William J. Calhoun
Viajé en ferrocarril desde la Habana hasta
Matanzas. Salvo los puestos militares,
el campo está prácticamente despoblado. Todas las casas quemadas, todos los
plátanos cortados, los cañaverales barridos por el fuego y destruida cada
fuente que sirva de alimento.
No vi una sola familia, hombre, mujer o niño,
ni un caballo, ni una mula, ni siquiera un perro.
Ni una señal de vida, salvo un buitre pasajero
o cuervo volando. Todo envuelto en la quietud de la muerte y el silencio de
la desolación.
Entré en las chozas, hablé con las pocas
gentes y comprobé privaciones y sufrimientos que hicieron sangrar mi corazón
por las pobres criaturas…
Vi niños con los brazos y piernas hinchadas,
hidrópicos, por el hambre.
Es poco recomendable detenerse ante el triste
cuadro.
Si la
actual política continúa tendrá como resultado, a mi juicio, la extinción
gradual, pero cierta, de estas gentes.
Hablé con muchas personas desinteresadas y sin
prejuicios, de las más diversas partes de la isla, y coinciden en una misma
historia de sufrimiento y muerte entre los desvalidos reconcentrados.
Traducción, M. Varón de Mena.
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