José Miró Argenter
El más pequeño de los capitanes generales, el
más pequeño en estatura, el más pequeño en el consejo, y sólo notable en la
maquinación de planes tenebrosos, compuso el acto más inicuo de la obra que
tenía en mente, sirviéndole de amanuense al gran escribano, su válido y
cómplice a la par. No salió del salón rojo de palacio –en aquella época, no
pulquérrimo como ahora, porque entonces la suciedad se exhibía en los muebles
de lujo, y la porquería tapizaba los pabellones, los mosquiteros, las lunas de
Venecia, los neceseres, lugares excusados apartes-, no dejó el gabinete de
estudio para dar cima al horrendo propósito de contener el vuelo de la
insurrección por medio de los asesinatos impunes, al por mayor y al detalle, y
por otros medios más espantosos, aunque no participaran de esta forma violenta.
Allí urdió el titulado Marqués de Tenerife y payés de San Quintín de Mediona
(lugar de Cataluña en la comarca del Penedés, donde el sátrapa posee unos
viñedos no castigados por el oídium), allí concibió, y redactó en mala
gramática, el célebre bando de reconcentración de pacíficos, con sus bueyes y
aperos de labranza, como desquite a las sonadas victorias de Maceo; padrón de
ignominia para el autor y sus partidarios, y que iba a costarle a España el más
ejemplar castigo que registran las historias de los pueblos conquistadores.
“Ordeno y Mando” –escribió el capitán general,
después del encabezamiento de rúbrica.
1ro -. Todos los habitantes en los campos o
fuera de la línea de fortificación de los poblados, se reconcentrarán en el
término de ocho días, en los pueblos ocupados por las tropas. Será considerado
rebelde y juzgado como tal, todo individuo, que trascurrido ese plazo, se
encuentre en despoblado.
2do -. Queda prohibida en absoluto la
extracción de víveres de los poblados, y la conducción de uno a otro por mar o
tierra sin permiso de la autoridad militar del punto de partida. A los
infractores se les juzgará y penará como auxiliares de los rebeldes.
3ro-. Los
dueños de reses deberán conducirlas a los pueblos o sus inmediaciones, para lo
cual se les dará la protección conveniente.
4to -.
Trascurrido el plazo de ocho días que en cada término municipal se contarán
desde la publicación de este Bando en la cabecera del término, todos los
insurrectos que se presentes, serán puestos a mi disposición para fijarles el
punto en que hayan de residir, sirviéndoles de recomendación el que faciliten
noticias del enemigo que se puedan aprovechar, que la presentación se haga con
armas de fuego, y más especial si esta fuera colectiva.
5to.- Las
disposiciones de este Bando solo son aplicables a la provincia de Pinar del
Río.
Habana, 21 de octubre de 1896. – Valeriano
Weyler. (…)
Como medida militar, el bando de Weyler no
sería impugnado por nadie que conozca las guerras de Cuba, si el móvil de esa
disposición se hubiera inspirado en el propósito de sustraer elementos de vida
a los revolucionarios en armas, a quienes únicamente debió alcanzar el castigo;
pero, siendo otro, muy diferente, el propósito que perseguía el capitán general
con la aplicación de dicha medida, propósito inspirado en la venganza,
concebido por el afán de satisfacer las pasiones más innobles, la pasión del
odio, la de la ira, la del despecho, y la propia ferocidad de aquel soldado
imperito, es una orden vituperable bajo todos los aspectos, ineficaz como
medida de guerra contra los que combatían con las armas en la mano, que no iban
a reconocer la autoridad de la metrópoli porque les faltara el subsidio del
predio, y la más adecuada y oportuna para abrir la senda de los horrores y los
asesinatos a mansalva. Por la primera prescripción del terrible bando, se
concedía autorización a los jefes de las columnas para que ejecutaran sobre la
marcha a los campesinos que no hubieran abandonados sus pequeñas haciendas; y
por el inciso segundo, de la misma disposición, se condenaba a la pena capital
a los que ignoraban los mandamientos de ese código draconiano. Dos métodos,
pues, se utilizaban para llegar a un solo fin: matar sangrientamente a los que
alegasen desconocimiento, y matar de hambre a los infelices que, por temor al
asesinato, se viesen obligados a salir del monte. Todo el que se encuentre en
despoblado -decía la salvaje disposición de Weyler-, esto es, todo ser viviente
que tuviera su domicilio en las afueras de cualquier sitio fortificado, caería
bajo el rigor de las leyes establecidas. Sabido es que los campesinos
diseminados por las vegas, estancias, potreros y tumbas de monte, constituyen
la mayor parte de la población rural, especialmente en las provincias de Pinar
del Río y Camagüey. Los pueblos fortificados no pasaban de quince en la región
de Vuelta Abajo, en aquel periodo de la guerra; y es igualmente notorio que los
despoblados empiezan en Cuba a tiro de fusil de cualquier lugar urbanizado. En
Pinar del Río la ferocidad de Weyler tenía ancho campo donde cebarse.
El terrible bando, aplicado de un modo brutal,
elevó la mortandad a la cifra incalculable de una epidemia mortífera que arrasa
campos y ciudades. La reconcentración de pacíficos dispuesta por el facineroso
soldado que representaba al gobierno de la regencia, tomó el carácter de plaga
que elegía sus víctimas entre los apocados y misérrimos. Los insurgentes no
carecían de víveres en las montañas, e iban por ellos a las zonas de cultivo de
los destacamentos españoles, si alguna vez llegaban a faltar en los lugares
ocultos de la sierra; pero los depauperados, que no podían militar en las filas
revolucionarias con el carácter de actores, fueron pasto de esa calamitosa
reconcentración que no tenía más objeto que el exterminio del vecindario rural,
por medio de la matanza en los despoblados, por medio de la aflicción lenta y
metódica dentro del perímetro de las plazas guarnecidas. El calvario de los
reconcentrados excede en horror a cuanto pudiera decirse: fue el más estudiado
de los martirios públicos, el más persistente y cruel de los azotes, aplicado
por el despotismo de una autoridad que quiso obtener la triste gloria de
exterminar la población cubana, si los acontecimientos se le mostraban propicios,
o si la deidad del mal seguía brindándole sus favores. La feroz batalla la
planteó contra hombres y mujeres a la vez, que no tenían manera de salvarse de
las jaurías perseguidoras, y extremó el rigor contra los infelices de la
población rural, que ante el cuadro horrendo de la matanza, viendo incendiados
sus bohíos, destruidas las siembras y dispersados a tiros los animales
domésticos, aceptaron la boleta del mísero alojamiento bajo la denominación de
reconcentrados.
Esa cartulina, en la que únicamente se estampaba el número del
individuo, pues el reconcentrado era un ser anónimo, venía a ser el pasaporte
legal para el otro mundo, expedido comúnmente por el furriel de la guarnición,
especie de cómitre irresponsable. Los reconcentrados devoraban los residuos
hediondos del puchero después que la tropa había apartado el caldo y el jamón,
relamiéndose de gusto; y, a veces las espinas del bacalao podrido, menos
escuálido que la gente hambrienta. Dormían en promiscuidad, hombres, mujeres,
viejos y niños sobre los camastros del barracón, bajo la vigilancia de los
centinelas; hacinamiento humano, compuesto de todas las miserias y de todos los
infortunios. Después del primer toque de fagina, el cabo o el sargento de retén
les pasaba revista de comisario, amenazaba con estos insultos y otros de mayor
calibre: “!A ver esos reconcentrado! ¡Fuera del corral! ¡A poner los piojos al
sol!” La crueldad y la grosería andaban aparejadas. Si durante la noche alguno
de esos infelices, por decencia o por pudor trataba de escurrirse del barracón
para ir a vaciar en sitio más a propósito las heces de la miserable comida, le
pegaban un tiro o le mataban a palos: ¡era juzgado como rebelde cogido en la
manigua! Aún después de terminada la guerra, algunos meses después de la paz
entre Estados Unidos y España, se veían las señales de la horrenda calamidad
que inventó y fomentó el depravado Weyler. Todo individuo macilento y andrajoso
que anduviera por la ciudad o por los despoblados, alcazaba del observador este
juicio, sintético y exacto: ¡debe ser un reconcentrado! Las víctimas de Weyler
se reconocían por el vientre abultado, la faz cadavérica, los ojos hundidos y
apagados, el habla sutil y quebradiza, el estupor pintado en el rostro, y las
ropas cayéndose a pedazos. Por dondequiera se alzaban testimonios acusadores
contra el gobierno de la regencia, que sancionó los procedimientos del inicuo
representante de la corona, y dijo mil veces, en documentos oficiales, que el
proceder de Weyler estaba en perfecta armonía con el criterio de su majestad
católica y con la política salvadora de sus consejeros responsables. No
permitió la providencia que murieran todos los reconcentrados, a fin de que no
se borrara la imagen de tan prolongado infortunio, y la poderosa nación que al
cabo intervino en la contienda de Cuba contra España, pudiera comprobar, con
testimonios irrecusables, toda la acusación de la voz pública.
Era, pues, Weyler otro duque de Alba, aunque
en tamaño de postal en lo que respecta al orden militar, pero de parecida traza
en cuanto a la dureza del corazón, tan carnicero como el soldado de Flandes,
tan implacable como el hombre de hierro que asoló los Países Bajos, con el
único distingo de que aquel marchaba a la cabeza de los tercios españoles y
hendía las primeras espadas de Europa puestas al servicio de la religión
protestante. Y nuestro Alba de Tenerife y de Cabaniguán, pequeño de estatura,
casi deforme, y pequeño dentro de lo teatral de su papel, no tenía valor para
matar a ningún hereje cara a cara, pero le sobraba osadía para contemplar
tranquilamente el espectáculo de una decapitación enorme, de filipinos y
cubanos, y aun para olor los despojos de las víctimas, como la hiena coronada
de la Saint Barthélemy que decía, con mayor unción, recorriendo las calles de
París al día siguiente de la matanza: “!Siempre huele bien el cadáver de un
enemigo!”. Puede llegarse a esta conclusión: Weyler no era el De Alba ni en
tamaño de tarjeta: era otro Carlos de Valois y de Médicis sin el lustre del
nacimiento.
Aunque el celebérrimo bando de la
reconcentración publicado el 21 de octubre de 1896, aclaraba en su último
artículo que las disposiciones en él contenidas, sólo eran aplicables al
territorio de Vuelta Abajo, tal declaración era la más cínica de las falacias
oficiales entre las muchas que vieron la luz en letras de molde. Bien sabido es
que los horrores de la guerra, los fusilamientos, los asesinatos jurídicos, la
cacería de personas indefensas, los ultrajes al pudor de la mujer, la señalada
persecución contra los ciudadanos extranjeros, especialmente si era súbditos de
los Estados Unidos, y el procedimiento de matar de hambre a las familias de
Cuba que no pudieron salir de las poblaciones, todo ese cúmulo de desafueros y
de crímenes, se inició y se desarrolló en la provincia de Matanzas con un año
de anticipación al de la fecha del inicuo bando. Debe recordarse que al retorno
de la invasión (febrero de 1896), el general Maceo tuvo oportunidad de
comprobar, sobre el campo que por segunda vez recorría, la larga serie de
hechos vandálicos perpetrados por las columnas de Molina, Vicuña, Melguizo,
Tort y Calvo, que fusilaban sin piedad a personas inocentes por el solo placer
de derramar mucha sangre que no costara una sola gota a los ejecutores. Debe
también recordarse la expresiva nota que estampó un soldado español al pie de
una carta dirigida a otro compañero, que se hallaba destacado en el castillo de
san Severino, postdata que era el más elocuente resumen de aquella situación:
“Ahora nuestros jefes no se andan con chiquitas: a todo el que encontramos por
el camino, le cortamos la cabeza.” Dos parrafitos que valen por dos
informaciones ilustradas. Tanto fueron los horrores cometidos por Molina,
Vicuña, Tort, Calvo, Melguizo y otros jefes de la misma laya, en el mes de
febrero de 1896 (o con más exactitud, desde el 11 al 29) que Maceo, no pudiendo
dominarse, le escribió a Weyler la carta que hemos insertado íntegra en otro
lugar de estas crónicas. Debe suponerse, por lo tanto, que el general Maceo no
iba a escribir una carta acusatoria y mucho menos a Weyler, sin haber
comprobado plenamente los hechos afrentosos que ella señalaba, quiénes los
habían cometido y en qué lugares del territorio. Weyler recibió la carta; la
recibió, puesto que fue echada al correo dentro de la ciudad de La Habana, y
pocos días después mostrada a sus contertulios la firma de Antonio Maceo; pero,
taimado como nadie, no enseñó el texto de dicha misiva. Se limitó a decir que
Maceo le había mandado un mensaje especial, y que allí estaba el papel con la
firma auténtica del jefe insurrecto. Trataba de infundir en el ánimo de los
papanatas que le hacían la corte, la absurda opinión de que él tenía en el
bolsillo de los pecados la paz o la guerra. Weyler, a más de incompetente para
las obras complicadas, era hipócrita, con tendencias al maquiavelismo
aparatoso. En el hombre que ejercía el mando supremo del país sin cortapisas ni
responsabilidades esta aspiración al papel de estadista enigmático, es
altamente ridícula. Entre otros muchos actos que lo colocan de cuerpo entero y
descubren su nulidad al pretender declamar un papel frío, de hombre taciturno y
sabio, que resuelve los más complicados negocios y se antepone a la voluntad de
los acontecimientos, sobresale aquella especie de monólogo que recitó en Madrid
después de la explosión del Maine, con el que pretendía sembrar la duda en el
ánimo de los oyentes sobre el autor de la catástrofe. El gran trapacero quiso
dar a entender que, acaso a su sagacidad militar, se debía el primer acto de
las represalias. Dijo que él colocó minas en el puerto de La Habana, en
previsión de graves contingencias con la República Norte Americana. Hubo
simples que así lo creyeron, y aun pregonaron los talentos del monstruo.
“Aunque él, por un sentimiento de natural modestia, no quiere declararlo, Weyler
es el autor de la venganza española”. Los que poseemos la medida exacta del
cacumen del feroz personaje, sabemos positivamente que él no conocía el
mecanismo de un torpedo, ni de qué modo se hacía estallar por medios
científicos y ocultos.
La obra magna de Weyler es la reconcentración.
Crónicas de la guerra, T-II, Letras
Cubanas, 1985, pp. 476-484
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