Yo seguí habitando la misma casa de la calle Faubourg Montmartre y cuando regresaba por las madrugadas, solía entrar a cenar a un establecimiento situado en mi vecindad, y que se llamaba Au filet de Sole. En uno de esos amaneceres llegué en compañía de un escritor cubano, Eulogio Horta. Estábamos cenando en uno de los extremos del salón del café. Había un nutrido grupo de hombres de aspectos e indumentarias que yo no sabía conocer aún, alemanes en su mayor parte, y franceses. Casi todos ostentaban sendos alfileres y anillos de brillantes y estaban acompañados de unas cuantas hetairas de lujo. Espumeaba con profusión el cordon rouge, y al son de los violines de los tziganos, algunas parejas danzaban más que libremente. De pronto entró una joven, casi una niña, de notable belleza; se dirigió a uno de los hombres, rojo, rechoncho, de fosco aspecto, con tipo de carnicero, habló con él algunas palabras... La bofetada fue tan fuerte que resonó por todo el recinto y la pobre muchacha cayó cual larga era... A Eulogio Horta y a mí se nos subió, sobre los vinos, lo hispano-americano a la cabeza, y nos levantamos en defensa de la que juzgábamos una víctima; pero la cuadrilla de rufianes se alzó como uno solo, amenazante, lanzándonos los más bajos insultos... Y lo peor era que quien nos insultaba más, con la cara ensangrentada, era la moza del bofetón... No nos pasó algo serio porque el gerente del establecimiento, que me conocía desde Buenos Aires, salió a nuestra defensa, habló en alemán con ellos y todo se calmó. Luego vino a nosotros y nos advirtió que nunca se nos ocurriera salir a la defensa de tales gourgandines”. (“Autobiografía”, OC, vol. 15, 1917, p. 187.
-Es, -me contestó Gómez Carillo-,
el vizconde Austin de Croze, literato y ocultista.
-¡Oh!-, exclamé.
-Es íntimo de Huysmans, -añadió.
-¡Ah! -contesté-. Y fui a contar todo eso a un
mi amigo cubano que quería ver misas negras, el escritor Eulogio Horta.
En efecto, el vizconde cultivaba las ciencias
ocultas. Tenía fama de embrujador. Publicaba un calendario diabólico, ilustrado
de signos, damas desnudas. Hacía versos. Hacía artículos de periódicos. Andaba
siempre con un cartapacio y con la cintita morada de las palmas académicas. Un
día, cuando la época de los duelos mosqueteros, se empeñó en que yo me batiera
con Enrique. Yo temblé ante la primera sangre, ante los padrinos en Calisaya,
ante la posible fotografía ... “¡No!”, exclamé con la más absoluta convicción.
“En Bretaña” (fragmento), La Nación, 4
de agosto 1907, p. 6. En Crónicas desconocidas: de Rubén Darío: 1906-1914;
edición crítica y notas de Günther Schmigalle, Academia Nicaragüense de la
Lengua, 2011, pp. 85-99.
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