En este mes del año de 1818 se realizó en la
isla de Cuba uno de aquellos hechos memorables por felices, y el más grande
quizas en su historia, después del primitivo de su descubrimiento, si se mide
aquella grandeza, por su valor trascendental en beneficio constante y progresivo
del estado económico del país. Hecho dimanado de un acto del gobierno de
nuestro nunca olvidado Fernando VII, que supo reunir en su inmortal resolución
al acierto de su sabiduría como rey, la clemencia como un padre amoroso por sus
vasallos en estas regiones de Occidente. Con efecto, la franquicia absoluta del
puerto de la Habana a todas las naciones de las cinco partes del Mundo; la
libre y diaria contratación con los pueblos civilizados de Europa y América, ha
sido una verdadera inspiración del cielo al piadoso Fernando, que supo dictar
aquella real gracia con ánimo no menos liberal que ilustrado. Su política
previsora le hizo ver en un punto lo que eran las cosas y lo que serían después
de expedido el soberano decreto, que a la manera del fiat lux, había de crear
una nueva existencia para su colonia: decreto providencial que la sacaba del
estado de infancia perpetua en que vivía y que era inevitable, para darla con
mano fuerte, crecimiento, actividad y progreso. Decimos inevitable aquel estado
primitivo y menesteroso de la isla, porque el de su metrópoli desde el siglo
pasado había venido tan a menos en su riqueza, y en los medios de repararla;
era tan visible su decadencia en la producción para el cambio exterior con las
otras naciones, que no era posible que ocurriese con su propia industria y su
marina a satisfacer las necesidades de las colonias. Tenía pues que hacerlo
proveyéndose en los mercados extranjeros, y como era exclusivo el tráfico entre
aquellas posesiones y ciertos puertos de la Península, resultaba de aquí la
exhorbitancia en los precios de las mercancías importadas, y la imposibilidad
del fomento.
Nuestros reyes, que fueron siempre tan
solícitos por la prosperidad de sus colonias, comprendieron que la isla de Cuba
siendo la más menesterosa de todas por la clase de sus productos y por su
escasa población, no podía medrar de ningún modo sujeta como lo estaba al
régimen restrictivo; y este convencimiento, era tanto más fuerte en el ánimo de
Fernando, cuanto que sabía que la Corona había tenido que desprenderse de una
parte de sus rentas de Méjico para sufragar los gastos públicos de la isla: tal
era la cantidad que con el nombre de situado se remitía anualmente a las cajas
reales de la Habana. Quien vivía pues como si dijéramos de suscripción, y no de
sus propios recursos, estaba en la verdadera condición del pobre, y lo que era
mas triste, sin esperanzas de mejorarla. El paternal corazón de Fernando, oidos
los pareceres de sus Consejeros y Ministros, sobre la franquicia comercial para
los puertos de Cuba, que le habían pedido distinguidos patricios por su saber y
lealtad, dictó la real merced, tan amplia y tan libre como era conveniente, y
la demandaba la situación menesterosa del país. No vaciló Fernando en
otorgarla, siendo tan evidentes las razones que le expusieron los suplicantes,
los hechos actuales que existían, el prospecto que le presentaron de riqueza y
prosperidad de la isla como resultado preciso de aquella libertad; sobre todo
la formación de una renta fiscal como consecuencia, no menos cierta de aquel
desarrollo, para cubrir los gastos de la propia isla sin el socorro de Méjico,
y aun quedar de ella un lucido sobrante en la tesorería para remitir a las
arcas de Madrid. Todo se realizó en efecto como una profecía, y entre las
muchas disposiciones acertadas del reinado de aquel monarca, pocas se contaran
más felices que el real decreto de la franquicia mercantil otorgada a los
puertos de Cuba.
Suceso tan fausto debió regocijar a los
habitantes de la Habana que habían de ser los primeros que sintieran los
beneficios de aquella soberana resolución. Los elogios al Rey eran
consiguientes y justos, y uno de los habaneros más distinguidos entonces por su
saber y eminentes virtudes, el presbítero D. Félix Várela, pronunció en bien
entendidas y elocuentes frases el panegírico del Rey como dispensador de la
felicidad pública.
Este suceso es el que nos mueve a escribir un
recuerdo de su origen y bendecirlo, como un hecho que ha sido tan fecundo en
treinta y cinco años que cuenta de vida, engrandeciendo las mezquinas proporciones
de lo poco que existía antes de él, y creado casi todo lo que hoy vemos y
disfrutamos. Curioso sería formar dos cuadros comparativos, uno atrasado y
estadizo, y otro actual y progresivo de la vida material y social de nuestros
mayores al acabar el último siglo, y de la nuestra hoy en 1854, desde el año de
gracia de 1818. Nosotros juzgando por la tradición, y aun por algo de lo que
pudimos ver, nos figuramos la vida de los habitantes de la Habana en aquel
entonces como una verdadera clausura. El aspecto de la ciudad, casi renovado
hoy, se resentiría naturalmente de la antigua irregularidad por la fabricación
de las casas y el gusto en su forma, si hemos de juzgar por el resto que queda
de algunas en la calle de Mercaderes entrando por la plazuela de Sto. Domingo.
Su bahía estaría desierta y silenciosa, con su pequeño muelle llamado de
Caballería, para embarcar por él algunas mil cajas de azúcar y cincuenta mil
arrobas de café, que era la mayor exportación que se hacía en todo el año, al
comenzar el presente siglo. Arreglado todo por este padrón, puede calcularse
todo lo demás interior y exteriormente, la vida privada y la vida pública,
considerada por el lado de las comodidades materiales, del lujo, de las
elegancias de la moda, de todo el regalo y solaz del cuerpo. Nosotros
preguntaríamos ¿qué aspecto ofrecería hoy la Habana sin la franquicia de su
puerto, que le concedió el sabio Rey en 1818? ¿Tendría caminos de hierro,
acueducto, alumbrado de gas, barcos de vapor, telégrafo, imprenta litográfica?
¿Se habría evantado todo el rico y hermoso caserío de extramuros desde la línea
del camino de hierro hacia el Norte, descollando a su frente la gran casa del Sr. Aldama?
¿Tendría la hermosa plaza del Vapor, el ameno paseo, y el teatro magnífico de
Tacón, que tan justamente llevan ese título? ¿Tendría la cómoda y espaciosa
cárcel, la pescadería, la maestranza, el muelle, el hospital militar, la casa
de locos? ¿Las calles de O-Reilly, Obispo, Riela, Habana, presentarían el
aspecto de la riqueza y del lujo en establecimientos multiplicados, donde se
ostentan todos los adelantos de la industria europea? En solo el ramo de
perfumería ofrece hoy la Habana una abundancia y un gusto exquisito, capaz de
competir con las de muchas ciudades principales de Europa. Allá por los años de
1812 y 13 recordamos nosotros la única tienda de pomadas, ¡y qué pomadas! de un
tal Mr. Roberto, a donde ocurrían a proveerse los elegantes de ambos sexos de
aquella época. ¿La perspectiva actual de su bahía, sería la misma sin la
libertad mercantil? ¿Se vería el infinito número de botes y lanchas cruzándole
en todas direcciones; su magnífico muelle, cubierto de gente y mercancías? ¿Se
oiría la algazara y el canto de las cuadrillas de africanos, que desembarcan
las últimas de numerosos buques atracados, reemplazando luego en las bodegas
los frutos de la isla? ¿Se vería la constante travesía de barcos de vapor
llenos de pasajeros de la Habana al pueblo de Regla, y de este a la Habana; las
banderas de colores variados enarboladas en el Morro, anunciando siempre
embarcaciones de alguna de las cuatro partes del Mundo? Y todo este movimiento
exterior, coincidiendo con otro interior y estrepitoso de toda clase de carros
para la conducción de los efectos al muelle y almacenes. Pero la mejor
circunstancia para el Real fisco, y como resultado forzoso de todo este trajín
diario, de esta vida acusiosa del comercio, es la de ingresos en las Arcas de
la Real Aduana contemporáneamente. Serían interminables nuestras preguntas si
fuésemos a indicar todo lo que ha mejorado y creado en la Habana la libertad
del comercio. Nosotros al escribir este artículo, no hemos querido formar una
estadística comparativa de dos épocas; de lo que existía en 1800, con lo que
existe hoy en 1854, sino despertar el recuerdo de agradecimiento a la mano
bienhechora de Fernando, que nos otorgó tanta merced. A este beneficio debió
seguirse igualmente, como consecuencia precisa, el progreso en la cultura
intelectual, y aun en la moral del país bajo ciertas consideraciones.
Aumentadas y difundidas las luces, se abandonan mil preocupaciones perniciosas,
mil errores prácticos que nacen de la ignorancia y no de la voluntad. Es
indudable que la vida privada en la Habana ha mejorado individualmente: que en
el seno de muchas familias se ha hecho una revolución completa y favorable en
las costumbres: que la educación en general y la particular de las niñas en el
hogar doméstico, es más esmerada y mejor entendida que anteriormente, que casi
no se conocía ni aun la pública en academias y colegios que hoy vemos
establecidos. En una palabra, ensanchada la esfera de las ideas con la libertad
de la instrucción que ha traído la libertad mercantil, se ha dado un gran paso
para mejorar y no para empeorar. El comercio libre no será si se quiere un
principio directo de mejora moral, sino material; pero sí es una oportunidad,
una influencia, si cabe decirlo asi, para adquirirla, y esto es lo que ha
sucedido y sucede felizmente en la isla de Cuba.
F. M. T.
título original "Comercio Libre", Revista de La Habana, 1854, pp. 233-34.
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