Julián del Casal
A J.J.L.
A J.J.L.
Silenciosos, helados de frío, envueltos en oscuros gabanes, con el cuello de terciopelo negro levantado hasta las orejas; íbamos bajando, en el tranvía, por la pendiente calzada, rodeada de árboles secos y coches detenidos.
Un señor
grueso, vestido de negro y calada las gafas, leía un periódico; otro fumaba,
con aire tranquilo, un habano que embalsamaba el ambiente.
El resto de los
pasajeros aguardaba ansiosamente el instante de apearse para desentumecerse los
miembros y entrar en calor.
Detrás de los vidrios, ligeramente empañados por la
niebla, se veían pasar por las húmedas aceras numerosos transeúntes, que
penetraban en los cafés, se detenían ante las vidrieras de las tiendas o
marchaban rápidamente detrás de una mujer.
Un viento helado, venido de lejos, soplaba en el exterior, haciendo caer las últimas hojas de los laureles y esparciéndolas por todas partes.
Un viento helado, venido de lejos, soplaba en el exterior, haciendo caer las últimas hojas de los laureles y esparciéndolas por todas partes.
Al cabo de
algunos minutos el tranvía se detuvo, abriéndose la portezuela para que entrara
una mujer.
Era alta y delgada. Un traje de color gris, ornado de blondas,
envolvía su cuerpo airoso y elegante. Tenía el rostro pálido, de una palidez
rosácea semejante a la de las rosas de cera. Bajo el velillo de encaje negro
con lentejuelas de oro, echado sobre su cara, hasta debajo de la nariz, brillaban
sus pupilas negras, girando en todas direcciones.
Al fin encontró un asiento, en el extremo del tranvía, al lado del que ocupaba un joven pobre, de aspecto enfermizo, que tiritaba bajo los pliegues de un traje mugriento y desgarrado.
Al fin encontró un asiento, en el extremo del tranvía, al lado del que ocupaba un joven pobre, de aspecto enfermizo, que tiritaba bajo los pliegues de un traje mugriento y desgarrado.
A medida que avanzábamos, ella se encogía, en el
cuadrado de su asiento, temiendo que el contacto de su compañero la fuera a
manchar. Pero él se ensanchaba, con aire provocativo y con mirada amenazadora,
porque reconocía en aquella mujer –según me dijo después sin que lo oyeras tú
que ibas a mi lado– una de tantas mujeres impuras, una de tantas mujeres
envilecidas con quienes había malgastado, en tiempo lejano, su honra, su patrimonio y su juventud.
Hernani
La Discusión, miércoles 9 de abril de 1890, año II, No 245.
No hay comentarios:
Publicar un comentario