At nuno natus infans delegatur ancilloc…
Diálog. de Corr. Eloq. Cap.
18
Luego
que nace el Niño se lo entregan a una esclava
SEÑOR PÚBLICO
Aunque quiera
un hombre valerse de todos los medios imaginables para adquirir paciencia, se
presentan a los ojos cosas tan horrorosas entre los racionales, que es preciso
morirse por no verlas, o levantar el grito hasta donde pueda dirigirlo el
sentimiento de la humanidad. Y si no, dígame el más insolente, o el de alma más
feroz, como podrá sufrir la vista de una madre que apenas da a luz el fruto de
sus entrañas, cuando lo entrega a otra persona, y como si la naturaleza no
hubiese prodigado en ella misma el alimento de aquella criatura por medio de
las dos fuentes de sus pechos, se desentienden de este deber que le impone su
estado, las más veces por motivos bastante criminales, como cuando creen que
con alimentar sus hijos destruyen su hermosura, y a cada paso la precipitan con
otros excesos mayores cuanto son cometidos por fines nada decentes.
Aquellas que desamparan lo que han parido,
como dice Aulo Gelio en sus noches Áticas, apartándolo de sí y entregándolo a
otras para que lo críen, rompen el vínculo sagrado con que la naturaleza ata a
los Padres con sus hijos, o por lo menos lo debilitan: pues llevado el infante
a otro regazo, insensiblemente se apaga la vivacidad del amor materno, y calla
todo el rumor de la impacientísima solicitud, de modo que llega a ser olvidado
el Niño cuasi como si hubiese muerto. De la misma manera todos los afectos del
ánimo del Niño, el amor y la reverencia, se ocupan en aquella a quien, porque
lo alimenta, reconoce como su única bienhechora, resultando que al cabo borra
todo sentimiento y deseo hacia la madre que lo dio a luz, y destruido el formes
de la innata piedad en ésta, parece que el hijo queda, y electivamente sucede
por la mayor parte, sin aquel amor natural, y sólo reconoce una especie de
respeto semejante al que tendría con otro extraño porque le ve de mayor edad.
Colijamos ahora los males que acarrea en la
educación semejante proceder, y deduciremos, que nosotros mismos corrompemos
las costumbres de nuestros hijos desde que nos reclinamos en la cuna. Es
indisputable que los Niños, al paso que en los pechos de su nutria encuentran
el pábulo, con que aumentar sus delicadas carnes y gradualmente se consolidan,
hallan también en aquella sangre que extraen toda la ponzoña que puede tener
para seguir el ímpetu de la pasión de que ella estaba poseída. Cuidamos poco o
nada de que el ama que se le da sea sana, y de buenas costumbres, porque no nos
persuadimos que esto obrará mañana en sus afectos e inclinaciones, bastando,
según el espíritu de estas madres, que se atienda a su alimento y vida, e
importándoles poco sea con ésta o aquella leche. No se repara si la esclava a quien se confía lo que
debía tener en más aprecio una madre, es desarreglada, deshonesta, o
inclinada al vino, pues lo regular, sin elección se toma la primera mujer que
se encuentra tener leche abundante, y no se hacen cargo, que este tiernecito
Niño será inficionado con un contagio incapaz de extraerlo cuando se quiera.
Si tuviesen alguna detención en considerar que
sería más sufrible la inclinación del hijo conformándose con la de su propia
madre en la serie de cuidados que le presenta la futura educación que ha de darle,
que no la que adquiera de una extraña, no cometerían tan horrible atentado
contra las leyes de la naturaleza: vendrían en conocimiento por la diaria
experiencia, que muchas indisposiciones que padece el infante, proceden de los
desarreglos de quien les da el pecho, y se abstendrían de ellos viendo por sí
los efectos. Una de las naciones que hemos tenido siempre por bárbaras, cuales
son los Indios, nos enseñaron en la conquista de estos Reinos estos
sentimientos, pues hallamos, principalmente en la dominación de los Incas, las
mujeres abstenidas de sus más ilícitos placeres si eran perjudiciales a sus hijos;
pero muchas de las que entre nosotros tenemos por más ilustradas que aquellas,
no piensan en otra cosa que en dar rienda a sus brutales apetitos, cuidando aun
menos que las fieras de estos deberes. Examinemos cuáles son las causas que
alegan estas madres desnaturalizadas para negar sus pechos a los hijos, y les
oiremos decir sin el menor rubor que ésta es la costumbre; que se sienten
enfermas si dan de mamar al Niño una noche; que les estraga tan insoportable
peso y que no lo pueden resistir; que las ensucia el vestido; que no están aptas
criando para recibir las visitas; que las envejece queriendo siempre aparecer
de veinte años, por cuya ilusión son capaces de arrostrar a cosas que no son
imaginables; y en fin, que se degradan del carácter de personas de primer
rango, si se ocupan en lo que puede hacer una esclava: de modo, que todas estas
razones pesan más en el entendimiento de estas fieras, que las delicias del
amor materno; amor superior a todas cuantas cosas existen en lo natural, y de
que nos dan ejemplo los brutos, que no permiten ni que se acerque un extraño a
sus chiquillos. Pero ¿cómo ha de ser? ¿Qué sentimientos de amor puede tener una
madre, que oye a su hijo en un aposento separado gritar parte de la noche por
la indolencia de la ama, que le niega el pecho, y con razón, para socorrer a su
propio hijo, que tal vez tiene consigo, y que su señora le prohíbe en todo el
día acercárselo, haciéndole cometer por fuerza el mismo atentado que ella
ejerce? Si fuesen ciertas las razones de enfermedad o débil constitución de las
madres podría ser disculpables el hecho, mas sabemos que es por solo procurar
una libertad para entregarse a sus devaneos, a excesos abominables, que debilitan
mucho más, y que traen realmente con el tiempo enfermedades incurables que
perturban la paz de su matrimonio, y que las precipita al sepulcro, dejando una
serie de infelicidades en sus familias.
Nos admiramos muchas veces, que los hijos de
mujeres ilustres no sean semejantes en el cuerpo ni en el ánimo a sus padres, y
estamos haciendo conjeturas impertinentes en una larga conversación,
concluyendo en que son obras de Dios, que él lo dispone así para que sea más
variada la naturaleza, y por lo mismo más gratos sus objetos; y no hacemos caso
del genio de una criandera, de la naturaleza
de su leche, y de la gran parte que tiene en la índole de la criatura que
la hace su primer nutrimento. Bien poco dejarían de saber las madres en este
punto, si aplicasen los infinitos ratos ociosos que destinan al tocador, y a
ponerse como anzuelos que pescan a los que pasan por la calle, en leer algún
parrafito por día de los muchos libros que tratan el modo de criar los Niños
sanos, robustos y capaces en sus mayores años de ser el alivio de sus Padres,
los que fueron el regalo de sus amores en su tierna edad. Aprenderían en otros,
que nada puede contribuir mejor a las justas alabanzas y debida consideración de
una señora, que cumplir con los sagrados deberes que le impuso la naturaleza:
que estos sentimientos se imprimen en el corazón de los hombres sensatos para
prodigar sus elogios a estas madres, y que los procederes contrarios sólo pueden
serle lisonjeros a los mozalbetes aturdidos, que se parecen a estas mujeres, en
que si se les divisa lo racional, es en una pequeña porción de acciones cuasi
indiferentes, quedándose en el seno de la barbarie en todas las que debían
tener más ilustración. Leerían ejemplos de mujeres de más alto rango que ellas,
que despreciando todas las necedades del siglo, en medio de hallarse en su
laberinto, tienen por el mayor honor ser el modelo de las verdaderas madres, y
la escuela de la ternura, gloriándose ser apellidadas con semejante nombre de
que huyen muchas porque no las consideren viejas: pero concluyamos con un hecho
que comprueba mejor que mis expresiones lo que acabo de decir y que se verá en la
siguiente
Anécdota
Se hallaba
indispuesta la Señora Da; Blanca de Castilla. Reyna de Francia y madre de San
Luis con una fiebre que le impidió por poco tiempo darle el pecho a este hijo,
y creyendo complacerla una
de las Damas
de Palacio le dio de mamar al recién nacido. Mejorada Blanca y poniendo el pecho
en la boca de Luis se lo repugnó. Pregunta al instante si la había dado de
mamar al Niño, y habiéndole respondido que sí, impulsada de un celo maternal
metió los dedos en la boca de la criatura y le hizo vomitar la leche. Esto
pareció a los circunstantes un acto de soberbia; mas la Reina los satisfizo diciéndoles
-¿Pues qué pretendéis que sufra se me quite el título de madre que tengo de
Dios y de la naturaleza?... ¡Y se desdeñarán las madres nobles de hacer otro
tanto!
El SUBSTITUTO DEL REGAÑÓN DE LA HAVANA , 14 de abril de
1801.
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