Federico Villoch
Al enterarnos, hace unos días, de
que acababa de fallecer en el hospital “Lily Hidalgo”, de Rancho Boyeros,
Romualdo Pérez, quien con sus hermanos Ramón y Abraham, y su padre Pedro,
dieron sepultura a los cadáveres de Antonio Maceo y su ayudante Panchito Gómez
Toro, caídos en el combate en las proximidades del Cacahual, el día ocho de
diciembre de 1895, viene a nosotros –por motivo que se verá más adelante- el
triste recuerdo de aquella triste reconcentración decretada por el general
Weyler, en los comienzos de nuestra gloriosa Guerra de Independencia. Entre las
mil barbaridades que se ocurrieron al general de las “patillas de mono” para
exterminar aquella campaña, figura su decreto de reconcentración de los
campesinos en las ciudades y cabeceras de partido de la Isla, con resultado
contradictorio, como pudo verse enseguida, pues más que acabar dicha guerra, lo
que hizo fue acrecentarla con nuevos y numerosos aportes de aquellos elementos.
El Diario de la Marina fue uno de los
periódicos que con mayor valentía y nobleza, se puso frente a esta despiadada y
ciega política, corriendo, como es de suponer, el riesgo consiguiente ante las
multitudes weylerianas que, con su reprobable conducta dieron origen a serias
complicaciones internacionales, una de ellas, el arribo a nuestro puerto del
crucero Maine, de la Marina de Guerra norteamericana, y más tarde, la ruptura
de relaciones entre los gobiernos de España y los Estados Unidos.
Verdad que lo mismo hizo el Gobierno
inglés en Transvaal, cuando la guerra de los Boers, en el África del Sur; pero
allí se votó un crédito para atender a aquellos reconcentrados; y aquí se les
hacinó en las ciudades, dejándolos, no a las buenas de Dios, sino a las malas
del mismísimo Demonio, que bien pronto empezó a dar cuenta de aquellos
infelices, segándolos en montones en medio de la vía pública o haciéndolos
pasear como repulsivos espectros por las principales avenidas de la ciudad. Los
Fosos Municipales fueron designados para guarecerlos. Aquel local que nunca, ni
antes, ni ahora tampoco, fue un modelo ni de amplitud ni de higiene, ofrecía a
la vista de los visitantes el cuadro más espantoso que se pudiera imaginar; ni
Dante, que pintó el infierno; ni Emilio Zola, que describió infinitas veces los
antros de la miseria parisina; ni Blasco Ibáñez, que también supo reproducirlos
en su novela La Horda; ni
Dostowyeski; ni Tolstoi, ni Gorki, que se complacían en copiar en la mayoría de
sus obras los más repugnantes y terroríficos cuadros del pueblo mísero de
Rusia, pudieron nunca imaginar nada semejante a aquello que se veía en los
fosos y demás lugares, estrechos e inmundos, que se destinaron para albergue de
aquellos desdichados. Las enfermedades los devoraban antes que el hambre. Familias
enteras desaparecieron unas tras otras. El beriberi, la hidropesía, el
paludismo, la tuberculosis, el tifus, la malaria y otras mil enfermedades se
cebaban en aquellos débiles organismos indefensos. Recordarlo, aterra. Los que
podían sostenerse sobre sus piernas escuálidas, salían a la calle en demanda de
la caridad pública, la cual no les faltaba, valga la verdad, la mayor parte de
las veces.
Cada casa particular, según su
situación económica, sostenía a sus expensas un determinado número de reconcentrados:
uno, dos; parejas de marido y mujer; matrimonios con sus hijos. Cada cual daba
un pedazo de su pan o una porción de su comida –no siempre abundante- para los
infelices que, unos por la mañana; y otros, a la caída de la noche, venían a
buscarla. Primero venía el padre; y según iban muriendo, venían después la
madre, el hijo o la hija mayor, y todos los demás, hasta que ya no venía nadie,
porque ya no quedaba ninguno. Se daba el caso de que el último superviviente
legaba a algún amigo o compañero de infortunio, como una inestimable herencia,
el favor de aquellas caritativas familias, que no tenían inconveniente, en la
mayoría de los casos, en continuar socorriendo a los nuevos menesterosos. ¡Cuba
bella; tierra de la caridad!...
Los cuadros de dolor y miseria se
reproducían hasta lo indecible. Veíanse esqueléticos niños de meses, buscando
afanosos el licor de la vida en los exhaustos senos de sus madres. Nadie
lloraba, porque nadie tenía lágrimas. Detrás de esta familia de espectros,
veíanse seguirla sus hijos de siete u ocho años, taciturnos, sin rumbo fijo,
con la mirada vagarosa, ya con el rictus de la venganza en los ojos; esos niños
de la miseria que si sobreviven a su dolor, habrán de ser en el día de mañana
el brazo pronto para la represalia y el castigo. Y cada día iba en aumento
aquella oleada de indigentes que afluía sin cesar de todos los pueblos vecinos,
y que se aposentaban en las calles, en los portales, en los parques, errando
sin amparo al aire libre, bajo la lluvia, bajo el sol. No pocos agonizaban en
los quicios de las puertas. El postalista recordó durante mucho tiempo, sin
poderlo apartar de su imaginación, el cuadro de una anciana que expiró en uno
de los portales de la Calzada de Vives; gentes piadosas habían recostado su
escuálido busto sobre un viejo cajón, en uno de cuyos ángulos, encajada en una
botella, ardía la vela del alma…
Entre aquellos reconcentrados de los
últimos tiempos, que vinieron a La Habana, figuraba uno de los hijos de la
familia del guajiro Pérez, que recogió los cadáveres del general Antonio Maceo
y del hijo de Máximo Gómez cuando cayeron en Punta Brava, y les dio sepultura;
jurando él con sus hijos no decir nunca donde estaban enterrados, para que no
lo supiera el enemigo: ese hijo el llamado Abraham, y murió de 21 años, víctima
de la reconcentración. En el delirio de sus últimos momentos repitió varias
veces:
-¡Que no sepan… que no sepan donde
están!
Glorioso espectro que se sumió en
las eternas sombras, prefiriendo morir de hambre antes de entregar un secreto
que le hubiera valido tanto oro! Veinticinco mil pesos ofrecía Weyler por el
cadáver de Maceo. Abraham Pérez, un humilde grande de la patria, cuyo nombre
debía perpetuarse de algún modo, levantándole un monumento, dándole su nombre a
una calle, a un asilo, a una institución cualquiera.
El 96 y el 97 fueron los años más
duros de la reconcentración. Después de la deposición de Weyler, empezó a
aminorar notablemente, bien porque ya había muerto un crecido número de
reconcentrados; bien, y esto es lo más cierto, porque los campesinos, sobre
todo los jóvenes, preferían irse a la manigua y arrostrar todas sus
contingencias, antes que morir de hambre y de miseria en los poblados. Con
Weyler no podía, por otra parte, intentar la caridad pública nada que fuera beneficioso
para aquellos infelices. La conmiseración era señal evidente de complicidad.
Viejas
postales descoloridas; la guerra de independencia, L a Habana, P.
Fernández, 1946, pp. 77-81.
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