Jesús Díaz
Para los cubanos
de mi generación La Guantanamera no era otra cosa que un popularísimo
programa radial de crónica roja. Su originalidad consistía en que la susodicha
crónica de crímenes era musical; en efecto, cada día la estupenda voz de
Joseíto Fernández cantaba el asesinato, la violación o el estupro cotidianos en
décimas tremebundas, abundantes en descripciones de sangre, vísceras y sevicia,
originales del propio Joseíto, que arrancaba su singular programa con un montuno
que el tiempo habría de convertir en famoso, 'Guantanamera, guajira
guantanamera... Así, decirle a alguien cuatro verdades, acto que en otras
zonas de la lengua suele llamarse 'cantar las cuarenta', en Cuba se sintetizaba
como 'cantar una guantanamera'. Fue el extraordinario compositor clásico Julián
Orbón -nacido en Asturias, florecido en Cuba y muerto en el exilio en Miami-
quien tuvo la genial idea de sustituir la grosera agresividad de las décimas
del programa radial por el claro misterio de los Versos sencillos de
José Martí, conservando, sin embargo, el ritmo, la melodía y el montuno que
probablemente Joseíto Fernández había recogido de los campesinos de la región
de Guantánamo, en el este de Cuba. Años después, el cantante country
norteamericano Peter Seeger grabó esta versión, sin conocer muy bien su origen,
y consiguió un clásico universal de la canción protesta - La Guantanamera
recordada todavía por muchos-, que sirvió de formidable apoyo emocional en todo
el mundo al interminable Gobierno de Fidel Castro. Fue, desde luego, una
dolorosa paradoja para Orbón, lúcido anticastrista exiliado desde los años
sesenta, cuyo pensamiento estético y político podemos leer en los sugerentes
ensayos de su libro En la esencia de los estilos, publicado por la
editorial Colibrí de Madrid. La evocación de esta triste paradoja viene a
cuento porque hoy asistimos a otra, tan universal como lo fue en su día la
canción, y que como ella tiene por emblema el nombre de la región de
Guantánamo, sede de la base naval que Estados Unidos ocupa en un extremo de la
bahía homónima, en el este de Cuba, donde guardan prisión los talibanes
apresados por el Ejército norteamericano en el remoto Afganistán. Los
derrotados fueron conducidos allí, al extremo opuesto de su mundo, porque en la
base naval de Guantánamo no rigen las leyes norteamericanas, ni las cubanas,
evidentemente. Desde un punto de vista jurídico, Guantánamo es un no lugar, un
sitio en el que los norteamericanos creyeron poder manejar este vidrioso asunto
sin tener que atenerse ni siquiera a su propia legislación. Pero hete aquí que
el mundo, justamente preocupado por los derechos humanos de los talibanes
vencidos, se le ha echado encima al Ejecutivo estadounidense escrutando con
lupa su proceder y exigiéndole un escrupuloso cumplimiento de las obligaciones
internacionales para con los prisioneros. Ese coro en favor de la justicia, al
que me sumo enfáticamente, está formado por organizaciones internacionales,
gobiernos, organizaciones no gubernamentales, juristas, periodistas e
intelectuales. En verdad, el mundo le ha cantado una ensordecedora y merecida
guantanamera al Gobierno de George Bush, una guantanamera tan poderosa que no
tendrá otro remedio que escucharla y rectificar o pagar un altísimo precio por
su soberbia. Basándome en ese ejemplo, quiero entonar otra guantanamera,
denunciar otro escándalo tan sangrante y cruel que aver-gonzaría incluso al
Joseíto Fernández de la crónica roja. Ocurre que precisamente en Cuba, la isla
donde queda Guantánamo, hay centenares de prisioneros políticos que no
empuña-ron jamás un arma, ni participaron en ningún atentado, y que ya
quisieran para sí las jaulas y la comida que tienen los talibanes. Y esto
sucede sin que la aplastante mayoría de quienes claman contra Estados Unidos se
apiaden de su suerte. En el artículo Terrorismo político, de Isabel Rey,
publicado el 22 de enero por el diario digital Encuentro en la red (www.
cubaencuentro. com), se informa que Félix Rivalta Monteller murió cuando era
conducido al policlínico desde la prisión de Alambradas de Manacas, en el
centro de Cuba, con un ataque de asma que había comenzado 72 horas antes del
traslado. En la cárcel de Kilo 8, provincia de Camagüey, José Alexis Duardero
Cabrera, Ricardo Nesrrone Velázquez y Ased Marquetti Fernández sufrieron
heridas en la cabeza y fracturas en las extremidades luego de recibir una
paliza por atreverse a exigir la comida que teóricamente les corresponde. José
Menéndez permanece aislado hace seis años en la prisión de Guanamal. Las
automutilaciones son frecuentes. En la prisión de La Pendiente, Francisco Pérez
Pérez se inyectó orina y petróleo en ambas piernas; Manuel Antonio Ulloa se
cercenó ambas manos; la ex prisionera política Maritza Lugo denuncia casos de
reclusos que se han sacado los ojos. Esa realidad absolutamente atroz, que ya
dura decenios, podría al menos humanizarse si un coro internacional tan unánime
y poderoso como el que le ha cantado la guantanamera a Bush se la cantara también
a Castro. Pero a muchos de los críticos de la República imperial la vesania del
anciano dictador cubano no los escandaliza. Un ejemplo entre mil. En la columna
'Vejación' (EL PAÍS, 27 de enero), Manuel Vicent entona una sentida
guantanamera contra el Gobierno de Estados Unidos, y concluye: 'No causaría escándalo
su crueldad contra los prisioneros afganos si fuera la de un dictador de
cualquier calaña, de derechas o de izquierdas; ya se sabe que la abyección
anida en los bajos fondos de la humanidad y unas veces toma el nombre de
revolución social, y otras, de salvación patriótica'. La caracterización de
Vicent me parece brillante, me ayuda a precisar que en Cuba la abyección del
presidio político castrista se escuda en ambos pretextos, revolución social y
salvación patriótica. Doy por hecha la buena voluntad de Vicent, y por ello
mismo no alcanzo a entender por qué la crueldad de Castro no lo escandaliza, ni
a él ni a tantos otros; después de todo, ser 'un dictador de cualquier calaña'
no me parece precisamente un atenuante. En el coro de quienes clamamos contra
la violación de los derechos de los prisioneros talibanes por parte del
Ejecutivo estadounidense ha faltado, al menos hasta el momento en que escribo
este artículo, la voz de Fidel Castro. Ausencia o demora tanto más
significativa cuanto que Castro se ha apresurado durante más de cuarenta años a
cantar contra Estados Unidos. Sospecho que esta vez su ausencia o su cautela
tiene mucho que ver con que se cuida de mencionar la soga en casa del ahorcado.
Su Gobierno, condenado en Ginebra, no puede darle a nadie lecciones sobre
derechos humanos. Él lo sabe, por eso calla o espera que el coro crezca aún más
para sumarse y que su voz no se note en exceso. Añadiré otra décima a mi
guantanamera particular, con la esperanza de que otras voces apoyen mi canto.
La base naval de Guantánamo es un enclave colonial anacrónico; Estados Unidos
no tiene derecho moral a utilizarlo como presidio; reclamo, por tanto, que los
talibanes sean trasladados cuanto antes a territorio norteamericano, y que
Estados Unidos se comprometa a devolver la base a la nación cubana en cuanto
nosotros seamos capaces de dotarnos de una democracia que merezca ese nombre.
El País, 1 de febrero de 2002.
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