martes, 2 de junio de 2015

La procesión de los espectros




 Federico Villoch

 Al enterarnos, hace unos días, de que acababa de fallecer en el hospital “Lily Hidalgo”, de Rancho Boyeros, Romualdo Pérez, quien con sus hermanos Ramón y Abraham, y su padre Pedro, dieron sepultura a los cadáveres de Antonio Maceo y su ayudante Panchito Gómez Toro, caídos en el combate en las proximidades del Cacahual, el día ocho de diciembre de 1895, viene a nosotros –por motivo que se verá más adelante- el triste recuerdo de aquella triste reconcentración decretada por el general Weyler, en los comienzos de nuestra gloriosa Guerra de Independencia. Entre las mil barbaridades que se ocurrieron al general de las “patillas de mono” para exterminar aquella campaña, figura su decreto de reconcentración de los campesinos en las ciudades y cabeceras de partido de la Isla, con resultado contradictorio, como pudo verse enseguida, pues más que acabar dicha guerra, lo que hizo fue acrecentarla con nuevos y numerosos aportes de aquellos elementos. El Diario de la Marina fue uno de los periódicos que con mayor valentía y nobleza, se puso frente a esta despiadada y ciega política, corriendo, como es de suponer, el riesgo consiguiente ante las multitudes weylerianas que, con su reprobable conducta dieron origen a serias complicaciones internacionales, una de ellas, el arribo a nuestro puerto del crucero Maine, de la Marina de Guerra norteamericana, y más tarde, la ruptura de relaciones entre los gobiernos de España y los Estados Unidos.
 Verdad que lo mismo hizo el Gobierno inglés en Transvaal, cuando la guerra de los Boers, en el África del Sur; pero allí se votó un crédito para atender a aquellos reconcentrados; y aquí se les hacinó en las ciudades, dejándolos, no a las buenas de Dios, sino a las malas del mismísimo Demonio, que bien pronto empezó a dar cuenta de aquellos infelices, segándolos en montones en medio de la vía pública o haciéndolos pasear como repulsivos espectros por las principales avenidas de la ciudad. Los Fosos Municipales fueron designados para guarecerlos. Aquel local que nunca, ni antes, ni ahora tampoco, fue un modelo ni de amplitud ni de higiene, ofrecía a la vista de los visitantes el cuadro más espantoso que se pudiera imaginar; ni Dante, que pintó el infierno; ni Emilio Zola, que describió infinitas veces los antros de la miseria parisina; ni Blasco Ibáñez, que también supo reproducirlos en su novela La Horda; ni Dostowyeski; ni Tolstoi, ni Gorki, que se complacían en copiar en la mayoría de sus obras los más repugnantes y terroríficos cuadros del pueblo mísero de Rusia, pudieron nunca imaginar nada semejante a aquello que se veía en los fosos y demás lugares, estrechos e inmundos, que se destinaron para albergue de aquellos desdichados. Las enfermedades los devoraban antes que el hambre. Familias enteras desaparecieron unas tras otras. El beriberi, la hidropesía, el paludismo, la tuberculosis, el tifus, la malaria y otras mil enfermedades se cebaban en aquellos débiles organismos indefensos. Recordarlo, aterra. Los que podían sostenerse sobre sus piernas escuálidas, salían a la calle en demanda de la caridad pública, la cual no les faltaba, valga la verdad, la mayor parte de las veces.
 Cada casa particular, según su situación económica, sostenía a sus expensas un determinado número de reconcentrados: uno, dos; parejas de marido y mujer; matrimonios con sus hijos. Cada cual daba un pedazo de su pan o una porción de su comida –no siempre abundante- para los infelices que, unos por la mañana; y otros, a la caída de la noche, venían a buscarla. Primero venía el padre; y según iban muriendo, venían después la madre, el hijo o la hija mayor, y todos los demás, hasta que ya no venía nadie, porque ya no quedaba ninguno. Se daba el caso de que el último superviviente legaba a algún amigo o compañero de infortunio, como una inestimable herencia, el favor de aquellas caritativas familias, que no tenían inconveniente, en la mayoría de los casos, en continuar socorriendo a los nuevos menesterosos. ¡Cuba bella; tierra de la caridad!...



 Los cuadros de dolor y miseria se reproducían hasta lo indecible. Veíanse esqueléticos niños de meses, buscando afanosos el licor de la vida en los exhaustos senos de sus madres. Nadie lloraba, porque nadie tenía lágrimas. Detrás de esta familia de espectros, veíanse seguirla sus hijos de siete u ocho años, taciturnos, sin rumbo fijo, con la mirada vagarosa, ya con el rictus de la venganza en los ojos; esos niños de la miseria que si sobreviven a su dolor, habrán de ser en el día de mañana el brazo pronto para la represalia y el castigo. Y cada día iba en aumento aquella oleada de indigentes que afluía sin cesar de todos los pueblos vecinos, y que se aposentaban en las calles, en los portales, en los parques, errando sin amparo al aire libre, bajo la lluvia, bajo el sol. No pocos agonizaban en los quicios de las puertas. El postalista recordó durante mucho tiempo, sin poderlo apartar de su imaginación, el cuadro de una anciana que expiró en uno de los portales de la Calzada de Vives; gentes piadosas habían recostado su escuálido busto sobre un viejo cajón, en uno de cuyos ángulos, encajada en una botella, ardía la vela del alma…
 Entre aquellos reconcentrados de los últimos tiempos, que vinieron a La Habana, figuraba uno de los hijos de la familia del guajiro Pérez, que recogió los cadáveres del general Antonio Maceo y del hijo de Máximo Gómez cuando cayeron en Punta Brava, y les dio sepultura; jurando él con sus hijos no decir nunca donde estaban enterrados, para que no lo supiera el enemigo: ese hijo el llamado Abraham, y murió de 21 años, víctima de la reconcentración. En el delirio de sus últimos momentos repitió varias veces:
 -¡Que no sepan… que no sepan donde están!
 Glorioso espectro que se sumió en las eternas sombras, prefiriendo morir de hambre antes de entregar un secreto que le hubiera valido tanto oro! Veinticinco mil pesos ofrecía Weyler por el cadáver de Maceo. Abraham Pérez, un humilde grande de la patria, cuyo nombre debía perpetuarse de algún modo, levantándole un monumento, dándole su nombre a una calle, a un asilo, a una institución cualquiera.
 El 96 y el 97 fueron los años más duros de la reconcentración. Después de la deposición de Weyler, empezó a aminorar notablemente, bien porque ya había muerto un crecido número de reconcentrados; bien, y esto es lo más cierto, porque los campesinos, sobre todo los jóvenes, preferían irse a la manigua y arrostrar todas sus contingencias, antes que morir de hambre y de miseria en los poblados. Con Weyler no podía, por otra parte, intentar la caridad pública nada que fuera beneficioso para aquellos infelices. La conmiseración era señal evidente de complicidad.


 Viejas postales descoloridas; la guerra de independencia, L a Habana, P. Fernández, 1946, pp. 77-81.  

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