jueves, 9 de octubre de 2014

Al borde del abismo





 Julián del Casal 


 Era la una de la tarde. Hacía un calor sofocante que inflamaba la atmósfera e impedía respirar. La brisa estaba dormida bajo los besos ardientes del sol. Abrumados de cansancio, nos hallábamos reunidos, en las oficinas de este periódico, algunos compañeros de redacción, hablando de cuestiones palpitantes. Ya el número del día andaba por la calle y se escuchaba el vocerío de los vendedores. Disponíamos a proseguir nuestra labor cotidiana, cuando vimos ascender, por la ancha escalera de piedra, la figura velada de extraña mujer que avanzó silenciosa y se detuvo un instante, encuadrándose en el marco de la puerta.
 Al levantarse el velo descolorido que cubría su rostro, contemplamos la imagen de la desolación. Era una mujer de mediana edad. Tenía la piel amarilla, pegada a los huesos; los párpados hinchados, como si las lágrimas no pudiesen brotar; los labios lívidos, arqueados en los extremos; y los ojos enrojecidos, donde resplandecían, como en focos pequeños, los fulgores de la cólera. Estrujaba un periódico entre sus dedos y no podía sostenerse en pie. Adivinábase que la miseria había minado su organismo y que el sufrimiento le comunicaba su doliente expresión.

 Interrogada acerca del objetivo de su visita, manifestó que deseaba hablar con el director. Este le ofreció una silla y se dispuso a escucharla. Todos nos apartamos por temor a ser indiscretos. Antes de abrir los labios, la mujer desdobló el periódico y enseñó un número de La Discusión. Después empezó a contar en voz muy baja, como si temiese que la escucháramos, una historia triste, tan triste como vulgar, una de esas historias que interesan a la muchedumbre y le inspiran el deseo de saber el nombre de los personajes principales. Yo la voy a transmitir a mis lectores, por encargo del director, quien me ha transmitido a su vez, lamentando que mi pluma no pueda reproducir el acento desgarrador, los gestos desesperados y las frases elocuentes de aquella mujer.

 -Yo vengo -exclamó la desdichada-, porque he visto denunciado, en este periódico, el crimen de un burlador cometido hace unos días. Aquí está el número en que se denuncia. Lo conservo para traérselo y contarle un caso semejante. Tengo que buscar el apoyo de la prensa, porque no he encontrado el de la justicia. Carezco de recursos y no conozco personas influyentes. Ambas cosas son necesarias, como usted sabe, para vencer una situación.

 Ya habrá comprendido usted, al ver mi pobre traje, que soy una mujer del pueblo. Hasta hace poco tiempo, he vivido maritalmente (hago esta confesión, porque no la creo deshonrosa y para que dé usted más crédito a los que le voy a contar) con un hombre que me adoraba y satisfacía mis necesidades. Me llamo Ángela Quesada. A su lado he sido la mujer más dichosa del mundo. El año pasado tuve la desgracia de perderlo. No sé cómo he podido sobrevivirle. Sólo el amor a mis hijos me sostiene en el mundo y reanima mis fuerzas perdidas.

 Después de su muerte, no he tenido un solo día de tranquilidad. Parece mentira que viva todavía. He sufrido lo que usted no se puede imaginar. La miseria me devora y estoy bastante enferma. No lo siento por mí, sino por mis hijos. El trabajo me mata y no me proporciona lo suficiente para mantenerlos. Están desnudos y siempre tienen hambre. Cada vez que los veo, se me cae el alma a los pies. No sé qué hacer para remediar mi situación. Paso mi vida sentada a la máquina y no gano más que cuatro reales diarios.

 Para colmo de infortunio, me ha sucedido una desgracia irreparable. No me averguenzo de contársela, porque usted me sabrá compadecer. No he tenido la culpa de nada. Siento tranquila mi conciencia. Pero estoy dispuesta a vengarme, si no consigo nada por los medios legales. Antes de dar un mal paso, lo vengo a ver. Necesito que usted me ayude y me ilumine con sus consejos. Ahora tenga la bondad de oir lo que voy a contar.

 Hallándome en la mayor miseria, tuve que refugiarme en el último cuarto de una casa de vecindad. Ya sabe usted lo que pasa en ellas. Son madrigueras de bandidos. Allí se conciben los crímenes más horrorosos que se cometen en La Habana. Todos los días se ven inquilinos nuevos, desconocidos y sospechosos. Nadie sabe de lo que viven. Entran a las altas horas de la noche y se pasan en día durmiendo. Algunos se mudan a los pocos días. Además de esos individuos, hay otros muchos que, sin ser inquilinos, entran y salen con la mayor facilidad. Tengo una hija de catorce años. Es la mayor de todos. Yo no diré que es bonita, pero me la celebran mucho. Todo el que la ve se queda encantado. Tiene muy buen carácter y goza de grandes simpatías. Nadie le encuentra defectos. A pesar de su edad, no sabe distinguir lo bueno de lo malo. Juega todavía con las muñecas y me ayuda a limpiar la habitación. Era la única esperanza de mi vejez. Pensaba buscarle un buen marido y hacerla feliz. Ella hubiera sido una excelente mujer, pero ya no será más que una… desgraciada. 
 Desde que nos mudamos a la casa de vecindad, trabamos conocimiento con varias personas. Un joven que frecuentaba la ciudadela se hizo gran amigo de nosotros. Al principio no me agradaba y rehuía su conversación. Las madres tenemos fatales presentimientos. Pero ese canalla me llegó a conquistar. No se de que medio se valía para conseguir juguetes que regalaba a mis hijos. Estos se disputaban por hacerle caricias. Hasta llegué a tener celos de él. Varias veces me ofreció dinero y no se lo acepté jamás.
 Un día que salí a llevar la costura al taller, el miserable se aprovechó de mi ausencia para cometer un acto brutal. Esperó la hora de mi salida y penetró en mi cuarto. Nunca lo había hecho en los momentos en que me hallaba fuera. Pero nadie se lo podía impedir. Repartió dulces entre los muchachos y logró distraerlos. Después empezó a hablar con mi hija y la condujo hasta el lecho. Allí la estrechó en sus brazos y satisfizo sus deseos.
 Al regresar a mi casa, me enteré de lo ocurrido. Creí volverme loca. Eché a andar en busca del miserable y ya no pude encontrarlo. Entonces me resolví a dar parte. Fui al Juzgado del Oeste y dije lo que me pasaba. El juez me contestó que hiciera la denuncia en forma. No pude hacerla por falta de dinero.

 Ante el caso de esta mujer, profunda piedad se apodera del corazón. Hasta los indiferentes la compadecerán. Aunque el hecho es de los que se repiten todos los días, se ve en ella un ser humano que sufre crueles torturas y se encuentra desamparado por las leyes sociales que parecen haber sido dictadas, en casos análogos, para conseguir dos cosas: la desesperación de las víctimas y la tranquilidad de los delincuentes.

 La ley debe castigar a los culpables y amparar a los débiles. Si esta pobre mujer se decidiese a presentar la denuncia en forma, tendría que pagar el producto de veinte y cinco días de trabajo. Una vez presentada ¿cuánto tiempo tardaría en resolverse la causa?  ¿Con qué dinero mantendría a sus hijos en tan largo plazo?  ¿Se encontraría al criminal al cabo de tantos días?

 Yo me imagino el desenlace trágico de este drama vulgar. Una noche, al volver de una esquina, la mujer encuentra al culpable y le asesta una puñalada. La policía la detiene y la conduce a una prisión. La muchacha deshonrada, falta de recursos, llamará a la puerta de una casa de prostitutas y se le abrirán de par en par. Los niños, sin freno alguno, pasarán el día en las calles, en las plazas, y en las tabernas. Aprenderán de todo, menos a trabajar. En presidio les estará reservado un sitio de honor.

 Pudiera suceder otra cosa también: la madre, en vez de matar al culpable, se pone enferma y se muere al fin. El criminal, satisfecho de su obra y libre de remordimiento, se presentará impunemente por todas partes. Es probable que se jacte de su hazaña y la cuente a sus amigos. La actitud de la justicia le infundirá valor para repetir la acción.

 Suponiendo que esta historia se desenlace de una de estas maneras, lo cual es presumible teniendo en cuenta el estado actual de nuestros procedimientos judiciales, podremos entonces repetir que las leyes han sido dictadas para conseguir dos fines: la desesperación de las víctimas y la tranquilidad de los delincuentes.

                                                                                                                           Hernani

  La discusión, lunes 27 de enero de 1890, No.187. Julián del Casal: "Al borde del abismo", en Julián del Casal. Prosas, Tomo II, Edición del Centenario, Consejo Nacional de Cultura, La Habana, pp. 36-39. 

  

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