sábado, 17 de mayo de 2025

La muerte de Joseph Conrad


  Jorge Mañach


 Joseph Conrad, uno de los grandes maestros de la literatura inglesa contemporánea, uno de los más nobles escritores de nuestro tiempo, un conquistador, en vida, de la "gloriola" clásica, acaba de morir hay dos semanas apenas. Prematuramente y sin embargo, ¡con qué cuajado merecimiento! ha entrado ya al clasicismo definitivo, al clasicismo de los muertos.

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 El trópico casi no se ha percatado de esta muerte ilustre. Es el rubor inevitable de siempre. Acaso lo que más apesadumbra y desalienta en esta materialidad e inmediación de nuestro vivir es su lejanía de todo acontecimiento, de toda peripecia, de todo gozo o dolor en las comarcas del alto esfuerzo. Hay pueblos que, entregados tenazmente a la consecución materialista, logran, sin embargo, mantenerse al tanto de las vibraciones civilizadas.

 Los Estados Unidos son uno de esos pueblos; la Argentina -para no citar sólo un ejemplo consabido- es otro. En lo alto de sus torres humeantes, hay siempre antenas para recoger el clamor de los mundos. Y la vida burda es más llevadera en ellos, porque no han dejado fenecer sus simpatías. Y porque no están completamente solos en su aislamiento, porque son como emigrantes de la plenitud ideal que reciben, con cada correo, letras y estímulos para su nostalgia.

 Nuestra insularidad, ¡qué desoladoramente absoluta! ¡Cómo ignoramos, en la beatitud de nuestras pequeñitas vanidades, en la histeria y bullicio de nuestras menudas bregas locales, cómo ignoramos el ebullir más hondo de los continentes!

 Los raros hombres que reciben y leen periódicos de fuera, van por esas calles cargados de alucinación y como de una irreprimible petulancia. Parece que vivieran dobles vidas y que nos compadecieran un poco a los demás por ensimismarnos en nuestro barrio... Debemos darles la misma impresión que nos produjeran aquellos pasmados guajiros de la Ciénaga, insensibles a los mosquitos, curtidos a la miasma inhóspite e ignorantes del [ilegible] post-colonial.

 Alguna revista alerta nos trajo, empero, esta nueva, la muerte de Joseph Conrad. ¿Cuándo habrá una que nos entere de esas gloriosas existencias antes del R.I.P. que atolondra al mundo?

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 Joseph Conrad era polaco de nacimiento. Tenía un patronímico eslavo y absurdo que había estilizado sabiamente -"Conrad"- al dedicarse a las letras. Hasta los diecinueve años no habló una sola palabra de inglés. Conocía, en cambio, casi todas las lenguas continentales, que había aprendido en sus largas andanzas de marino por todos los mares de Asia y de Europa. Ya en la adolescencia andariega, su camarote era una menuda biblioteca; el grumete aprovechaba las "bajadas a tierra" para demorarse en las otras, en las más grandes de las ciudades litorales y cursaba, entre escalas, olas y cielo, una ruda experiencia que había de ser la veta más fecunda de su producción literaria.

 A los cuarenta años, enfermo, Conrad tuvo que abandonar la navegación. Quedóse en Inglaterra, cuyo idioma ya dominaba, y empezó a escribir para vivir. Hizo más de veinte obras, dechados de imaginación, de vigor, de dramaticidad, de estilo; a las primeras, Albión le atacaba ya como a un maestro, e igual que el cuitado de Reading Gaol, pudo haberse proclamado a sí mismo lord de la lengua inglesa.

 ¡Maravillosa opulencia de ritmos y vocablos la de su prosa! Espléndida diafanidad, certero tino, ponderada economía! Parecía un latino, escribiendo; pero un latino anti-retórico, sin búsquedas de elocuencia ni alardes de énfasis: un latino de los "de guante blanco", o lo Renán, Fogazzaro o Valera que, además, cuidara del matizado moderno. Conrad consiguió para la prosa inglesa aquella "suavidad" de estilo cuya falta general les reprochaba ha poco Pedro Henríquez Ureña, (en amable y reciente coloquio habanero) a los modernos escritores sajones.

 Estuve a punto de decir que logró esa manera lustral "a pesar" de ser extranjero, de no ser el inglés su lengua de cuna. Pero acaso fuera precisamente por eso. El mejor inglés siempre se ha escrito al través de una disciplina extraña a él, o inspirándose en dechados y dictados latinos.

 Wilde ¿no hizo su maravillosa Salomé primero en francés? Roberto Luis Stevenson también latinizó; y Lafcadio Hearn, y en general, todos los estilistas contemporáneos de Inglaterra. Por lo que a los Estados Unidos hace, quizás la prosa inglesa más elegante, más rica y más equilibrada que allí se ha escrito en los últimos años, fue la del ensayista español Jorge Santayana, profesor que fue de Filosofía en Harvard.

 El fenómeno parece comprensible. El inglés es, predominantemente, un idioma de percusiones, de acentos. En cambio, las lenguas latinas (¿acaso también el polaco?) se modulan a base de ritmos, de enlaces, de cadencias. Imaginaos un herrero que supiera música. Ya no nos desagradaría tanto el batir del macho sobre el yunque. La prosa de Conrad tiene esa que pudiéramos llamar cadencia percusiva.

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 "¿No son demasiado cortas nuestras vidas para llegar a esa plenitud de expresión que es la mira constante de todo nuestro balbuceo? Yo ya he renunciado a la esperanza de esas últimas palabras cuyo timbre, si pudieran ser pronunciadas, agitaría los celos y la tierra. Nunca hay tiempo para decir nuestra última palabra -nuestra palabra de amor, de anhelo, de fe, de insurgencia."

 Esto había escrito Conrad en "Lord Jim", uno de sus más bellos libros. Esto había escrito, y así fue. Tampoco él tuvo tiempo para su decir pleno. Tras largos años de dolencia estoica (alguien cuenta que su casa era "un verdadero arsenal de medicinas"), la muerte le ha abatido cuando se disponía a escribir la vigésima-quinta de sus obras: en el mismo momento en que la anunciaba en el coloquio de su retiro de Kent, el esputo final cortó la oración en su boca y los ojos vidriados imaginaron por última vez entre los olmos de su jardín, los viejos y fecundos panoramas de sus mares amados.

 El día que se traduzca a nuestra lengua alguna obra de Joseph Conrad -Youth, Lord Jim, The Rescue, pongamos por preferidas-, comprenderemos nosotros por qué esa muerte ha traído una vasta melancolía a tantos ánimos en lo demás del mundo.

 En la obra de Conrad se casaron la aventura y la reflexión. Él supo enlazar con arte inefable esas dos maneras de contenido, esas dos actitudes literarias cuyos alicientes se distribuyen en dos épocas de nuestras vidas: para la niñez, el drama azaroso; para la madurez, el drama reflexivo.

 ¿No habéis soñado vosotros alguna vez en esa conjunción que os retrotrajera a la edad ingenua, sin obligaros a abdicar de las prevenciones peritas que da el largo vivir? Hace tiempo, cuando estuve en Madrid, quise hacerme la ficción de revivir los años párvulos, y compré, en el viejo kiosco de Recoletos que mi niñez rondó, novelitas de Salgari y de Dick Navarro y de Nick Carter y de aquellos más que habían espeluznado mis veladas a hurtadillas... Fue un doloroso desencanto. Aquello me aburría ya: aquello ya no sacudía los resortes gastados del ánimo hecho a la duda y a la represión y al juicio.

 Y releía Conrad, que me curó un poco de la decepción. Sus bergantes, sus mares, sus piratas, me hicieron vibrar con la vieja inquietud, y, en las pausas del drama, la parte más empedernida de mi espíritu se regodeaba en la ironía amarga del gran escritor. Es que hay en cada uno de nos otros un infante que quiere complicar la vida, y un hombre que quiere comprenderla: un instinto de brava conquista y otro de sereno dominio. Conrad supo escribir a la vez para el salvajuelo y para el civilizado que todo prójimo lleva en sí. Los dioses le hayan en cuenta esa riqueza de comprensión.


 “Glosas”, Diario de la Marina, agosto 27, tarde, 1924, p. 1.


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