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sábado, 28 de julio de 2012

Los manuscritos no arden, Maestro





  Dolores Labarcena 
   

Si le preguntan qué haría sin tantos aspavientos: saltar de un edificio en llamas o meterse con un rifle de caza entre hienas en cautiverio, estoy segura escogería la primera opción. A mí tampoco me gustan los animales carroñeros.

“¡Bah! ¡Si es la casa de los escritores! Sabes qué te digo, que he oído muchas cosas buenas y favorables sobre esta casa. Fíjate en ella... Es agradable pensar que bajo este tejado se ocultan y están madurando infinidad de talentos. -Como las piñas en los invernaderos -dijo Popota… -Eso es -asintió Koróviev, compartiendo la idea de su amigo inseparable. Y qué emoción tan dulce envuelve el corazón cuando piensas que en esta casa madura el futuro autor de Don Quijote o del Fausto, o ¿quién sabe? de Almas muertas”.

Todo está servido en este diálogo entre Popota y Koróviev, personajes de El maestro y Margarita de Bulgákov. Popota, vale decir, es un gato, no uno cualquiera, sino un enviado de Voland. Hablador, regordete y con pajarita. Ya bien montando destrozos, desenmascarando rufianes o dejando en ridículo a algún que otro sujeto público, estos emisarios de ultratumba llegan a Moscú para salvar muy quijotescamente de las adversidades de la vida (¿o de la literatura?) a esa Dulcinea soviética que más tarde se convierte en sucedáneo de Fausto.

Por su tono circense y desparpajado esta obra atrapa rápidamente al lector. Pero cuidado, habría que estudiarla con lupa…

Entrando en el argumento, Voland, (capo delle tenebre) se presenta como quien no quiere la cosa, disfrazado de profesor extranjero, un poliglota que se defiende en todos los idiomas; y allí, en los Estanques del Patriarca, comienza una conversación con Berlioz y Desamparado (otros personajillos incomparables) en la que casi por carambola cae en el pasaje bíblico de la crucifixión y expone cómo Poncio Pilatos se lavó las manos ante tal crimen. Berlioz, camarada escéptico, no da crédito alguno a sus palabras. Y nada, termina literalmente sin cabeza debajo de un tranvía. Por su parte Desamparado, haciendo honor al seudónimo, no tiene otra salida que la de dar tumbos por media ciudad gritando a más no poder el nombre de Pilatos; eso, hasta que lo encierran casi en pelotas en un sanatorio para enfermos mentales. A partir de ese momento se desencadenan en Moscú una serie de acontecimientos que pondrían los pelos de punta al más incrédulo de los mortales.

Hilarante de principio a fin, la novela es una sátira antitotalitaria y, una crítica con guante blanco al arribismo y la mediocridad. El Maestro (evidentemente inspirado en Gógol), quema en un raptus de locura la obra que había escrito tras ser rechazada por el gremio de las letras (¿o de las hienas?). Momento clave para que Margarita, el amor del Maestro, se convierta en bruja, y siempre de la mano de la cohorte de demontres, se vengue de cuanto literato se interponga en el camino del amado.

A pesar de cierto regusto moralista, ya que se muerde la cola en los últimos capítulos (rezago gogoliano), es una de las obras más emblemáticas y polémicas escritas en la Era de Stalin. Una joya en la que Bulgákov, con pleno dominio de la pluma y en tono jocoso, le brinda de una vez por todas su afecto, y hasta un guiño, digamos algo inquisidor, al Maestro. “Los manuscritos no arden". Para esos trabajos de purga ya se ocuparán otros demonios.

 

 

 

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