Guillermo Cabrera Infante
En el piso de abajo, el primer piso, ese lugar
oscuro y remoto al que no alcanzaba siquiera la luz ceniza, siempre en
penumbras, estaba todo habitado por homosexuales. No tiene explicación racional
esa congregación de cundangos. Con excepción de Venancia, la encargada, y sus
hijas Fina y Chelo, y de Nersa y su madre y Emiliana (una mediotiempo rubia, de
pelo largo y mucha pintura en la cara, solterona solitaria que sin embargo
reunía a muchachas de la vecindad y del edificio,
uniéndolas en un círculo del que era el centro, contándoles relatos románticos,
tal vez leídos, tal vez inventados y de quien luego se llegó a rumorear que era
invertida y tenía un cónclave de lesbianas jóvenes, zafia Safo de Zulueta:
nunca se llegó a comprobar si era cierto pero entonces, puro puritano, me
escandalizó, aunque ahora creo que el rumor era verdadero: Zulueta 408 era una
colonia sexual) y la vieja Consuelo Monfor, que había sido cupletista y a quien
yo respetaba por sus conocimientos musicales, que iban más allá de la zarzuela (un
día fui a tararearle una melodía, oída por radio, que me acosaba y me dijo
enseguida: «La Serenata de Schubert»), aparte de esas mujeres inquilinas
el resto de los cuartos estaba habitado por hombres homosexuales, todos
pasivos. Los maricones mantenían, como el matrimonio de músicos, un aspecto
aceptable para el machismo cubano, aunque muchos eran de ese tipo de loca habanera
que proclama a gritos con su voz, su caminado, sus maneras y aire
exageradamente afeminado su condición de loca irredimible, agresiva social en
su pasividad sexual. Uno de los maricones que vivía allí era un mulato ya
entrado en años, calvo, discreto -pero que rompió su voto de silencio una
Nochebuena que se emborrachó y empezó a gritar por los pasillos: «¡Candela!
¡Que me den candela! ¡Mucha candela!», queriendo decir que necesitaba fuego y
no fuego fatuo sino fuego sexual. Al otro día, contrito, se excusó ante cada
puerta, en un acto de humillación que le era tan necesario como la explosión de
la noche anterior.
El incidente que alteró, mejor dicho, acabó,
con la discreción de las locas de Zulueta 408 hizo notorio al edificio no sólo
en La Habana sino en todo el país. El protagonista era un maricón músico,
organista de la iglesia de La Salud, un hombre muy serio, muy comedido y muy
católico. Este organista, que vendría a ser conocido póstumamente como el
organillero, rebajando su calidad de músico al tiempo que era difamado después
de muerto, levantó un hombre joven en el parque de los Enamorados (al que
habría que dar su verdadero nombre de parque de los Mártires -¿o tal vez sería
mejor llamarlo parque de los Mártires del Amor?). A juzgar por las fotografías
era bastante feo, con cara casi carcelaria, que sería sin duda patibularia con
los años, pero este aspecto tal vez fuera causado por esa invariable calidad criminal
que tienen las fotos de la policía y aun las fotos de los periódicos que cubren
el crimen, la llamada crónica roja -aunque este tenorio notorio llegó a estar
en la primera plana de todos los periódicos.
Una mañana oímos por radio que habían
aparecido en los portales del Centro Asturiano, a media cuadra de casa, dos
muslos humanos burdamente envueltos en periódicos. Nos preguntamos si no sería
un crimen político más, que abundaban entonces, las pandillas en que habían
degenerado las organizaciones terroristas políticas de los años treinta
matándose entre sí en las calles de La Habana. No era difícil imaginar que el
muerto a que pertenecían aquellos despojos fuera un pandillero asesinado,
aunque las armas usuales eran las pistolas y no el cuchillo. Después la radio
anunció que habían sido encontrados dos brazos en otro portal no lejano. Por el
mediodía llegó la noticia de que unos muchachos habían encontrado un torso
humano (y, un detalle que hacía a la víctima difícilmente un hombre de acción,
una zapatilla) en el jardín del Instituto. Cuando me iba con mi padre para el
periódico (había conseguido un trabajo temporal traduciendo del inglés para el
magazine de Hoy), vimos un grupo de gente en los jardines y nos acercamos a
mirar nosotros también la curiosa cosa que era un torso humano cuarteado.
Todavía la policía no había levantado el cadáver (o el trozo que quedaba de él)
esperando por el forense, quien, como el marido engañado, es el último en
llegar al lugar del crimen. Envuelto malamente en periódicos, rodeado de moscas
y de gente, vi lo que bien podía ser un pecho de vaca: no quedaba nada de
aspecto humano en aquellos restos. No me impresionó particularmente porque no
relacioné aquel pedazo de carne con una persona. Por la noche nos enteramos de
que la cabeza del descuartizado, ausente hasta ahora, había aparecido en la
taza del inodoro del bar Payret, al doblar. Comentamos la noticia con el mismo
interés que habíamos hablado en el pueblo, a principios de los años cuarenta,
del descuartizamiento de Celia Margarita Mena por su amante el policía Hidalgo,
que ocurrió en La Habana, en la misma calle Monte en que vivimos, unas cuadras
más arriba hacia El Cerro. Todavía recuerdo como mi padre me señaló el lugar del
crimen, un enorme y feo edificio de apartamentos o tal vez un falansterio como
el nuestro. Hablamos del caso del trucidado (el habla contaminada por la prosa
periodística) definitivamente identificado como un hombre ya mayor. Lo hicimos
con la morbosidad que despierta un asesinato atroz pero sin sospechar lo cerca
que nos tocaba. El domingo por la tarde (era verano y mi hermano ya estaba en
el pueblo con mi abuela y mi bisabuela) fui al cine, como de costumbre, ahora
con dinero para regalarme y ver un estreno. Vi La feria de las canciones, con
uno de mis amores actrices, la pulcra pelirroja Jeanne Crain. Pero más que la
película, más que la imagen coloreada de Jeanne Crain, recuerdo la salida,
yendo ya por el parque Central, y la sorpresa de encontrarme a mis padres,
aparentemente de paseo, aunque sus caras revelaban preocupación y algo más:
miedo. «Vinimos a buscarte», dijo mi madre, cosa que ya yo sabía al verlos de
cerca. «Ha ocurrido una cosa terrible.» Entonces no vivía más nadie con
nosotros, por lo que pensé que algo le había ocurrido a mi hermano en el
pueblo. Mi madre no dio tiempo a mi pregunta. «El descuartizador vive en casa»,
así llamaba ella, como yo, al cuarto, al edificio entero, al solar, al
falansterio. «También el descuartizado. Es ese pobre hombre con que tuve la
discusión por el agua.» Ya comenzaba a escasear el agua en esta parte de La Habana,
que apenas tenía fuerza para llegar al tercer piso, mucho menos a la azotea, y
los vecinos tenían que ir todos con cubos a la pila del segundo piso, donde a
veces la cola no mantenía el orden necesario, los buscadores de agua, como
nómadas del desierto ante el espejismo de un oasis, desesperados por no poder
llegar a tiempo para llenar su vasija. Fue en una de estas colas malformadas
que el organista intentó pasar antes que mi madre. Yo no estaba presente porque
ocurrió muy temprano en la mañana pero según ella el hombre había sido bastante
desagradable, casi odioso. Ahora fui hasta la casa escoltado por mis padres,
uno a cada lado como para guardarme del cuchillo asesino. La enorme entrada
estaba custodiada por un policía, el portón que no se cerraba hasta las diez,
dejando una puertecita lateral en la que estaba la cerradura, aparecía ahora
trancado. Había más policías y fotógrafos y otros hombres que debían ser
policías secretas y periodistas esparcidos por el pasillo del segundo piso, el
lugar del crimen. Subimos hasta nuestro piso donde había agitación y también
miedo. Recuerdo que no me dejaron salir de noche en muchos días. Pero más
alarma que en ninguna parte habla en el cuarto de enfrente. Allí se había
mudado, cuando se fueron las chinas devenidas suntuosas concubinas, una familia
negra compuesta por el buen viejo Valentin (que no era tan viejo: el adjetivo
se debe a la aliteración), su mujer Angelita, que era enorme: una negra grande
y gorda y siempre sonriente, riente, a carcajadas, su hermana Fermina y los
tres hijos del matrimonio: Eloy, constantemente dispuesto a cantar una guaracha
o un guaguancó, eterno bailarín y adelantado fanático de la música de
Chapottin, Nela que era una mulata por generación espontánea, alta y nada fea y
que tenía uno dé los culos más voluminosos que heisto, esteatopigia que la
hacía muy popular en el barrio, y su hermanita, que de tan enanita y despierta
que era la llamaban por el apodo de Cominito. Ésta era una familia feliz, pobre
pero de una gran riqueza folklórica. El viejo Valentín se hizo famoso en el
solar por su consejo en tiempo de huracanes. «Contra el ciclón», solía decir,
«no hay más que tres elementos: clavos, velas y agua», lema que repitió ad
nauseam durante uno de los tantos ciclones que amenazaron La Habana y cruzaron
por otra parte de la isla en esa época. Fermina, con su cara llena de arrugas y
verrugas, acostumbraba a cubanizar todos los nombres de los actores que le
gustaban. Así Robert Taylor se llamaba en su voz Roberto Tailor, Gregory Peck
era Gregorio Peca y Clark Gable, de más difícil domesticación, se convirtió en Clarco
Gabla. Un día tuvieron una dilatada
discusión (toda la familia, menos Cominito que no hablaba, era dada a discutir)
técnica en la que el viejo Valentín afirmaba que se decía impulsión a chorro,
Angelita decía que era expulsión a chorro, Fermina estaba por repulsión a
chorro y Eloy por emulsión a chorro. Nela no participaba de la discusión, nunca
interesada en las palabras a menos que fueran de amor -lo que me alegró pues ya
hacía tiempo que le habla echado el ojo y ella no era indiferente a mis
miradas. Hubo una gran consternación y tristeza en la familia cuando el viejo Valentín
me llamó para que terciara en la discusión, como experto en palabras, y dijera
quién tenía la razón sobre la propulsión, al declarar yo que nadie, que el
término técnico era propulsión a chorro -frase en la que ninguno había pensado
remotamente.
(…) Todo
estaba en los periódicos pero como siempre la verdad no estaba en los
periódicos. Le costó a la policía solamente 48 horas resolver el caso, lo que
no es asombroso dada la estupidez del descuartizador, que se las había arreglado
para repartir los miembros en un radio de menos de cien metros. Pero hay que
acreditar a la capacidad investigativa de la policía (ayudados por el cura de
la iglesia de La Salud que reportó la ausencia de su trabajo por dos días del organista) que
hubiera dado tan pronto con la casa del asesinado. Cuando entraron en su cuarto
(fueron siguiendo una deducción que era más una intuición) obtuvieron una llave
extra de Venancia la encargada para hacerlo. No notaron nada anormal hasta que
uno de los técnicos -«criminólogo» lo llamaron los periódicos- encontró huellas
de sangre en la pared y cuando aplicó sus detectores químicos halló que
prácticamente todo el cuarto había estado manchado de sangre, las manchas
lavadas cuidadosamente con agua -una hazaña en sí misma, habida la escasez de
agua que había en el edificio. Dejaron el cuarto como lo habían encontrado,
cerraron la puerta y dos agentes se sentaron en el cuarto de la encargada, cuya
reja permitía dominar todo el pasillo. Había otros policías de paisano apostados
en la calle, todos esperando al presunto asesino. Por fin apareció, caminando
tranquilo, un hombre común y corriente, sin cargos de conciencia ni apariencia
truculenta. Cuando enfiló por el pasillo Venancia (que lo veía todo) dijo que
ése era el compañero de cuarto del organista. Lo prendieron antes de entrar al
cuarto, sin hacer él la menor resistencia. En la jefatura de la policía secreta
(que era la encargada de las investigaciones y cuyos agentes lo habían detenido:
no había otra policía investigativa entonces, tiempos tranquilos, la policía
nacional dedicada a guardar el orden y cuidar el tránsito) confesó enseguida.
Había conocido al organista (que devino en la lamentable pero popular prosa de
un columnista de músico sacro en mero organillero: parte del relato que sigue
está reconstruido de los periódicos de la época) en el parque de los Enamorados
y éste le había ofrecido su casa (su cuarto) y pagarle sus gastos. Le había
prometido también (y aquí estaba el origen del crimen) darle dinero extra.
Llevaron una relación más o menos estable por varios meses (el asesino cuidó
mucho de establecer su identidad de bugarrón, de homosexual activo, el
organista definido como el maricón, el homosexual pasivo, definiciones muy
importantes para la mentalidad machista popular y, más decisivo, para su status
en la inexorable estancia en la cárcel), pero últimamente el organista parecía desinteresado en su
futuro asesino. No sólo no le daba el dinero prometido sino que llegó incluso a
negarse a sufragarle sus gastos. El día del crimen (mejor dicho, la tarde), el
próximo asesino había tenido una discusión, verbal pero violenta, con el
organista, quien se había mostrado particularmente desagradable. El asesino
inminente le pidió dinero una vez más y el proyecto de asesinado le dijo que
no, que de ninguna manera, que fuera a buscar trabajo al parque. Furioso con
esta salida, el casi asesino cogió un cuchillo cercano (su víctima estaba
sentada en su usual mecedora, vistiendo su acostumbrado piyama, todavía
sonriendo sarcástico) y sin dudarlo se lo hundió en el pecho. (La puñalada fue
tan feroz que atravesó a la víctima de parte a parte, muriendo instantáneamente,
y el cuchillo se clavó en el espaldar del mueble: pero el victimario no supo la
profundidad de la herida ni sus consecuencias hasta horas más tarde.) Al ver lo
que había hecho, salió del cuarto, cogió una guagua en la esquina y se fue a la
playa de Marianao, recorriendo allá los distintos centros de diversión y no
regresó al solar hasta tarde en la noche. Al entrar en el cuarto se sorprendió
no sólo de que su protector estuviera muerto sino de que siguiera allí, sentado
en la misma mecedora, inmóvil, los ojos abiertos, su sonrisa en los labios y el
cuchillo clavado en el pecho. Decidió hacer algo al respecto y lo que se le
ocurrió, para ocultar el crimen y deshacerse del cadáver, fue descuartizarlo.
(El cronista criminal calificó el descuartizamiento de «tarea macabra».) Empleó
el mismo cuchillo con que lo había matado, que extrajo no sin esfuerzo. Para
llevar a cabo el desmembramiento, que le tomó tiempo, se quitó primero toda la
ropa. Cuando terminó de cuartear el cadáver descubrió que había una gran
cantidad de sangre esparcida por el cuarto, el piso y las paredes. Se dio a la
labor de lavarla, vistiéndose para ir a tirar el agua ensangrentada al
vertedero. No encontró a nadie en el pasillo en los muchos viajes que dio al
fondo del piso. Finalmente envolvió las extremidades descuartizadas en
periódicos viejos y comenzó a repartirlas por los alrededores. No fue muy lejos
pues los miembros tendían a salirse de su envoltura. (Nunca se dio cuenta de
que una de las piernas llevaba todavía una zapatilla al pie.) Así tuvo que
dejar los muslos en los portales del Centro Asturiano y el torso en los
jardines más alejados del Instituto –que estaba a solamente veinticinco metros
de la entrada al edificio. Lo que le dio más trabajo repartir, cosa curiosa,
fue la cabeza, que trató de ocultar en los servicios sanitarios del bar Payret.
Primero la lanzó hacia la cisterna pero rebotaba siempre. («Una suerte de
baloncesto macabro», añadió el columnista criminal a la descripción.) Cansado
de pelotear la cabeza y aprensivo de que entrara alguien al baño, trató de
forzarla por la taza, inodoro adentro -cosa evidentemente imposible, pero no lo
disuadió de su empeño enloquecido la idea de imposibilidad sino el hecho de que
los periódicos, húmedos, se desprendían y la cabeza desnuda tenía todavía los
ojos abiertos: esa mirada fija lo aterró y huyó. Nadie lo vio
deshacerse de sus paquetes (lo que el periodista llamó «carga macabra»), pero
en los varios viajes que dio a la calle, llevando sus miembros, siempre se
encontró parado en la puerta lateral un negrito que lo saludaba. Llegó a pensar
que este testigo inocente sospechaba y se preguntó si no tendría que matarlo
también. Este negrito era Eloy, cogiendo fresco en la puerta de la calle, como
hacía a menudo en el ardoroso verano habanero. De ahí el miedo retrospectivo
que padeció, por los periódicos, Eloy y que compartieron no sólo su familia
sino todos los inquilinos horrorizados por el crimen. Pero el horror dio lugar
a la indignación. Uno de los periodistas más conocidos de La Habana, de Cuba,
había escrito un editorial de primera plana en su periódico en que condenaba
justamente el asesinato pero injustamente había llamado al solar el «cubil de
Zulueta 408» (hubo, naturalmente, discusiones entre el viejo Valentín y su
familia acerca del significado exacto de la palabra cubil), acusando al
edificio -y a sus habitantes por implicación- como incubador del crimen, capaz
de albergar a otros asesinos (¿y no a otros asesinados?), albergue pasado y
futuro de lo que él llamaba la «hez de la sociedad». Aunque muchos no
entendieron esta última frase, todos compartieron la furia contra la injusticia
verbal de ser llamados delincuentes, de ser tildados de criminales, de ser
condenados sin haber sido siquiera juzgados -sobre todo cuando la mayor parte
de los habitantes de Zulueta 408 no tenían otra culpa que ser vecinos
ocasionales de un asesino atroz. Tardó mucho tiempo en olvidarse no el crimen sino
la calificación moral. Pero la vida continuó, más persistente que las palabras.
Tomado de La
Habana para infante difunto.
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