Si le preguntan qué haría sin tantos aspavientos: saltar de un edificio en llamas o meterse con un rifle de caza entre hienas en cautiverio, estoy segura escogería la primera opción. A mí tampoco me gustan los animales carroñeros.
“¡Bah!
¡Si es la casa de los escritores! Sabes qué te digo, que he oído muchas cosas
buenas y favorables sobre esta casa. Fíjate en ella... Es agradable pensar que
bajo este tejado se ocultan y están madurando infinidad de talentos. -Como las
piñas en los invernaderos -dijo Popota… -Eso es -asintió Koróviev, compartiendo
la idea de su amigo inseparable. Y qué emoción tan dulce envuelve el corazón
cuando piensas que en esta casa madura el futuro autor de Don Quijote o
del Fausto, o ¿quién sabe? de Almas muertas”.
Todo
está servido en este diálogo entre Popota y Koróviev, personajes de El
maestro y Margarita de Bulgákov. Popota, vale decir, es un gato, no uno
cualquiera, sino un enviado de Voland. Hablador, regordete y con pajarita. Ya
bien montando destrozos, desenmascarando rufianes o dejando en ridículo a algún
que otro sujeto público, estos emisarios de ultratumba llegan a Moscú para
salvar muy quijotescamente de las adversidades de la vida (¿o de la
literatura?) a esa Dulcinea soviética que más tarde se convierte en sucedáneo
de Fausto.
Por
su tono circense y desparpajado esta obra atrapa rápidamente al lector. Pero
cuidado, habría que estudiarla con lupa…
Entrando
en el argumento, Voland, (capo delle tenebre) se presenta como quien no
quiere la cosa, disfrazado de profesor extranjero, un poliglota que se defiende
en todos los idiomas; y allí, en los Estanques del Patriarca, comienza una
conversación con Berlioz y Desamparado (otros personajillos incomparables) en
la que casi por carambola cae en el pasaje bíblico de la crucifixión y expone
cómo Poncio Pilatos se lavó las manos ante tal crimen. Berlioz, camarada
escéptico, no da crédito alguno a sus palabras. Y nada, termina literalmente
sin cabeza debajo de un tranvía. Por su parte Desamparado, haciendo honor al
seudónimo, no tiene otra salida que la de dar tumbos por media ciudad gritando
a más no poder el nombre de Pilatos; eso, hasta que lo encierran casi en
pelotas en un sanatorio para enfermos mentales. A partir de ese momento se
desencadenan en Moscú una serie de acontecimientos que pondrían los pelos de
punta al más incrédulo de los mortales.
Hilarante
de principio a fin, la novela es una sátira antitotalitaria y, una crítica con
guante blanco al arribismo y la mediocridad. El Maestro (evidentemente
inspirado en Gógol), quema en un raptus de locura la obra que había escrito
tras ser rechazada por el gremio de las letras (¿o de las hienas?). Momento
clave para que Margarita, el amor del Maestro, se convierta en bruja, y siempre
de la mano de la cohorte de demontres, se vengue de cuanto literato se
interponga en el camino del amado.
A
pesar de cierto regusto moralista, ya que se muerde la cola en los últimos
capítulos (rezago gogoliano), es una de las obras más emblemáticas y polémicas
escritas en la Era de Stalin. Una joya en la que Bulgákov, con pleno dominio de
la pluma y en tono jocoso, le brinda de una vez por todas su afecto, y hasta un
guiño, digamos algo inquisidor, al Maestro. “Los manuscritos no arden".
Para esos trabajos de purga ya se ocuparán otros demonios.
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