Anselmo Suárez y Romero
Cuando oímos que en muchos establecimientos de enseñanza se olvida el corazón de
las niñas, nos vemos en la necesidad de tomar
la pluma para decir con franqueza que si, asunto tan importante se desatiende
en ellos, casi todo es debido a la reprensible apatía de
las madres. Sin tomar generalmente informes de ninguna
clase, y consultando sólo la proximidad de la
escuela, encargan la educación de sus hijas a
preceptoras, de cuyas manos ignoran cómo han salido
las demás niñas que tuvieron a su cuidado; para
hacer otra confianza cualquiera habrían tenido circunspección, pero al entregar
quizás el porvenir entero de una hija a mujeres
absolutamente extrañas, toda cautela les parece superfina. Al fin, esas mujeres
tienen un título que las faculta para dirigir los
afectos de las niñas; al fin, una corporación
respetable ha procurado no expedirlo sino después de averiguar
las costumbres de la que aspira a ejercer el
delicado oficio de la enseñanza; al fin, otras madres de severos principios y conducta intachable han
puesto en el establecimiento a sus hijas. Tales son las reflexiones
que por lo común se hacen en circunstancias semejantes. A poca distancia hay
otra escuela, donde las niñas aprenden a ser
virtuosas antes que se trate de ensanchar su
entendimiento y de enseñarles cosas puramente de adorno; allí se les inculca el destino para que fue
creada la mujer; allí se guían por el recto camino las inclinaciones que comenzaban a torcerse; allí el débil impulso de sentimientos elevados se procura
desembarazar de todo
estorbo para que el manantial oculto tras de la piedra derrame luego por la llanura sus aguas frescas y
murmurantes. Pero sin mirar para mañana, pequeños inconvenientes deciden a las madres por la casa de educación más inmediata; llega
la hora de los crueles
desengaños, los defectos que llevaba la niña han crecido espantosamente, y, si
cuando fue a la escuela trascendía el aroma de la castidad, quién sabe ¡oh Dios! si se habrán depravado sus
sentimientos. Entonces la madre, llena de indignación y de dolor, clama contra los establecimientos de enseñanza; confundiendo a todas las preceptoras, ninguna estima ya
bastante buena para recibir el sagrado depósito de una hija; iguales son para ella la perseverancia, la dulzura,
los esfuerzos de algunas,
tal vez las de menos
pompa y nombradía, que en el retiro de una casa de educación la braffla dicha de familias futuras, a la ligereza de la que, sorprendiendo un título,
adoptó el magisterio únicamente por granjearse bienestar. Seamos justos ante la
que todo: gran parte del mal se halla en la falta de
vigilancia de las madres.
Mas este abandono se deriva principalmente de nuestra constitución social. Avezados a mandar desde
que nacemos, todo lo queremos encontrar hecho sin poner nada de nuestra parte; así adquirimos ese hábito deplorable de achacar con frecuencia a otros lo que es hijo de nuestra propia desidia; celar a los que se encargan de nuestros hijos, de lo más
caro que poseemos sobre la tierra, lo juzgamos excusado; si es otro día advertimos
que no han correspondido a nuestros deseos y esperanzas, levantamos la voz
irritada y altiva porque, habiendo desembolsado gruesas cantidades, no se nos
ha servido bien. Esta influencia deletérea es continua y mayor respecto de la mujer. En contacto más estrecho con el origen de tamaño desastre, no hay que extrañar por cierto si al
confiar sus hijas a una casa de educación, se
conducen con negligencia para acusar después exclusivamente a las preceptoras por los efectos que ellas mismas
contribuyeron a producir. Antes de eso ya eran
descuidadas con sus hijos; lo eran
sin embargo a pesar del tierno amor que les profesan, por un motivo prepotente, cuyos tristes
resultados tanto más demandan que se les combata cuanto
más invisibles corroen los instintos generosos. La leche santa de sus madres
no es la que siempre alimenta a los hijos de Cuba; una nodriza abyecta nos da
la suya, porque muchas madres creen hallar su salud y belleza en el olvido del primero de sus deberes. Mientras duermen,
pasean, buscan solaz en el teatro o en el baile, otro regazo nos calienta; la
palabra de aquella
nodriza ignorante y corrompida es la que más escuchamos, sus acciones son las que más vemos en esa edad
cándida de la
infancia, que, como el cristal refleja súbito y cabal cuanto se le acerca, así
reproduce lo que se le presentó por modelo. Muy lejos de nosotros la idea de vilipendiar a las madres de Cuba; ellas no saben
lo que hacen cuando al apartarnos de su seno dejan a merced de la última clase de la sociedad que alumbre triste la aurora de nuestra inteligencia y afectos,
habiendo podido sonreír entre nacarados matices. Ahí se nos inspiran ideas
erróneas; ahí brotan las pasiones bastardas, que afirmándose y creciendo después,
convierten en inútil o vituperable nuestra vida; ahí se corrompe todo, hasta el
habla castiza de nuestros
mayores.
Si mal tan grave se va disminuyendo, no tanto a
impulsos de la civilización, como por otras causas de todos conocidas, existe sin embargo todavía, y aunque
fuesen contados los ejemplares, siempre habríamos hecho bien en clamar públicamente
contra aquella preocupación funesta. Resultado preciso: en el pecho de la niña se anidarán, leves aun como las nubecillas que esconden los luceros del firmamento,
afectos impuros, pero que, si una mano entendida y pronta no contiene, o si no
se aniquilan con la fuerza maravillosa de los
instintos nobles, mancillarán con el tiempo su existencia. La incauta niña,
mariposa de doradas alas, perdió por desgracia, al
romper la crisálida, el esmalte de sus colores; la
gota de rocío se enturbió; la flor bella del campo
no despide tan lejos su perfume exquisito. Mas a pesar de que
arrullada la hija le Cuba en brazos indignos, nos exponemos a pervertir su
inteligencia y su corazón, todo podría remediarse, como las
madres fuesen en lo sucesivo más vigilantes. De la
nodriza, sin afectos y sin alma, sale aquella para un establecimiento de educación, rara vez escogido con diligencia, y sobre
el cual no fijan nunca las madres, de continuo, su
mirada perspicaz. En la imprescindible necesidad en que la mayor parte se
hallan de entregar a otras personas la educación de sus hijas, ya por ineptitud, ya por carecer de recursos pecuniarios con que sufragar una enseñanza en
privado, ya por dolencias u otras causas, suele caer la preciosa joya en manos
nada a propósito para devolver luego a la sociedad, sin mancha, las niñas puestas a su cuidado por una equivocada
confianza. Sí, es menester decirlo también: no son todas las
escuelas para el bello sexo casas intachables de donde
jamás salga degradado el pecho que entró puro, ni donde se procure y alcance
siempre modificar o contenerlas torcidas pasioncillas que bosquejan futuros
escándalos. Cuando por fortuna la hija ha sido confiada a un establecimiento en
que la virtud sea el norte de todos los esfuerzos,
en lugar de lamentarnos, sólo tendremos motivos
para aplaudir; personas extrañas, sin el cariño a menudo obcecado de las madres, sabrán por medio de oportunas
advertencias acrisolar afectos que tal vez se habrían maleado. Pero prontos a confesar
que no faltan estos establecimientos, se nos concederá que no todos merecen la
misma alabanza; quizás las directoras son capaces de llenar su elevado encargo, mas no sucede lo mismo con
algunos auxiliares; y de las primeras las habrá ilustradas y virtuosas, que al leer este
artículo nos agradezcan el haber denunciado un mal que destruye a cada paso sus
trabajos, ora porque se confunde la conducta de ellas
con la errada de otras, ora porque a ocasiones
esfuerzos de años enteros se obscurecen apenas tuvieron
la desgracia de admitir imprudentes ó viciados
auxiliares en el establecimiento.
No hay que temer tanto sin embargo de las preceptoras como de los
maestros. Es preciso que la mujer se haya separado por extremo de la línea de sus deberes
para que no conserve cierta delicadeza involuntaria que la mueve á aconsejar
bien a las niñas; acaso lo haga también porque,
como directora, su interés está enlazado con su comportamiento, y porque, como
auxiliar, viviendo generalmente en el colegio, casi forma causa común con la primera.
Puede asegurarse que jamás una maestra ha pervertido de intento
los afectos de sus alumnas; la palabra pronunciada,
el ademan o la acción ejecutados en presencia de éstas,
bastarán sin duda, como no sean decorosos, para derramar
el veneno; pero no es esto lo mismo que trabajar adrede por inspirar
sentimientos vergonzosos; el mal es perenne entonces, y difícil será que la
madre más solícita y advertida llegue a extirpar completamente el germen de corrupción que supo sembrar el
auxiliar desmoralizado. Y recelamos ser desmentidos al afirmar que la
influencia maligna ejercida por algunos de estos, no siempre dimana de descuido; las bajas maneras, las torpes palabras, los consejos mal intencionados, las excitaciones repugnantes,
degradan el corazón de las niñas, y, como se nos pidan pruebas, no citaremos casos, pero
invocamos á las mismas
directoras de los
establecimientos, que más de una vez, ya a petición de los padres, ya movidas por sí solas, hayan tenido que despedir
auxiliares cuyos excesos no podían tolerar.
Hay cosas que conviene no aclararlas mucho; basta
apuntarlas para que se adivine lo restante, y se desee adoptar el remedio. Pero
¿de dónde ha de venir
éste? ¿Todo de la corporación encargada de velar sobre las casas de enseñanza, o será indispensable que sus trabajos los
acaben otras personas más en disposición de penetrar
y corregir ciertos abusos? Creemos que es necesario despertar a las madres de la indolencia en que yacen sumergidas,
hacerles entender que aquella corporación no puede estar al cabo ni enmendar
todas las faltas, advertirles que sólo ellas son
capaces de registrar, sin caer en errores, los
sentimientos de sus hijas. Madres
excelentes conocemos, que entregan a la directora de
un establecimiento sus niñas, y se contentan luego con informarse, de vez en cuando, de los
adelantamientos intelectuales que han hecho. Son poquísimas las que, sin olvidar un instante la casa de educación, la visitan a menudo, escudriñan su orden
interior y material, asisten a las clases, examinan
el comportamiento de los auxiliares, se informan de sus costumbres, tienen largas conferencias con las preceptoras, y se ponen de este
modo en camino de discernir lo bueno o lo malo que
deben aguardar. Andando el tiempo suele descubrirse el mal, y se muda la niña á
otro establecimiento; pero si vuelve a observarse la misma reprensible apatía
¿cómo lisonjearse de que esa medida corregirá el
descuido anterior? ¿cómo pensar que así se desempeñan los deberes de una madre? ¿cómo se aplaude a la
pobre niña que baila y canta bien, que señala en un mapa todos los lugares con
exactitud, que puede resolver un problema de aritmética, que traduce medianamente idiomas extraños, cuando
no sabrá, madre o esposa, cumplir las arduas obligaciones de la familia?
Algunas madres, se
nos dirá, son incapaces de vigilar las escuelas. Para llenar este vacío opinamos que no
bastan los inspectores encargados de celarlos
establecimientos de niñas. Ocupados en tareas de una importancia acomodada a su saber, la inspección
que ejercen no puede ser tan constante como lo reclama el asunto vital de la enseñanza; y todos saben también que motivos de delicadeza, infundados en tal caso, les coartan
frecuentemente la libertad para señalar todos los abusos. Créense inspectoras,
y habrán cesado todos esos inconvenientes. Practicando ya los deberes de su sexo, entienden mejor que nosotros cómo se le ha de conducir en la infancia; y si a esta reflexión se une
la no menos fuerte de que hay cosas en las escuelas de niñas que no
averiguan los inspectores y que son ciertamente del círculo de la mujer, se convendrá en que así se alejarían males
tanto más deplorables cuanto más ocultos. Ni concebimos por qué, cuando se
encuentran mujeres dignas del magisterio, se excluye de aquella
honra y trabajo a otras cuyos conocimientos y virtudes fuesen notorios. Con más
tiempo de que disponer, con otra paciencia, con la
prolijidad en los pormenores propia del bello sexo, con su maravillosa
penetración para discernir lo que envilece o purifica los sentimientos de las niñas, pocos abusos dejarían de
advertirse entonces, y las preceptoras, constantemente
observadas, escucharían con docilidad las indicaciones
hechas por personas en quienes suponen la aptitud que nos niegan sobre varios
particulares concernientes a la mujer.
Vuelve
la niña al hogar doméstico en cuanto comienza a hervir en su pecho aquel
sentimiento grande, que como los albores de la
mañana anuncian la salida del sol, abre ya el destino para que fue formada la
mujer. Aun se mezclan en su alma las angélicas
ilusiones de la infancia con los vagos y dulces
devaneos de la mujer; algunas risas son seguidas de anhelantes suspiros; ya el corazón, como si fuese una
lámina sutil de oro, suena al
menor soplo; la luna melancólica, la estrella que rutila, el pajarillo que
canta, el arroyuelo que murmura, todo hace temblar a la desapercibida joven.
Tiembla ¡ay! porque la tempestad se acerca, porque las
pasiones van a enseñorearse de su frágil seno, porque la nao,
henchidas las velas
por el aura suave de la
tarde, surca las procelosas
aguas del océano, donde una ráfaga podrá sumergirla en los abismos. ¿Y cuál será
su porvenir? Ella amará un día, unirá su suerte a la de un hombre desconocido hasta entonces,
y la patria contará con sus hijos; pero si nosotros, generación responsable de los días venideros de esa patria sacrosanta, fuimos descuidados
al educar la mujer, nada tendrá que agradecernos la tierra donde nacimos.
¿Queréis una regeneración absoluta de costumbres, queréis que haya en Cuba otros corazones y otras
almas, queréis un pueblo firme en sus creencias y deberes, queréis que salten
por do quiera chispas de inteligencia y de amor, queréis fundar nuestra dicha sobre bases de diamante y no sobre el
deleznable cimiento de los delirios, queréis esfuerzos simultáneos y perennes hacia el
bien? Responded vosotros que tanto blasonáis de amor a la patria; pues comenzad por la niña, la amante, la
esposa, la madre; por nuestra eterna y consoladora compañera; por esa lámpara
que alumbra silenciosa los muros del hogar doméstico; por esa caña que susurra
con el céfiro y gime con el huracán, pero que nunca se parte; por esa criatura
seráfica que todo lo domina con su amor casto y profundo. Si no, ya recogeréis el amargo
fruto de vuestro
abandono; infantes todavía, recibiendo una crianza peligrosa, aprenderemos lo
peor; adolescentes, ellas no podrán calmar con voz dulce y simpática para las humanas miserias nuestros
ciegos impulsos; compañeros suyos, inútiles serán para suavizar nuestras
costumbres los mágicos encantos que derramó Dios sobre ellas, pero cuyo influjo
poderoso detenemos nosotros mismos. Depuremos, depuremos el corazón de nuestras bellas compatriotas;
que al lado de su
hermosura tropical, que tras sus ojos negros y ardientes, del dorado color de sus mejillas, de sus lánguidos ademanes, veamos
arder, brillante siempre, la llama de la virtud; si esa aurora circuye sus frentes, esperemos. Y
vosotras, madres, que
todo lo podéis porque amáis, escuchadnos con benevolencia; no desviéis
nunca los ojos de vuestras hijas; la niña que mecéis
en los brazos, podrá hacer mucho también algún día por la prosperidad de Cuba; entended que los hombres no son los que
únicamente hacen el bien de los pueblos.
1846
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