Dulce María Loynaz
Como una guerra civil, como una rebelión
sordamente contenida, el dolor ha estallado en alguna parte de mi cuerpo sin
darme tiempo a huir, cogida por sorpresa entre su furia.
Se presentó primero como una insinuación cuyo
rumor apenas me alcanzaba, como gentes que hablan de noche y uno oye entre
sueños; tenía ya el dolor en la propia carne y lo buscaba a tientas en derredor
mío, fuera de mí. Cuando vine a saber que estaba dentro, era ya un foco que no
podía sofocar, un amotinamiento.
Todavía no lo entiendo: este cuerpo con que
ando sobre la tierra estaba hecho a obedecerme, fue siempre humilde y manso.
Nunca reclamó nada, nunca adiviné que tuviera
quebrantos que resarcir ni justicias que vindicar.
Lo ayudé a subsistir como a siervo fiel y útil
que era, con su ración de cada día; lo defendí del frío, de la lluvia, de
caminos tortuosos y contactos vulgares. ¿Qué más podía hacer yo, trajinada de
afanes y de sueños?
Acaso algunas veces -muchas veces- le exigí
más de lo que podía darme, y no fue junto a mí más que corteza preservadora de
la pura almendra, y en la que nunca se me hubiera ocurrido buscar sustancia ni
dulzura.
Poco he sabido de él, y ahora se venga, me
hace patente su presencia de modo que no pueda ignorarla, gritándome su nombre
en el silencio de mis noches, cosiéndome con dardos de fuego a las sudadas sábanas, envenenando en mis
arterias la sangre con que quiso mi soberbia alguna vez amamantar estrellas.
Clavada a este muro, sin más fuga que obleas y
tisanas, me avergüenzo de mis vanos delirios, de lágrimas que me salen de no sé
dónde y que jamás lloré en trances más dignos.
Soy toda huesos quebrantados, humores
miserables. Soy la prisionera de este amasijo de dolor y fiebre, como las
altivas reinas antiguas lo eran del populacho enardecido.
Ya que no puedo huir, tengo que hallar un
precio de rescate. Tengo que sobornar o someter.
A pesar de esta brusca rebeldía, yo sé que el
enemigo es débil… Si no me es dable reducirlo, quizá yo pruebe a contentarlo
ofreciendo a su ira imprevista un poco de la miel que dejó el alma en la
escanciada copa de mi vida.
Las sobras del convite, para él. Para el
mendigo cándido y colérico que dormía todas las noches a mi puerta.
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