José María de Cárdenas Rodríguez
Yo
receto todo cuanto me da gana
...
Es ventaja de un médico ser ligero
de
manos, caiga el que caiga:
porque
un hombre se acredita,
los
parientes no se agravian,
el
boticario se alegra,
y
el muerto no habla palabra.
Don Ramón de la Cruz
-Don
Jeremías.
-Amigo
editor.
-¿No
cree usted que saldría un bonito artículo de un médico de campo? Bonitos
artículos salen de los médicos de todas partes; pero hay el
inconveniente de que puedo enfermar mañana, y me pongan los médicos, por haber
escrito los tales artículos, in articulo mortis, lo cual no es muy
agradable. Todo lo más que puedo hacer, supuesto que quiere usted tener una
idea del que recorre nuestros campos, es darle ciertas apuntaciones, escritas
nada menos que por un individuo de la profesión, grande amigo mío, y que con
declarar que se Rama don Desiderio Tumbavivos, no tengo más que decir para
encarecerlo, y para que usted y todos vean si es o no es persona digna de fe.
Puede usted disponer de estas apuntaciones como mejor le cuadre; aunque sea
poniéndolas en letras de molde; y yo salvo mi responsabilidad, pues si algo hay
en ellas que no agrade a un hijo de Esculapio, allá se entienda con otro hijo
de Esculapio que las escribió de su puño y letra. Además, si me decido a
entregar a usted el manuscrito en cuestión, es porque se deduce de él que un
médico de campo es propio para figurar en un artículo de costumbres, no tanto
porque él se empeña en ello, cuanto porque a la fuerza hacen que lo parezca las
gentes a quienes ha ido a dedicar sus servicios. Y esto es todo lo que diría yo
mismo si fuera a disculparme de tomarlo por sujeto de mis pobres observaciones.
Así pues, haga usted de los papeles lo que le plazca.
«-Luego
que recibí mi título de licenciado y pude parapetado con él salir con mi cara
lucia a hacer lo que indica mi apellido Tumbavivos, creí que lloverían los
enfermos sobre mí, o con más exactitud, que llovería yo sobre ellos. Pero
pasaron días y días sin que un cristiano me llamase, por lo que imaginé dos
cosas: o que el pueblo se había asustado con la noticia de haber un médico
nuevo, y no enfermaba nadie, temeroso de caer en sus manos, o que mis cofrades
más antiguos habían monopolizado todos los faltos de salud; fuese cualquiera de
ambas cosas (y yo me inclinaba a adoptar las dos), lo cierto es que por mi casa
aún no se habían tañido las campanas, y eso que no me faltaban conocimientos ni
práctica de hospitales. Bien es verdad que a los que mueren en éstos no se les
dobla.
»Ello,
consideraba yo ser muy triste haber pasado parte de mi florida edad yendo
diariamente a las aulas a divertirme con mis compañeros, a arrojarles migajones
de pan, y a oír lecciones que las más de las veces no comprendía, todo por
obtener después de tantos afanes una profesión, y que ésta me viniese a fallar.
Conque viendo que la ciudad no era para mí, decidíme yo a ser del campo.
»Salí,
pues, un día de mi casa, no a hacer aquella obra que en todos, menos en el
médico, es obra de caridad: la de visitar los enfermos. Yo no los tenía, y
cuando el médico no tiene enfermos, fuera mucho exigirle que los visitase. Iba
a verme con un señor amo de ingenio, gordo y sano, que necesitaba un
facultativo en su finca, y a quien se me había recomendado.
»Pocos
días después ya estaba yo en el ingenio Concurso, de la propiedad de dos
Próspero Débito, y ubicado en uno de los mejores y más ricos partidos de esta
jurisdicción. Tuve mi sueldo, la comida y una criada a mi disposición, que era
en una pieza lavandera, cocinera, costurera, y cuanto yo más quería. Dejóseme
además en libertad de igualarme en las fincas cercanas, y acudir adonde
me llamasen. Instalado en la habitación que se me destinó, lo primero que hice
fue colocar contra la pared cuatro o seis listones de tabla a guisa de
anaqueles, para plantar en ellos mi biblioteca, compuesta de las pocas, pero
clásicas obras que a continuación se expresan. Patología de Roche y
Sanson, La Religiosa, Formulario de recetas; tomos segundo y cuarto del
Gil Blas de Santillana, Fisiología de Richerand, Poesías de
Iglesias, y un Tratado de botánica aplicada a la medicina. Con ayuda de
tan buenos libros, era poco menos que imposible verme perplejo, aun cuando se
me presentara un caso de enfermedad más nuevo y extraño que los que se ven en
el tomo de cartas inventadas y publicadas por Le Roy, o en los «atestados»
donde vienen envueltos los pomos de zarzaparrilla, las cajas de píldoras de
Morison o Brandreth, y otros medicamentos.
»Pasaré
por alto cómo los primeros días de mi permanencia en la finca, teniendo poco
que hacer, me di a coger mariposas, de lo que no me avergüenzo, cuando recuerdo
que todo un emperador romano se entretenía en cazar moscas, y eso que no
estaría tan desocupado como yo. Tampoco quiero hacer mérito de las terribles
exigencias del mayoral, quien al anunciarme haber un nuevo enfermo me
decía: «Fulano ha caído malo, póngalo usted bueno pronto, que me hace falta»,
como si estuviese en el médico curar en un tiempo dado, aunque algunos lo han
querido hacer creer. O cuando me echaba fuera a los convalecientes, o cuando se
tomaba la libertad de aplicar otros medicamentos que los prescritos por mí.
»Cuando
vino don Próspero a visitar su finca, preguntó a este mal hombre que tal lo
hacía el licenciado Tumbavivos. -Los tumba, señor -respondió él-: este
año hemos tenido más muertos que el pasado-. Afortunadamente, mejor informado
el amo, supo que de cinco descendientes de Cham, que habían sido enterrados,
los tres debían su muerte a accidentes fortuitos; de modo que a todo tirar,
sólo dos muertes pudieran achacárseme, lo que en más de cuatro meses, era bien
poco para un facultativo que ha tenido tan buenos estudios como yo.
»Detendréme
un poco tratando de mis correrías fuera del predio donde estaba asalariado,
porque ellas son las que constituyen al verdadero médico de campo. Y debo aquí
advertir que no es una regla general que todo facultativo que espolea caballo
por esos caminos reales ha de ser médico de una finca. Bien sé que los hay
propietarios; pero saliendo de casa, todos son iguales.
»El
primer enfermo para quien fui llamado no parecía atacado sino de un fuerte
catarro, por lo que me limité a ordenarle un sencillo cocimiento de flor de
borrajas y prescribirle que se abrigase. Pero cuando al siguiente día pasé a
hacerle mi segunda visita, salió a recibirme uno de la familia, y me participó
que habiéndose llamado a otro facultativo, excusara volverme a molestar. -¿Pues
no había yo de volver? -pregunté. -¡Ya!, pero como usted no recetó. -¿Y si no
era necesario? -Siempre es preciso recetar cuando hay enfermo: tome usted-. Y poniéndome
en la mano lo que juzgó deberme pagar, se despidió de mí.
»Dígame
si no era muy natural que volviéndome yo medio mohíno a mi casa, hiciese estas
reflexiones. -La medicina es la que ha de darme a mí lo que busco, y esta gente
me indica el camino que debo seguir. Debieran agradecerme que no les hiciese
gastar dinero, y que les evitase la incomodidad de correr cuatro leguas y
reventar un caballo para ir a la botica en busca de una medicina que en mi
concepto no era necesaria; y lejos de eso han atribuido a ignorancia la buena
obra de no haber recetado. Pues recetaré siempre, y me daré un aire de
importancia de todos los diablos: quieren ser deslumbrados, los deslumbraré;
quieren no entender al médico, no me entenderán. Ya dijo Lope de Vega que cuando
el vulgo paga justo es complacerlo: yo complaceré a este vulgo del campo, pues
él es quien me paga, y si llega a hacerse natural en mí la pedantería a que
recurro como medio para medrar, no me culpen, por Dios; sino culpen a estas
gentes entre quienes me veo.
»Poco
tuve que esperar para poner en planta mi resolución. Algunos días después fui
llamado con gran urgencia para asistir a un pobre labrador cargado de años y de
familia. Acudí, pues, con la precipitación que demandaba el caso, y al llegar a
su habitación, pude ver como diez o doce individuos que me aguardaban con la
mayor ansiedad. Todos eran hijos y nietos del enfermo, y en sus semblantes vi
pintados el dolor y la consternación. Eché pie a tierra, y entrando en la casa,
una mujer anciana, esposa del enfermo, me condujo al aposento de éste. Hecho el
correspondiente examen y las preguntas necesarias, conocí no haber más que una
violenta indigestión; pero me guardé muy bien de decirlo.
»Salí
a la sala, y todos fijaron sus ojos en mí, como si quisieran adivinar lo que
pensaba yo del enfermo y la enfermedad. Dirigiéndome a las mujeres, hablé así:
»-Encuentro
al paciente bastante abatido: el pulso no está isócrono, la lengua se
halla fuliginosa, la respiración algo luctuosa, hay su calorcillo
mordicante en la piel, y hay tialismo, o sea salivación: todo lo
cual me indica que ese hombre está enfermo, y que por eso me han llamado
ustedes. Mas a pesar de los síntomas que se me han presentado, no me
aventuro a formar el diagnóstico, y no puedo decir si ese señor padece
de una peritonitis o de una gastroenteritis, pues son dos
enfermedades éstas que se parecen como dos gotas de agua. Pero traten ustedes
de contestar a mis preguntas, y saldremos de la duda.
»-¿Ha
tenido calofríos el enfermo?
»-Sí,
señor -respondió una de las muchachas que parecía más avisada.
»-¡Bien!,
¿y ha tenido dolor en el abdomen?
»-¿En
dónde, señor?
»-En
el vientre, niña.
»-Ah,
sí, señor.
»-Bien:
¿y fue el dolor lancinante, vivo, pungitivo, ardiente, circunscrito,
extenso, fijo, móvil o superficial?
»-Todo
puede haber sido; pero el enfermo se quejaba, y eso denota que era fuerte.
»-Bien
dicho. Pues, señor, es gastroenteritis, y si viene Hipócrates, que no
vendrá, y les dice a ustedes que no es gastroenteritis, digan ustedes de
mi parte a Hipócrates que es gastroenteritis, y que se vaya a paseo.
»-Bien,
señor: ¿y cómo se cura ese gato enterito?
»-Ya
veremos. ¿Qué método quieren ustedes que siga con el enfermo? El método debilitante
o llámese antiflogístico, o el fortificante, o sea tónico, o el contra-estimulante,
o el revulsivo? La terapéutica no rechaza ninguno, y cada cual
tiene por partidarios sapientísimos autores.
»-Lo
que nosotros queremos es que el enfermo se ponga bueno.
»-Y
es cosa muy natural.
»Figúrese
cualquier cristiano amigo de observar contrastes, qué parecería un hombre
hablando, como dice Iriarte, en un estilo tan enfático, en la saleta de un
miserable bohío formado de estacas y embarrado; donde todo demostraba la
miseria y la desidia, y donde alternaban las personas con los perros, y los
cerdos y las aves domésticas, y cómo sonarían mis técnicas frases en los oídos
de una pobre gente, de todo punto ignorantes, y acostumbradas no más que a cavar
la tierra y coger su poca o mucha cosecha de maíz o de patatas, o a dirigir una
enorme carreta por entre cangilones y lodazales. Pero yo había visto que esta
gente no creía en el saber del médico si cuando hablaba lo comprendía, y así es
que hablé para que no me comprendiesen, haciendo al mismo tiempo la triste
reflexión de si sería cierto que en la ajena ignorancia estriba y está la
piedra fundamental de una ciencia tan sublime como la que profeso.
»Prescribí
algunos remedios simples; pero recordando que si no recetaba perdía fama y
dineros, pedí recado de escribir, que fue necesario corriese un muchacho a
escape en el mejor caballo a buscarlo a la taberna, distante de allí un cuarto
de legua. He aquí mi receta, y es la misma que usé en todas las ocasiones que
consideré no haber necesidad de medicinas, persuadido de que no podía resultar
en perjuicio del paciente, como ha de verlo quien lea estas apuntaciones:
|
Rpe. -Sacari albi... unciam.
|
Aquae
distilatae... libras duas.
|
|
Misce
et addes syrup rosat q. s. ad colorem.
|
|
Lic. TUMBAVIVOS
|
»Póngola
en castellano en obsequio de mis colegas que ignoran el latín, que no son
pocos.
|
Receta.
- Azúcar blanco... una onza.
|
Agua
destilada... dos libras.
|
|
Mézclese y agréguese sirope rosado en
cantidad suficiente para que tome color.
|
»-Ésta
-dije- es una bebida coloradita y que surte siempre los mejores efectos: se
darán al enfermo tres cucharadas cada dos horas; teniendo especial cuidado que
se mueva y de hacerla tibiar antes.
»Mi
enfermo se restableció, yo quedé acreditado, el boticario viendo que nueva y
poco costosa medicina entraba en el reino de la farmacopea, se hizo lenguas de
mí y confieso que no poco le debo. Todos quedaron contentos, y más que todos
yo, que me propuse continuar por una vía tan fácil.
»De
tal manera que habiéndome llamado después un pobre hombre para que viese a su
mujer, que a los dos días había de estar buena y sana sin ayuda de médico ni
medicinas por no tener más que un simple constipado, tuve con él el siguiente
diálogo:
»-No
encuentro en la enferma ningún signo patognomónico; pero observaré los
otros. Antes de todo, dígame usted si tiene anorexia.
»-¿Cómo,
señor?
»-Quiero
decir, si tiene falta de apetito.
»-No,
señor.
»-¿Y
ha comido colas de pescado?
»-¡Qué
pescado del diablo, si nunca lo catamos!
»-Pregúntolo
porque habiendo comido colas de pescado, pudiera estar atacada de una colitis
simple, pero quizás sea su enfermedad una fiebre gástrica, o para que
usted me comprenda mejor una gastro duo denitis; y me lo hace creer la
circunstancia de que vivimos en clima cálido; si viviésemos en país frío diría
que era una gastro entero colitis, o séase fiebre mucosa: aunque debo advertir
a usted que no todos los autores convenimos en que la gástrica y la gastro
duo denitis, la mucosa y la gastro entero colitis, sean enfermedades
idénticas. De todos modos, lo que a usted le importa es que sane su mujer.
»-Sí,
señor.
»-Pues
vamos a examinarla de nuevo.
»Hécholo
así, volvíme al pobre marido que aún no sabía lo que por él pasaba; y que a
pesar de ello estaba contentísimo por no haberme comprendido, y le dije:
»-No
es más que una bronquitis, y ya nos ayudará la patología a echarla
fuera. Yo he asistido este invierno a diez individuos atacados de esa flegmasía
y he tenido la fortuna que sólo nueve se me han muerto. El método que sigo en
estos casos es infalible.
»Dispuse
un buen sudor de violetas para la noche, que era lo que había de curarla; pero
dejé mi receta para que diesen a la enferma dos cucharadas de la bebida cada
hora, durante el día.
»Una
mujer envió por mí, porque habiéndose una niña suya magullado un dedo al
cerrarse una puerta le sobrevino un tumor que llegó a tomar un aspecto algo
feo.
»-No
es nada, señora -la dije-; seis casos he tenido de niñas que se han machacado
un dedo, y todos han terminado bien. La causa de este accidente parece provenir
de que, teniendo una niña pues la mano en el marco de una puerta, se cierra
ésta de golpe y la pilla el dedo. La estación contribuye a hacerlos frecuentes,
pues los vientos nortes que reinan tienen las puertas en continuo movimiento si
no están bien atrancadas.
»La
lanceta libertó a la niña de aquella incomodidad; mas para completar la
curación receté mi bebida, con la diferencia que pedí doble dosis, y dispuse la
diesen toda una botella de una vez, seguro de que había de agradarla.
»Seis
años pasé en el campo, al cabo de los cuales con el buen nombre que había
adquirido, y más que todo con algún metálico, pude volver a establecerme en la
ciudad, donde, como lo saben todos, soy uno de los más afamados facultativos.
¿Débolo a que he continuado el sistema que adopté en el campo?, ¿débolo a que me
hallo en disposición de presentarme con cierto lujo, y sea un hecho que un
talento mediocre, si puede ostentar, consigue más que el verdadero sabio a
quien tienen arrinconado su pobreza y su timidez? Cuestiones son éstas que no
trato por ahora de aclarar, ni quizás trataré de aclararlas nunca.»
-Don
Jeremías.
-Amigo
editor.
-No
veo inconveniente alguno en que publiquemos estas apuntaciones que acabo de
leer. Primero, porque es un médico quien habla; segundo, porque al fin y al
cabo, la pintura que él hace de sí está muy lejos de convenir a todos los
facultativos del campo, y mucho menos a los de la ciudad, siendo cierto que
algunos conozco yo, muy dignos del público aprecio; que honran su profesión, se
desvelan por aliviar a la humanidad doliente con aquella cristiana caridad que
nadie tanto como un médico tiene ocasiones de practicar, y procuran desvanecer
los errores del vulgo en vez de hacer que se arraiguen más; y tercero, porque
los pocos que se parezcan al licenciado Tumbavivos bien merecen una
leccioncilla inocente y festiva.
-Ya
he dicho a usted que haga en ello lo que mejor le parezca, y quede usted con
Dios.
(1845)
Los cubanos pintados por sí mismos, edición de lujo ilustrada por Landaluze, con grabados de José Robles, 1852, tomo 1, 1852, Imprenta y Papelería Barcina, pp. 173-79.
No hay comentarios:
Publicar un comentario