Raimundo Cabrera
Mi bravo cartero no ha podido aún burlar la vigilancia de las tropas y
salir de la población y han transcurrido quince días desde que cerré mi carta. Puedo
agregarle estas líneas y referirle otros incidentes de la triste vida que aquí sobrellevo.
Con este pliego le envío además un paquetito de medicinas, hilas, quinina y otros
objetos que pueden serle útiles. Si el resuelto mancebo que ha de entregarle estos
recuerdos míos pudiera sin exponerse llegar al campamento de Vd., sería portador
de mayores recursos; pues crea Vd., amigo mío, que en estas poblaciones en que domina
el español con toda su fuerza brutal, son pocos los corazones que no palpitan con
ansiedad por el bien y el triunfo de nuestros ejércitos libertadores y que no estén
dispuestos a darles cuanto pudieran para contribuir a su causa.
Le he hablado de la familia de
reconcentrados hospedada en una carreta estacionada en la calle, junto a un solar
y frente a mi ventana. ¡Ay, amigo mí, qué espectáculo tan doloroso!
La improvisada alcoba que tiene por techo una cobija de cueros crudos
de buey y por pavimento las tablas de la cama de la carreta, es un hospital fétido
donde se están consumiendo por las fiebres, la viruela y el hambre una porción
de desgraciados. Sus ayes angustiosos llegan constantemente a mis oídos, sin que
los anhelos de mi voluntad puedan remediarlos en su infortunio. Ya han extraído
de aquel estrecho recinto cuatro cadáveres: una jovencita de diez y seis años murió
en los brazos de su afligida madre, mientras dos de sus hermanitos se revolvían
en las ansias de la fiebre expirando en dos horas.
El padre, con los ojos saliéndosele
de las órbitas, ayudó a la extracción de los cuerpos; y cuando se los llevaban al
cementerio en el carro de los pobres, tornó su cara del vehículo que conducía a
aquellos cuerpos queridos, al otro vehículo inmóvil en que quedaban muriendo su
mujer y sus hijos; y mesándose los cabellos y sin exhalar un sollozo, dijo con voz
comprimida:
—¡Dios mío! ¡Dios mío...!
Las historias que se oyen a cada
momento de escenas análogas en los diferentes barrios de la villa son de una amargura
desoladora. En el caserío improvisado, formado con tiendas de guano y yaguas,
de vara en tierra, donde se habían amontonado hasta mil quinientos campesinos, la
viruela se ha desarrollado con furor, cebándose especialmente en los hombres. Han
muerto tantos que la multitud ha dado a aquel villorrio de muerte el nombre de barrio de las viudas. La orfandad, la miseria,
el abandono, los ayes y las lágrimas forman el espectáculo que la maldad española
ha puesto a nuestros ojos.
Una joven campesina de belleza fascinadora,
abrillantada por el sello de prematura maternidad, cuyo esposo prefirió lanzarse
al campo insurrecto a las humillaciones de la concentración, ha languidecido casi
a mi vista y muerto pocas horas después de enterrar a su tierno infante, víctima
de tres grandes infortunios: la viudedad, el dolor materno y el hambre. En medio
de estos horrores se repiten los ejemplos de sacrificios, de abnegación paternal,
filial y humana, sin que los moribundos se vean solos y abandonados en la hora suprema
de exhalar el último suspiro; pero … como el espectáculo de la muerte es tan horrible,
no faltan casos en que la debilidad y el terror hayan producido el alejamiento de
los familiares.
En uno de aquellos
destartalados bohíos la viruela segó la vida de tres hermanos y sólo quedaron en
el lecho el padre y el hijo mayor. La mujer, la madre, enajenada, abandonó el bogar;
el temor al contagio abogó en su corazón la inclinación al sacrificio y los dos
enfermos quedaron solos, entregados al sufrimiento más horroroso, sin auxilio y
sin compañía. La mujer, sin embargo, vence sus preocupaciones y se acerca por la
mañana, por el medio día y por la noche a la puerta de la habitación, poniendo
en el umbral dos vasijas con leche, y grita a su marido:
—¡Juan! ¿cómo sigues? ¡Aquí tienes
la leche; dásela a nuestro hijo; no dejes de dársela, Juan!
Y se aleja acongojada y aterrorizada
como si la viruela fuese un espectro que la persiga.
Al volver a la siguiente mañana,
se detuvo consternada por hallar muerto al compañero de su vida, agarrado el jarro
de leche y tendido boca abajo, que había llegado moribundo hasta el quicio para
llevárselo al hijo enfermo.
—¡Juanito!, gritó ella con angustia,
sin atreverse a entrar, ¡Juanito! volvió a gritar. Pero Juanito no respondió porque
también había muerto.
Aquella desventurada que abandonó
al marido y al hijo por temor a la fiebre eruptiva, no tuvo miedo para ahorcarse
ese día, dejando para siempre este escenario de desdichas.
¡Amigo mío : soy una débil mujer,
una chiquilla, pero me siento con alientos para combatir como un hombre contra los
autores de esta hecatombe lenta y horrorosa; y preferiría estar con Vds. en los
campos, corriendo esos otros peligros del combate, de las balas y del fuego, a esta
incesante agonía en presencia de tantas calamidades.
Sueño, no sé por qué, que he de
ver a Vd.; que ha de salvarme de tantos peligros y desmanes como me rodean y
quebrantan mi salud; y mi vida se reanima con esa esperanza...
Aquel hombre me sigue aún; su
presencia es mi pesadilla. Por las escaseces de la hora presente y por su
posición en la villa, ha venido a ser efectivamente el protector de mi tía, dándole
labores o costuras en la fabricación de vestuario para la tropa. El miserable jornal
de mi pobre protectora, que yo le ayudo a ganar cosiendo a máquina, día y noche,
sirve a ese ente de título y motivo para solicitar mi afecto... y ¡quién sabe!
si para poner asechanzas a mi honra.
¡Mi padre lejos y prisionero aún
en Ceuta! ¡Vd. en los campos de batalla...! ¡Mi buena tía anciana y pobre…! ¿Quién
¡ay! será mi Providencia salvadora?
Episodios de la guerra, Mi vida en la manigua. Relatos del Coronel Ricardo Buenamar, XXIV: "Otra carta a ella", Compañia Levitype, Filadelfia, 1898, pp. 265-70.
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