Nivaria Tejera
El Chateau se abre a nuestras
llamadas ávidas de espacio. Nos recibe un maniquí sin brazos prisionero
temeroso del insomnio diurno. El relieve de sus párpados anuncia ya una
fluctuante evasión tentadora.
Ante nuestra irrupción las voces
afieltradas rechinan de saliva. Ahí el Castillo, un invisible abismo tendiendo
su árida fiebre, nubilidad eyaculatoria que espía de todos los rincones y
tiende su trampa. El misterio se desprende de las columnas como un cuchillo de
piedra.
¿Adónde mi castillo imaginado
dentro de ese Castillo sin trazas de herrumbre, jamás habitado por fantasmas?
Sus fantasmas son de palo con mueca de anticuario, un plano esfumado,
paralizado ya. El sospechado apocalipsis pende estriado de nuestros ojos.
Estamos aquí parados, a cuatro patas, arrastrándonos ante Ellos. Ellos:
capiteles de escayola imitación a mármol.
La suculenta mesa ofrece trazas de nuestra
sangre vinosa. Todo resbala, se desliza, se escurre. El humo de los cigarrillos
ya no vaga. La espuma luminosa de la vajilla en nuestras manos sirve de mirada
al polvo. Una mirada cada vez más hueca. De cuánta nada nuestros rostros se
fugan al fondo de los corredores suspendidos. Fría fiebre fría fruta podrida
frío fuego el Chateau.
Sin cesar arrastrándonos el frío
envoltorio se rompe a veces y uno se queda desnudo, lamido por perros en fobia.
Quejidos son ahora los animales, cajas de lamentos, tus torsos se van
arqueando, se desprende su pelambre, cae como gralte a nuestros pies. Quedan
flotando la lengua y los ojos.
Emerge emerge con su milenario
musgo de este hangar de chamarilero (atravesado de hojas muertas sin herida,
hojas de trapo, estratos de muñecas abandonadas que reaniman sus murmullos de
congelador) emerge emerge ante Ellos mi castillo imaginario pleno de olores de
poeta, oh Rilke invitado a desplegar alas a tu cerebro arruinado incendiándote
al frote de esta alinina evaporadora. En su interior la orgía romana,
exaltadora de furia antigua, nos sumergiría en la irrealidad de la relación, en
el desvelo de la prohibición y el desvarío de sus inventos castradores.
Por Ahora el Chateau despereza su tenebrosa
fiebre. ¿Dónde los árboles cayendo de su verde, la patética jungla que habíamos
venido a respirar? El puente que comunicaba con el exterior se ha quebrado, las
puertas crujen cerradas al viento, los corredores allá vestidos de luna atraen
la locura mientras los cuerpos en fila india pierden forma y color. El oleaje
en pleamar de los vitrales los hace naufragar.
Nuestro amigo, el eunuco, arrastra hasta el
Chateau sus lentas raíces a fin de encauzar el diálogo y mi canto de Sibila en
los escabrosos altibajos de la cena. Mi Sibila plañe sus premoniciones. El
amigo, solo, aplaude, mientras su labio leporino connubia la sonrisa del
espanto y su ojo tuerto descompone el rollo de la cuenta numismática de Ellos. Condenado condenado, amonestan en su
rabia, pero desde su ojo, de reojo, echa destellos anacrónicos el amigo y los
ahuyenta el maldito. Nada nada nada responde
a todo. Y se levanta aullando.
Le seguimos por fin hasta su choza de enfrente
a inventar un mundo.
A nuestra espalda
(Corteza de muerte
Tumba de exilio)
El Chateau.
Foto de Antonio Axis, 1971.
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