Tornaba yo aquella noche, fatigado,
pausadamente, con esa vaga tristeza enternecida que sigue a los arrebatos de la
carne o del espíritu. Los bulevares, a aquella hora, hora avanzada, conservaban
tan sólo los restos de su febril agitación nocturna. Del café Riche, uno de los últimos que se
cierran, salían las postreras notas de un vals lleno de voluptuosidad muelle y
lánguida, como un suspiro del alma hastiada de París. No cruzaban ya ómnibus
por la amplia calle. Los cocheros dormitaban a lo largo de las aceras, sobre
sus pescantes. Los puestos de periódicos, cerrados, parecían dormir también, en
la soledad de su abandono.
Era una noche de estío, muy cálida y pura. Por
mi lado cruzaban, a ratos, parejas enlazadas, viejos verdes trasnochadores... Y
de pronto sentí un brazo que, por detrás del mío, se enlazaba con él
tímidamente.
Me volví. Un pobre rostro ajado, joven
todavía, pero ajado, pintado escandalosamente, lamentable, abría sus labios
sangrientos para sonreírme. Bajo aquel rostro, un cuello exangüe y frágil; y un
cuerpo flexible aún, vestido con cierta elegancia relativa, exhalando de las
ropas un olor demasiado fuerte a esencias baratas.
—¿Por
qué vas tan sólo ? ¿Quieres que te acompañe?
Era una hija del bulevar, flor prematuramente marchita
del asfalto parisiense, azotada y ya casi seca por todos los vendavales de la
miseria civilizada. Mirábame con sus ojos imploradores y cínicos, rodeados de
grandes ojeras de cosmético, y caminaba a mi lado, con una triste mueca de coquetería
en la nariz maliciosa.
—No —contesté, sonriendo, tratando suavemente de
desasirme—, gracias.
Ella insistió, casi con angustia contenida, aproximando
a mi rostro la herida roja de su boca sangrienta.
—Sí, anda, llévame...
—No puede ser...; buenas noches.
Me daba pena tratarla bruscamente. Me producía
una compasión mezclada de malestar la mirada de sus ojos suplicantes.
Por la calle, casi vacía, pasó un cupé
cerrado, misterioso, como en camino hacia Citerea.
Mi acompañante siguió un momento a mí lado,
silenciosa, indecisa. Luego,
—Anda, ve —repitió—. No tengo con qué
desayunarme mañana...
Como viese que de nuevo me volvía a mirarla,
creyó que iba a despedirla otra vez.
—¿No lo crees? ¡Mira, mira...!
Y sacó y me enseñó su portamonedas abierto,
lúgubremente vacío. Su mueca de seducción había desaparecido ahora. En sus ojos
reaparecía más elocuente la imploración angustiada de antes.
—Ni un céntimo. ¿Ves? ¿Lo crees ahora?
¿Vienes?
—No.
Se soltó, desalentada.
—No... —repetí—. Mira, toma.
Le di los pocos francos que llevaba encima.
—¿Me los das?
—¿Pues no lo ves? Tómalos
—¡Oh, mon
chéri!— murmuró, tomándolos, con su voz profesional de arrullo mendaz y
mercenario, estrechando mi mano contra su pobre seno enflaquecido.
Gracias. Vienes, pues, ¿verdad?
—¿Yo? No. Adiós...
Entonces se fijó en mí, con nueva mirada enigmática,
en la que despuntaba un asombro irónico.
—¡Ah! ¿no vienes...?
Buscaba silenciosamente una respuesta a su
asombro.
—Dime: ¿hace poco que estás tú en París? Se ve por lo bien que hablas...
—¿Yo?— respondí, sonriendo de la ironía. Algunos
meses... ¿Por qué?
—¿Debes de ser muy joven? (sin responder a mi
pregunta).
—Así, así.
—¡Ah!— dijo de nuevo entonces, súbitamente iluminada
—.Ya comprendo por qué no vienes conmigo. Tu
as peur des femmes, n´est-ce pas?
Se rió, satisfecha de su penetración, indulgente.
—Eh, bien!,
entonces, adiós, querido. Gracias.
—Adiós.
La miré alejarse, con piedad distraída. El bulevar
se aprestaba al reposo, soñoliento y tristón. Bajo la sombra de los árboles
verdes seguían pasando sombras oscuras.
Enternecido, murmuré, bostezando:
—!Pobrecita!
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