
circuyen a Varadero son de una originalidad y de una hermosura extremadas. Más
que caminos son verdaderos paseos que recuerdan los del Retiro en Madrid y los
del Central Park de. New York. Seducen la igualdad del arenoso piso, alfombrado
de hojas; la frondosidad exuberante de los simétricos árboles, colocados en las
laderas, hecho todo «por la mano de Dios mismo»; el frescor de aquella sombra y
la suavidad del suelo.
Dentro de pocos años, las familias de la
distinguida sociedad matancera pasarán sus temporadas de verano en Varadero. Y
las corrientes de esa moda alcanzarán a la Habana. Nuestros turistas y nuestros
sportsmen lo visitarán con frecuencia
y regularidad todos los años.
¡Qué campo para el sport!; el
rizado mar y los hermosos caminos convidando a los placeres de la navegación,
de la equitación; los innumerables y variados peces a los de la pesca; el
venado, el cochino jíbaro, los pases continuos de palomas, los patos de
Florida, excitando a los amantes de la caza los paisajes seductores invitando a
ricas y excursiones. ¡Y todo al lado de la puerta!
Un acaudalado norteamericano residente en New
York, visitó por casualidad, hace varios meses, a Varadero. Hoy tiene ya
construida su casa y se propone residir en Varadero todos los veranos ¡Cuantos
atractivos no tendrá ese pintoresco lugar!
Tomado El Sport, Año II, no 40,
7 de julio de 1887. ©
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