sábado, 6 de junio de 2015

Estado del país



  

   Rafael Martínez Ortiz


 La alegría del pueblo era inmensa; se desbordaba por todas partes; se expresaba en cuantas formas puede exteriorizarse ese sentimiento. Los cubanos estaban delirantes; no había hogar, por modesto que fuera, que no apareciese en alguna forma engalanado, y los fuegos artificiales, los gritos, las aclamaciones, los cantos y las músicas saludaban, desde los primeros resplandores del alba y con estruendosa algazara, la que para todos era aurora de gratas esperanzas, consagración definitiva de un anhelo por muchos años suspirado.

 El conseguirlo había impuesto sacrificios inmensos. El país quedaba arrasado; la riqueza pública había sido totalmente destruida, en los campos, al menos. Imposible era creer que pudiera tamaño estrago repararse en pocos años. Los sitios de labranza y las plantaciones de caña, fuentes principales de la producción, habían desaparecido por completo. Por leguas y por leguas nada percibíase cultivado, y entre el verdor monótono de los herbazales, sólo sobresalían a trechos los restos ahumados de los ingenios y de las casas incendiadas, únicos y mudos testigos de la desolación y del desastre.

 Ni siquiera una choza rompía, con el tinte obscuro de su techumbre de bálago, la igualdad triste del paisaje; ni una res pastaba en las praderas inmensas; ni apenas un ave cruzaba el espacio, o alteraba con su canto el lúgubre silencio de aquella soledad augusta. La vida animal parecía haberse extinguido por completo. En el furor tremendo de la lucha, todo, absolutamente todo, había sido aniquilado. La herencia de los siglos habíase deshecho; del trabajo de las generaciones sólo quedaban, como huesos de esqueletos esparcidos al acaso, torres solitarias, muros ennegrecidos, montones informes de hierros cubiertos de óxido y ladrillos rotos o calcinados.

 La guerra, destructora y feroz siempre, muy pocas veces lo fue en el grado alcanzado por la de Cuba. A los visitantes de la Isla, pocos años después, debieron las narraciones antojárseles consejas; pero los estragos superaron realmente a toda ponderación. Se cuenta que, en la guerra civil de los Estados Unidos, el general Sherman, en ocasión de su famosa marcha hacia el Atlántico, decía: «El cuervo que me siga deberá llevar su alimento en el pico.» En Cuba esa frase llegó a ser exacta en absoluto; hasta las aves que habitualmente se alimentan de los detritus y las inmundicias perecieron de hambre, y esto en una isla de los trópicos, donde la exuberancia de la naturaleza parece brindar en manantiales inagotables la subsistencia. 

 Los centros de población, aun los del litoral, menos castigados por las calamidades, mostraban también sus huellas. Muchedumbres hambrientas pululaban por todas partes y cubrían con harapos de luto por la muerte de deudos más o menos próximos cuerpos extenuados hasta lo inverosímil, o a veces, hasta lo inverosímil también abultados por la hidrohemia. Aquellas pobres gentes, sin auxilio alguno, habían agotado sus recursos y echado mano de toda clase de alimentos. Los más inmundos y repugnantes animales se devoraron con deleite y se buscaron con empeño frenético. Las raíces, los troncos y las hierbas se utilizaron también. 


 Las mujeres y los niños famélicos buscaban en los pesebres de las fuerzas de caballería acampadas en las calles y entre la tierra polvorienta los granos desechados, para comerlos crudos, y las semillas y cortezas de las frutas se recogían también como preciosos hallazgos. Con frecuencia llevábanse a pedazos, y a pesar de los esfuerzos de la policía para impedirlo, los restos de animales muertos de enfermedades contagiosas. Eran aquellos reclusos infelices los espectros de los campesinos reconcentrados por el general Weyler.

 Las frutas silvestres habían sido abundantísimas el año de la guerra con los Estados Unidos; las reducidas siembras hechas en las zonas de cultivo habían rendido cosecha excelente; muchas vidas se salvaron por esa feliz coincidencia. La mortalidad, no obstante, llegó a ser asombrosa; es muy difícil calcularla con exactitud, pero puede afirmarse que fueron algunos cientos de miles las víctimas. Sólo en Santa Clara, capital de las Villas, población de 15.000 habitantes, perecieron en un año 6.981. En enero de 1897, el mes anterior a la reconcentración, se registraron en los libros del Registro Civil 78 defunciones, y llegaron a 1.037 en noviembre y a 1.011 en diciembre.

 Hacinadas las personas en barracas, sin alimento y sin medicinas, las sanas dormían junto a las enfermas y a las moribundas, tendidas y mezcladas en el suelo. Todas las mañanas se recogían los muertos por docenas en las mismas salas, y muchas veces, sin identificarlos, se arrojaban unos sobre otros en carretones usados para las basuras y se sepultaban en zanjones abiertos en los cementerios provisionales; los existentes resultaban en todas partes pequeños. Hubo familias extinguidas por completo; las salvadas presenciaron los horrores más grandes de la miseria. No hubo cuadro de desolación que no se presentase a la vista. En uno de los bohíos de la ciudad citada, y tras muchas muertes sucesivas en él, fue encontrado, único superviviente, un niño mamando los pechos exhaustos de su madre, cadáver desde muchas horas antes; la infeliz criatura no pudo salvarse; había bebido el veneno de la muerte en los propios senos maternales.


 Cuba. Los primeros años de independencia. I, 3ra edición, París, 1929, pp. 18-20.


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