Un forceps de nikelado impecable hundió la blanda cabeza del
niño en la locura. Creció deforme, muengo, paralítico. Hombre ya, mira débil y
alelado el espacio vacío, mientras le cuelga el labio inferior que jamás ha
sentido la cálida moldeadura de las palabras. Emite sonidos raros, se irrita,
manoteando con el aire, o se queda quieto como un niño, blusa marinera, los
ojos de papalote en lo azul.
La madre, de ojos arruinados por el esfuerzo de sonreírle a
toda hora, juega con él, sostiene conversaciones inexplicables, lo carga
fingiéndoles que es él el que mueve las piernas inválidas, hazaña que le
encanta, agarrándolo fuertemente por detrás. Ella tocaba el violín, en otro
tiempo, asistía a fiestas y conciertos, alegre y diligente, pero ahora, ¿quién
piensa en ausentarse, ni siquiera al fondo de la casa un momento, ante su
reclamo incesante? Los movimientos con que sube y baja las escaleras, atiende
sin cesar a todo, sirve sin ruido, son ligeros, graciosos, graves.
La hija, sonriente en el retrato, muy bella, se fue al Norte,
donde formó familia sana y feliz. El padre trabaja todo el tiempo fuera y regresa
al hogar, esforzándose en vano por olvidar que su casa alberga desde hace
tantos años, como un pariente que no se quiere ir, a la desgracia.
Pero ella, ella, ella, se mueve en el dolor como un pájaro en
el denso ramaje, carga el pesado cuerpo, no desfallece nunca. Lo entiende y
sobrentiende. Admira a su pequeño. “Sabe mucho”, “Está contento hoy”, “Está
enamorado de usted”, “No quiere que se vaya porque está lloviendo y usted se va
a mojar”. Yo miro su cara de esfinge alelada, para mí idéntica siempre, que
para ella se irisa con todos los colores: el del sobresalto, el de la pena, el
de la malicie, el del goce. Y los dos, como enamorados, como tartamudos, se
hablan con las miradas toda la tarde, se asisten, ya no se sabe quién a quién,
desposeídos, pequeñitos, tristísimos, felices.
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