Rogelio Saunders
a
Susanne
La música
había cesado y ahora había llegado el momento del café. Estábamos sentados en
la amplia sala con altos ventanales y el fuego crepitaba en la chimenea. Afuera
iba cayendo la noche. Una luz aterciopelada se reflejaba en mi copa de vino. Finalmente,
me decidí.
—He dudado en decirlo —dije—, pero ahora sé que tengo que
contárselo. Es más fuerte que yo.
Mi anfitrión hizo un vago movimiento con la mano que sostenía el
habano, pero no pareció sorprendido.
—Siempre tenía que volver a esta casa —continué—. O a una casa
idéntica a ésta. Noche tras noche, durante meses, soñaba lo mismo. Erraba por
el bosque y luego llegaba a esta casa.
Mi anfitrión fumaba. El rojo de la punta de su habano rimaba con
el rojo de los carbunclos en la chimenea.
—Pero, como suele suceder en los sueños —dije—, había dos
historias a la vez simultáneas y paralelas. Por una parte, estaba yo y mi huida en la oscuridad del
bosque. Por otra, la historia de la mujer y la niña.
Me detuve un segundo, tratando de ver con claridad allí donde
sólo había sombras.
—Yo venía hacía aquí cada noche atravesando el bosque, los
campos de negro verde, viendo las siluetas gigantescas de los árboles. Llegaba
a esta casa por la parte trasera, donde está el farallón blanco. Era un acto
furtivo y misterioso, pero había una extraña familiaridad en todo ello.
Me detuve otra vez para recordar y abrirme un poco el cuello de
la camisa. Parecía haber aumentado el calor, o quizá estábamos demasiado cerca
de la chimenea.
—En un sueño o varios yo iba explorando partes de esta casa,
sabiendo que usted (usted, su mujer y su hija, aunque sólo las vi al final) no
estaban. Al llegar hoy aquí lo he reconocido todo. Los altos cristales, el
sendero de grava, el probable seto.
El hombre del habano, como el sueño, parecía ahora hecho de
sombra.
—La otra historia —dije— tiene el mismo escenario que ésta, y
casi la misma trama. La mujer y yo huimos con una niña a través del bosque (de
ese mismo bosque que nos rodea allá afuera). Huimos no sabemos de qué. Lo único
claro es que la niña está muy enferma o quizá muriendo. Aquí no hay nombres ni
tampoco rostros. Sólo figuras que se mueven y sentimientos que luchan. No sé si
la niña es mi hija, aunque supongo que lo es. Por alguna razón, la mujer (mi
mujer) y yo discutimos. De algún modo, la niña es el centro de nuestras
discusiones. Estamos bajo una especie de portal y la niña yace envuelta en
algo, pañales o mantas. Así noche tras noche, huyendo en la oscuridad, de forma
paralela y simultánea al otro sueño. Pero este sueño es más breve. Tiene, por
así decirlo, menos sustancia de sueño. La niña, aparentemente, se cura (y ésa
era la razón por la que discutíamos), lo cual me produce alivio y me deja en
libertad para huir sin trabas, para venir directamente aquí a través del
bosque.
Entonces, una noche, hace ya muchos años, venía hacía aquí, como
cada noche. Pero había algo diferente. Una música estridente que se acercaba,
como de gente celebrando algo subida sobre un auto o moviéndose como un
enjambre. Me apresuré en llegar, pues tenía miedo de que me alcanzase el
estruendo. Escalé rápidamente el farallón blanco y salté sobre el muro espeso,
revestido con losetas brillantes. Vi los altos ventanales y una escalera
interior de madera oscura. Un momento después estaba dentro, mirando de frente
los cristales de la parte trasera. Oí voces y me volví. Todas las luces estaban
encendidas. Entonces los vi. Estaban abajo, en esta misma sala, a punto de
marcharse. Usted, su esposa y la niña. Usted les decía algo, que fueran hacia
el auto y que ya las alcanzaría. Vi incluso cómo avanzaban hacia la puerta y el
mundo que comenzaba más allá, la parte delantera de la casa que yo nunca había
visto. No esperé a que usted se volviera. Tenía un miedo mortal a que me
descubriesen. Hice el gesto de girar sobre mis pasos y entonces una espesa
bruma de ignorancia lo cubrió todo y desperté. Desde ese momento, no he vuelto
a soñar el sueño del bosque y de esta casa. Tampoco volví a soñar el sueño de
la mujer y la niña. Pero no he podido dejar de contárselo, porque estoy seguro
de conocer esta casa tan bien como usted. Nunca antes había estado aquí, pero
es como si hubiera vivido en ella toda mi vida.
El hombre parecía haberse hundido ahora completamente en su sillón
de alto respaldo. El habano se había apagado y la ceniza formaba un pequeño
montículo sobre la alfombra. El fuego, en la chimenea, seguía tan vivo como
antes. Cuando habló, su voz resonó clara entre las paredes de piedra.
—Te esperamos durante muchos días —dijo—. Durante meses y años.
Cada noche encendíamos las luces a la misma hora, y repetíamos el ritual de la
despedida, por si te decidías a hablarnos. Pero nunca lo hiciste. Siempre te dabas
la vuelta bruscamente y escapabas por la parte trasera. Mi mujer murió hace ya tiempo,
y mi hija dirige un instituto científico en no sé qué lugar de Inglaterra y nunca
nos vemos. Pero quiero enseñarte algo.
Se levantó con agilidad inusual y fue hasta la repisa de la chimenea,
de donde tomó una fotografía bellamente enmarcada, que me puso en las manos. En
ella se veía, a todo color, a una familia de clase media alta. El padre, con un
suéter de tweed gris; la mujer, hermosa, con un vestido negro y una fina cadena
en el cuello, de la que cuelga un medallón; y la niña, finalmente, de unos 5
años, haciendo una mueca como si odiase ser retratada, besada o cualquiera de
esas torturas que los adultos imponen a los niños. Miré detenidamente la foto,
palpando cada detalle. Sí; era, había sido una familia feliz.
No se lo dije, pero la razón por la que siempre huía es que
sabía que no hubiera podido vivir en aquella casa. Ni en ninguna otra. Hace
tanto tiempo que no tengo casa que ya no recuerdo si alguna vez he tenido una.
El hombre colocó nuevamente la fotografía sobre la chimenea y
ambos volvimos a nuestros asientos, yo con mi copa de vino vacía y el con su
habano apagado. Afuera ya era noche cerrada. El fuego, que hasta hacía muy poco
parecía invencible, comenzaba lentamente a dar muestras de cansancio.
(Sabadell, 10
de abril de 2007)
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