Severo Sarduy
En Royaumont, una abadía
románica no lejos de París, se celebra una reunión de intelectuales de varios
países sobre los usos del olvido. Entre los asistentes se encuentran
Yerushalmi, Mommsen, Milner, Atlan, Vattimo, Rykwert, Tetienne, Le Goff, Gooti
y otros. El marco de la abadía es tan bello, la región -donde por cierto se
inventó el impresionismo- tan bucólica y el tema tan evocador, que se puede
pensar en algo al borde de la melancolía decimonónica. O al borde de lo
borgesco. Pero no es así. Porque en Francia, en este momento, el hecho de
recordar -y hasta el hecho de olvidar- ha revestido una significación mucho más
grave, precisamente cuando el país trata de devolver a la memoria colectiva lo
que con frecuencia se ha travestido o anulado: los episodios de la guerra.
Ahora bien, los
intelectuales aquí reunidos no tratan sólo del aspecto puramente histórico,
sino más bien de la base tanto filosófica como humana, y hasta biológica, que
permite el hecho de recordar, es decir, de seleccionar lo que se conserva en la
memoria, como el de olvidar.
Hay civilizaciones enteras
que no quieren recordar nada que no sea un relato oral y que desconfían de
cualquier otro medio de transmisión y de herencia; otras que, con una
meticulosidad casi compulsiva, lo archivan todo, lo microfilman y lo acumulan
lo más miniaturizado que se pueda, como si esperaran salvarlo de algún
apocalipsis.
Por supuesto, el hecho de
celebrar este coloquio ya nos sitúa dentro de una de estas categorías. Pero hay
más: ¿para qué se recuerda? ¿Para que el pasado no se repita, para activar el
presente con las enseñanzas que hemos derivado de los hechos, para revitalizar la
actualidad, para alimentar el presente con un pasado mítico, para ejercer la
memoria, para unir a los que se reúnen con el propósito de recordar algo? Alguien
dijo que el amor era el hecho de recordar juntos algo o alguien que no está.
En el curso de los
encuentros se han despejado dos ideas fundamentales. La primera es política:
estudiar el modo en que Alemania olvidó el nazismo y Francia el petainismo.
Debate particularmente importante en este momento en que los historiadores alemanes
están divididos por un conflicto extremadamente violento sobre la culpabilidad
absoluta o relativa de su próximo pasado. La segunda idea es filosófica: el
posmodernismo repudia, como si fuera el trazo por excelencia de la modernidad,
la valorización sistemática de la novedad; de modo que se
refiere a todos los valores del pasado, rechazando así todo partidismo dogmático.
Lo hace no tomando literalmente, tal y como fueron, los rasgos del pasado, sino
repensándolos siempre en función del presente. Para citar la fórmula de uno de
sus mentores, Gadamer, es clásico lo que del pasado puede hacerse un lugar, y
hasta forzarse un lugar, en el presente, todo lo que puede reciclarse, como,
por ejemplo, una perspectiva en un cuadro o una voluta en una fachada de
Bofill.
Pero ¿cómo focalizar algo
en el recuerdo? Los pintores saben hacerlo con un detalle de la imagen,
desdibujando o dejando inacabado el resto. En los dibujos de Toulouse Lautrec,
de pronto, una mano con un guante negro adquiere un relieve casi alucinante.
Pero, en la memoria, si insistimos hasta la saturación en un evento, olvidando
los otros, si lo repetimos día y noche, lo convertimos, paradójicamente, en
algo imperceptible, como los latidos de nuestro propio corazón o como el
tic-tac de un reloj vecino. La repetición anula, no es más que un heraldo de la
muerte.
Nicole Loraux, una
helenista francesa, sostuvo -como diría Borges- que para los griegos la memoria
-se refiere en este caso a la memoria política- tenía su modelo, y casi su
argumento, en la demasiado célebre cólera de Aquiles. Para nuestros ancestros
en el humilde misterio de pensar, y hasta de saber pensar, la memoria era algo
parecido a una pasión. Algo como, hoy día, para dar un ejemplo, el progresivo
desliz, de un individuo hacia el alcohol, algo que hay que dominar. En resumen:
una desmesura. Es por eso, dijo, que los griegos inventaron la idea de amnistía.
Y hasta la amnistía misma.
En el año 403, después de
la llamada Tiranía de los Treinta, cuando se restableció la democracia, también
se inauguró en Grecia una práctica entonces escandalosa: el perdón, mas no el
olvido. Ahora, bien, algunos escapaban a esta incongruente distorsión de la
memoria, los propios treinta. Cada ciudadano se comprometía a no perseguir a
los culpables de los desafueros que se perpetraron durante la tiranía. Cuando
se padece el fervor de Buenos Aires, ¿cómo no evocar ante este ejemplo la
situación argentina de hoy? Finalmente, en esta lluviosa mañana Yerushalmi
desplegó la idea de que para los judíos el único olvido imposible era el de la
ley, aun si se soslaya en la memoria la imagen de Dios.
Yo diría que, como en las
películas de James Bond en que se recibe a veces una carta pero que no tiene
nada en el sobre, nada en la página interna, ningún remitente y ningún
destinatario, ya que lo único importante es el hecho de que se envíe la carta
misma, así lo importante en este coloquio es la celebración del coloquio mismo,
y aún más cuando el hecho de que los que lo animan sean los más aptos para
hacerlo.
Francia no quiere olvidar.
Más: culpabiliza el olvido. El olvido de la Historia. El olvido y su uso. Ésa
es mi opinión.
El País, 5 de junio
de 1987.
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