Cirilo Villaverde
Francia es París, Inglaterra es Londres,
Italia es Roma. Si con bastante fundamento se dice esto especialmente de
aquellas dos primeras naciones, las más ilustradas y poderosas del Viejo Mundo,
con no menos, a nuestro modo de ver, se pudiera decir que la Habana, hoy día,
es la isla de Cuba.
En efecto, su posición geográfica, a orillas
del mar Atlántico, porque la avecina con las ciudades comerciales de Europa y
de la Unión Americana; la excelencia de su puerto que, según la expresión
enfática del sabio geográfico señor Humboldt, es el más hermoso y abrigado que
se halla bajo los trópicos; junto con otras ventajas que debe a su situación
geográfica y a su abierto y diáfano cielo, llamándola desde su principio a ser
la morada de los gobernadores capitanes generales, andando el tiempo la han
hecho el centro o emporio del convenio, que es la vida cubana.
Después de algún tiempo de ausencia, nadie
acaso mejor que el que esto escribe pudiera hacer el paralelo entre La Habana
de 1839 y 1840 y La Habana de 1841, año que acaba de cerrarse. Desde época bien
remota a la que nos referimos ahora, la marítima ciudad, blanda cera en mano de
sus artífices o dueños, ha tomado siempre la forma que han querido darle. Cada
uno, puede asegurarse así, le ha impreso su carácter peculiar. Bajo el mando
del político y el guerrero, sus adornos más favoritos han sido los castillos,
las estacadas, las baterías, cañones y campos militares; bajo el cortesano, ha
ostentado sus palacios, catedrales, paseos, jardines, fuentes, monumentos y
mejoradas calles. Y al cabo de tan mágicas como rápidas transformaciones, pues
que no son perpetuos los que la gobiernan, hoy el hijo que la abandonó durante
dos breves años no se cansa de contemplarla con asombro: ciudad nueva y
rozagante, que sale del fondo del mar, a la manera que la diosa de la belleza
de los fanáticos griegos.
Porque, a decir verdad, la india agitó su
penacho, se enderezó, y caminó cargada de extrañas plumas, de piedras preciosas
y de sedas, las cuales no ha adquirido ciertamente a cambio del oro y la plata
de sus minas, sino del azúcar, el café y el tabaco de sus fértiles campos. En
vano, pues, ha sido oponerle murallas y abrirle fosos. Éstos y aquéllas los ha
traspasado, derramándose por el sur hasta Jesús del Monte, cuya pequeña
iglesia, sobre una verde colina asentada, al mismo tiempo que de atalaya,
parece puesta allí por la Providencia para impedir que el pueblo se desbande
por los campos. Por el sudoeste, entre famosas quintas y alegres casas,
salvando el profundo Casiguaguas, no ha detenido su carrera hasta darse las
manos con el Quemado. Por el oeste, cubriendo los manglares de La Punta y San
Lázaro, lleva trazas de no detenerse hasta besar los muros del Príncipe.
Esta precipitación de levantar casas y esta
rapidez en poblar ha originado los males que ahora tratan de remediarse: el
pueblo, abandonado a su propio instinto, edificó al capricho, sin pararse en
regularidad ni orden ninguno. Pero, al fin, edificó, que no es poco; y la
población de extramuros hoy se ofrece con orgullo a los ojos del transeúnte,
llena de vida y movimiento, con sus jardines, sus fuentes, teatros, templos y
paseos. Uno de éstos, señaladamente renovado del todo, es lo primero con que da
el extranjero al pisar nuestras playas, para encantarle, a nuestro juicio, con
la sencillez y regularidad perfecta de la obra. De los templos, si bien el de
San Lázaro no está concluido al terminar el año de 1841, fáltale muy poco; cómo
se ideó y comenzó corriendo él, es obra que debemos adjudicarle, tanto más
cuanto que es la más digna que ha producido la caridad pública en la gran
barriada de extramuros.
Pero ya es hora de que tornemos a la
ciudad, que en ella está todo el calor y la vida. Desde las elevadas rejas de
su lindísimo paseo de Paula, que se debe al año que expira, pasemos la vista
por el limpio y tranquilo espejo de su bahía, que si es noche sin luna, veremos
las estrellas del cielo como flechas de fuego clavadas en el fondo de las
aguas, y mil suertes de pequeñas y grandes embarcaciones; ora como varadas en
el hielo, ora arrastrándose silenciosamente de una ribera a otra, con la magia
que prestan las sombras de la noche y el silencio de la naturaleza. Mas si el
sol alumbra nuestro horizonte, no hojeemos ningún registro: las banderas y flámulas
que ondean en las gavias de los buques surtos en el puerto nos dirán a voces
que el comercio de la Habana en el año 1841 está en relación activa con todas
las naciones del Antiguo y Nuevo Mundo. Ni penetremos al mediodía en las calles
de la ciudad, porque correremos riesgo de ser estropeados, mayormente nosotros,
que venimos de la soledad y quietud misma; el ruido asordador que meten
millones de carretones, carretillas y carretas; conduciendo o retirando del
muelle los frutos del país y extranjeros, nos dirá a voces que el comercio de
la Habana en 1841 está tan floreciente y activo como el de las ciudades más
comerciantes de Europa y América.
Esperemos a la noche otra vez; veamos bajo
distintos aspectos la población que anima el comercio extranjero con su aliento
vivificador.
No bien
traspone el sol nuestro horizonte, y millares de quitrines, especie de góndolas
terrenales del país, rodean los palacios de los señores, o en largas filas se
tienden ante las puertas de los teatros y otros lugares de concurrencia
pública. Y mientras los amos, en los espléndidos salones, se entregan a los
placeres del juego, del baile, de la música o de la mesa, los esclavos, que
bien pudieran pasar por los gondoleros de esas góndolas que ruedan, en la media
luz de las calles, o duermen (que esto sucede pocas veces) en los mismos
cojines del carruaje que momentos antes ocupó muellemente reclinada la hermosa
y delicada habanera, o juntándose en numerosos grupos, ya solos, ya en unión de
sus queridas, cantan y bailan al son de sus pequeños y melancólicos
instrumentos: cantos, bailes e instrumentos que no tendrán, si se quiere, la
poesía que encontraba Byron en las barcarolas de los lazzaroni de Venecia, pero
que no carecen de novedad y expresión, sobre todo para el extranjero que por
primera vez los oye o los ve. A esa hora de la noche, asimismo, la ciudad toda,
como por encanto, y a la manera de ciertos insectos de nuestros campos, brota
luz de sus entrañas; pero no una luz para ofender la vista, sino para reflejarse
en los mil variados tesoros que el comercio ha derramado en las tiendas de
ropa, de plata, de quincalla, de bruñidos muebles, de ricos paños, de relojes,
de joyas, de víveres, de dulces y de cuanto producen las artes y las ciencias
en toda la Europa. Y como si fuera absolutamente preciso que los productos de
esas naciones fueran expedidos aquí por sus propios hijos, la Alemania y la
Inglaterra han poblado nuestros escritorios; la Francia, nuestras relojerías,
joyerías, perfumerías, peluquerías, sastrerías y almacenes de modas; la España,
nuestras tiendas de telas, de víveres, de quincalla y de sombreros; Italia nos
suministra sus buhoneros, organistas y vendedores de estatuas y estampas;
Norteamérica, sus caballeritos y saltimbanquis, si bien en esto último va a la
parte con Francia; y en fin, el África nos presta los brazos con que labramos
los frutos que damos a cambio de sus riquezas artísticas.
Por todas partes se descubre la huella del
comercio, obrando sus metamorfosis y prodigios. A influjo de su soplo creador,
todos los días se levantan tiendas de todo género, que deslumbran, no sólo por
el lujo con que están adornadas, sí también por los tesoros y preciosidades que
encierran. Por todas partes bulle un pueblo que en lujo y en miseria no cede a ninguno
de la tierra, aunque parezca exagerada la expresión, y aunque a primera vista
las ideas de lujo y miseria juntas parezcan a algunos mal casadas y
contrapuestas. Si se penetra en los teatros llenos de espectadores casi
siempre, el recién venido quedará absorto y deslumbrado de ver la luz que se
quiebra en los riquísimos trajes de seda y en los más ricos adornos de las
mujeres, quienes ciertamente no necesitan de tales atavíos para enamorar al
hombre más insensible a la belleza física. Tampoco la juventud masculina se
queda atrás en este género de progreso. En el templo como en el teatro, en los
paseos como en los bailes, sabe dar una muestra de la altura a que ha llegado
su refinado gusto. Los trajes con que se presenta en todos esos lugares de concurrencia
pública, por su corte y valor no desdicen un punto de las últimas y más
hábilmente dispuestas modas de Europa y Norteamérica; pues en este particular
no puede negarse que más de una vez nos ha dado el tono la república de
comerciantes y banqueros, como alguno la bautiza.
Pero suspendamos la pluma. Pues hasta aquí
no hemos hecho otra cosa que trazar ligeramente el cuadro del progreso material
del pueblo habanero, al terminar el año de 1841; parecía pedir la naturaleza de
nuestro trabajo que trazáramos del mismo modo, o en más extenso lienzo el
cuadro del progreso normal si le hay. Nosotros, sin embargo, confesamos con
sinceridad que no nos sentimos en ánimo y fuerzas suficientes para desempeñar
tan difícil tarea, y abandonamos su ejecución a pluma mejor cortada que la
nuestra.
El Faro
Industrial de la Habana, enero 1º de 1842.
No hay comentarios:
Publicar un comentario