sábado, 10 de mayo de 2025

Silueta de Robert Frost


 Jorge Mañach

 Bread Loaf -"La Hogaza- es uno de los topes más altos en la vecindad de Middlebury. Un poco más allá están las escarpadas crestas desde las cuales, en invierno, se desprenden los esquiadores para sus vertiginosas aventuras. En verano, toda esa crestería es un macizo denso de pinos, de sauces, de abetos y abedules. En el seno de él tuvieron instalada durante los años de guerra, la Escuela Española, y fue allí donde José María Chacón y Calvo, profesor uno de esos años en Middlebury, pasó una de esas temporadas históricas de frugalidad y de frío que parecen ser parte de su destino de hombre de estudio. Pero este verano la escuela que allí estuvo fue la inglesa -lugar donde no se enseña el idioma de Shakespeare-, sino los modos literarios de usarlo. Y allá de cuando en cuando subíamos los del valle, los de la Escuela Española y la Italiana y la Francesa y la Rusa, para asistir a alguna representación de teatro avanzado o escuchar alguna apetecible conferencia. Por ejemplo, la que le escuchamos a Robert Frost.

  Frost es, como se sabe, el más insigne, acaso el más grande y probablemente el más viejo de los poetas norteamericanos de hoy. Van y vienen las modas poéticas, mudan las imágenes y los ecos, suben o bajan prestigios nuevos, pero la gloria de Robert Frost permanece sólida y fresca siempre, como una de sus montañas. Es el poeta de la Nueva Inglaterra; pero esta localización no parece limitarlo, sino más bien aludir a algo primordial y entrañable en su inspiración, a un sentido profundo y seminal de su tierra y de su raza enteras. Pues aunque la periferia histórica de lo americano haya crecido tan enormemente hacia el Sur y hacia el Oeste, aunque todo ese vasto mundo nuevo, expansión de la frontera, mire ya hacia la zona de los yanquis puritanos con un poco de gigantesca ironía, por debajo de esa sorna y displicencia se descubre sin esfuerzo un respeto intacto a lo originario, a la tierra de los peregrinos y los patriarcas, a la matriz sajona, donde se habla el mejor inglés y las costumbres son más austeras.

  En el alma poética de Robert Frost hay mucho del yanqui tradicional -el amor a la costumbre y el paisaje, el fondo de sabiduría natural, aliñado de lo bíblico, el pudor de los sentimientos y el humor “seco”. Pero no es este ningún Gabriel y Galán de la Nueva Inglaterra. Lo yanqui, en él, está como destilado y potenciado más allá de lo comarcano; en su espíritu resuenan todos los rumores agitados de la nación y el mundo. Los acoge con cierta sorna filosófica, con la displicencia del hombre que se sabe las cosas esenciales -el amor, la naturaleza y la muerte -y, a veces, con una vaga inquietud por el destino de la promesa norteamericana y la humana. Conservador, como todos los espíritus muy apegados a la tierra, tiene, sin embargo, de utópico lo que todo amador de estrellas. Cuando parece que va a disolverse en espejismos utópicos, la frena siempre su buen sentido de labriego exquisito, saturado de lecturas. Todo ello se resuelve en una poesía a la vez serena y trémula, cargada de inteligencia humana, de bucolismo, de amor profundo… una poesía que constantemente vuelve, fatigada del espectáculo de los hombres, al del

   al del arce joven que empieza a soltar su corteza   

   de verde infantil y enseñar el blanco lechoso

  Sí. Frost vive pegado a su tierra. Allá a la vera del camino que sube a Bread Loaf, tiene el gran viejo su casa, donde Eugenio Florit me cuenta que le visitó un día. Los que pasan le van sentado en el jardín, con su enorme cabeza rosada, de melena blanca, su aire de gigante venerable. El visitante ocasional suele sorprenderlo doblado

   Arrodillado una vez ante mis hierbas

   hurgaba la tierra con perezosa azada

   tarareando mi mezcla de tonadas;

   pero al ver que algunos muchachos de la escuela

   se habían puesto en la cerca a espiarme,

   el corazón se me detuvo con el canto.

   Pues cualquier mirada es siempre mala

   que se permite entrar en mundo aparte.

   Aquella tarde, Frost había sido sonsacado de su soledad para que diese una conferencia en la sala de actos de Bread Loaf. Hubo que ir muy temprano para conseguir asiento. Cuando llegamos, un poco ateridos ya del frío de la ascensión, la sala estaba casi llena: pero logramos sentarnos en fila delantera, al amparo de la hospitalidad interprofesoral. Cuando el poeta llegó con su aire de leñador anciano y su revuelta melena blanca, estalló una ovación larga y devota. La recibió con esa tranquila, sonreída displicencia, de los hombres que ya le conocen el gusto a la gloria y que, además, no le otorgan mucha importancia al aplauso de los hombres.

 De pie frente a un atril desde el cual la lamparilla encaperuzada le esculpía de luces y sombras, el rostro vigoroso empezó a hablar, por vía de pequeña introducción a una lectura de sus últimos poemas. Hablaba de lo que era la poseía. No sabía el bien qué cosa era. A lo largo de su vida, se le habían ocurrido innúmeras definiciones. Todas le parecían siempre buenas y malas. Aquella tarde pensaba que la poesía pudiera definirse como una pausa del alma entre las cosas. Pero en su charla no había nada de docente; era más bien como una confesión, como un soliloquio en que la voz, lenta, densa y grave se hacía inaudible.

 Comenzó a leer sus poemas. Los interrumpía a veces para interpolar un comentario, casi siempre irónico, humorístico. Parecía como si quisiera acreditar la falta de solemnidad del juego poético. Aludió a cierta conversación suya con T. S. Eliot, el laureado Nobel, el poeta americano que se hizo británico y que hablaba con un acento inglés... de Michigan. Comprendimos que no le interesaba mucho aquella poesía arcana, de sonambulismo filosófico. Sobre la alusión suavemente irónica, saltó enseguida su propia linfa diáfana, clara de fondo y visitada por los reflejos del cielo el paisaje, como aquel arroyo de la Quiebra de Ripton que habíamos estado contemplando según ascendíamos a la cresta de Bread Loaf.

 Desde el silencio lleno de su verso, vimos por todas las ventanas abiertas cómo se iba poniendo lentamente el sol sobre las montañas.


 Diario de la Marina, 18 de septiembre 1949.


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