Alejo Carpentier
Balzac escribió alrededor de cien
novelas... Y decimos «alrededor» porque hay dos modos de establecer un catálogo
de ellas: a) el que consiste en sumar sus títulos definitivos, lo que nos da una
cifra algo inferior a cien, b) el que consiste en señalar que tal o cual
relativo, tenido por una obra coherente y vertebrada es, en realidad, un
patch-work, una reunión de varias novelas o «novellas» anteriores hilvanadas, a
veces, con tanta prisa y descuido que, como ocurre con La mujer de treinta
años, nos cuesta trabajo relacionar y seguir el desarrollo de seis textos
arbitrariamente puestos en sucesión. (Algo semejante vemos en las Grandezas y
miserias de las cortesanas, donde, aunque con mayor fortuna, Balzac reúne cinco
novelas anteriormente publicadas bajo otros títulos...)
Claro está que Balzac
era un genio, y el genio no sólo hace lo que quiere, sino también lo que puede.
Pero cabe preguntarse ahora si una producción tan superabundante como la de
Balzac no resulta, en fin de cuentas, perjudicial al conocimiento de la obra
misma. Todo hombre culto ha leído a Balzac, ciertamente. ¿Pero cuántos tomos de
Balzac ha leído en realidad? Acaso una cuarta parte, que incluye, por fuerza
-por ser más famosaslas obras maestras indiscutibles Eugenia Grandet, admirable
logro, acierto total del comienzo a fin, La piel de zapa, justamente clásica; La
duquesa de Langeais, expresión perfecta del romanticísmo en la narrativa; El
lirio en el valle, y, desde luego, aquellos tránsitos de la Comedia humana, que
trajeron al mundo de la dimensión imaginaria los inolvidables personajes de
papá Goriot, la prima Bette, César Birotteau, Gobseck, Vautrin, Rastignac, el
banquero Nucingen, Luciano de Rumbempré, y tantos otros que, con el tiempo, se
nos erigieron en arquetipos proverbiales.
Esto, desde luego, basta para
asegurar la inmortalidad de un escritor. Y, sin embargo, ante la desbordada
creación balzaciana, llegamos a preguntarnos si no le hubiese sido mejor haber
escrito menos, centrando el esfuerzo en el mantenimiento de una calidad
semejante a la que se observa a todo lo largo de Eugenia Grandet. Porque en
nada se rebaja la grandeza de Balzac: admitiéndose que, en sus novelas de
segundo plano, abundan las páginas sumamente prescindibles -cuando no
francamente detestables.
Este año muchas revistas literarias consagrarán números
especiales, ensayos, estudios, etcétera, a la memoria de Gustave Flaubert,
muerto el 8 de mayo de 1880 -hace exactamente un siglo. Y su nombre viene a
oponerse, en nuestra mente, por fuerza, al de un Balzac, por cuanto -también
creador de arquetipos por siempre inscritos en la historia literaria universal-
fue un autor poco fecundo, consciente de su terrible dificultad de escribir y
que, sin embargo, después de mucho renegar de su oficio, de quejarse de la
lentitutd con que adelantaban sus manuscritos, después de leerlos, releerlos,
clamarlos, declamarlos a la manera de un actor, después de exasperarse en el
manejo de una pluma que mal respondía a sus intenciones, acababa produciendo
algo que siempre -casi por fatalidad- resultaba una auténtica obra maestra,
destinada a la inmortalidad.
Fuera de una mala comedia, muerta al nacer, y de
una copiosa correspondencia, a más de uno que otro texto de juventud, Flaubert
sólo escribió seis libros. Pero seis libros titulados: Madame Bovary, Salambó,
La educación sentimental, La tentación de san Antonio, Tres cuentos y Bouvard y
Pecuchet, novela que la muerte de su autor dejó inconclusa, aunque casi toda
pasada en limpio. Y estas obras tienen una característica singular, muy rara en
la historia literaria: cada una responde a un planteamiento particular, nos
lleva a diversas épocas y diversos ambientes, resuelve diferentes problemas de
expresión, de estilo, de enfoque, constituyéndose en universo cerrado, redondo,
completo en sí misma.
Nada hay más diferente de Madame Bovary que La tentación
de San Antonio. Y sin embargo, Flaubert está presente y bien presente en
cualquier página de estos dos libros. A la gestación dolorosa, prolongada,
llena de desalientos, seguía el fruto genial, espléndido y pronto imitado.
Porque, si bien algunos, hoy, nos dicen que Salambó se les parece un poco a las
películas de Cecil B, de Miller, no habría que olvidar que la novela cartaginesa
de Flaubert resultó algo tan novedoso en su tiempo que dio origen a toda una
novelística cultivada -con la personalidad particular de cada cual por autores
tan distintos como Pierre Louys (Afrodita), Jean Lombard (Bizancio, La agonía),
Sienkiewic, y hasta por Vicente Blasco Ibáñez, quien, en su novela de
juventud Sónica la Cortesana, reproduce, con plagiario desparpajo, frases
enteras del texto ejemplar.
En cuanto a Bouvard y Pecuchet,
se trata de una novela sin paralelo en toda la literatura moderna. Nada
parecido conozco a ese viaje de dos personajes -primos remotos de don Quijote y
Sancho- a través del vasto mundo de las ideas y los conocimientos humanos.
Viaje cuyas jornadas tragicómicas terminan siempre en un fracaso -como ocurre
en la magna novela cervantina-. Pero novela que, vuelta a su punto de partida,
tras de una trayectoria circular, puede volver a empezar indefinidamente,
disparándose hacia otros rumbos. Novela inmensa, novela enciclopédica -sin
antecedentes en Francia, como no sea en Rabelais-, donde acaso haya alcanzado
Flaubert la cima de sus posibilidades.
Y esta importancia la había
percibido, antes que nadie, un hombre genial de América Latina. Me refiero al
cubano José Martí. Y el hecho resulta tanto más portentoso si pensamos que el
día 8 de julio de 1880 publicaba Martí, en The Sun, de Nueva York, un importantísimo
ensayo acerca de Bouvard y Pecuchet, exponiendo pormenorizadamente su asunto,
destacando sus planteamientos con la sagacidad crítica que le era peculiar... Y
lo más extraordinario del caso era que Martí escribía su ensayo cinco meses
antes de que madame Aubin empezara a publicar fragmentos del manuscrito
inconcluso en La Revue Nouvelle, de París, a título de sensacional primicia
ofrecida a sus lectores... ¿Cómo José Martí conocía, estando en Nueva York, el
texto póstumo de Flaubert?... ¿Y cómo lo conocía hasta el punto de poder
análizar certeramente su contenido literario y hasta filosófico?... Hay ahí un
misterio cuya elucidación dejo a los doctos investigadores de enigmas
históricos. Pero nos queda el hecho de que un escritor de América Latina fuese
el primero, acaso, en señalar el extraordinario valor de una novela debida al
genio de quien nunca se repitió, en sus empeños, y que en vísperas de morir,
emprendía una nueva aventura creativa, distinta a todas.
Balzac pasa a la posteridad con
un bagaje de más de cien libros. Gustave Flaubert, con seis obras maestras....
¿Cuál de los dos destinos será el más envidiable?...
El País, 26 de abril de 1980.
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