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jueves, 29 de marzo de 2012

Psicología bulevardera





  Luis Rodríguez Embil


 Tornaba yo aquella noche, fatigado, pausadamente, con esa vaga tristeza enternecida que sigue a los arrebatos de la carne o del espíritu. Los bulevares, a aquella hora, hora avanzada, conservaban tan sólo los restos de su febril agitación nocturna. Del café Riche, uno de los últimos que se cierran, salían las postreras notas de un vals lleno de voluptuosidad muelle y lánguida, como un suspiro del alma hastiada de París. No cruzaban ya ómnibus por la amplia calle. Los cocheros dormitaban a lo largo de las aceras, sobre sus pescantes. Los puestos de periódicos, cerrados, parecían dormir también, en la soledad de su abandono.
 Era una noche de estío, muy cálida y pura. Por mi lado cruzaban, a ratos, parejas enlazadas, viejos verdes trasnochadores... Y de pronto sentí un brazo que, por detrás del mío, se enlazaba con él tímidamente.
 Me volví. Un pobre rostro ajado, joven todavía, pero ajado, pintado escandalosamente, lamentable, abría sus labios sangrientos para sonreírme. Bajo aquel rostro, un cuello exangüe y frágil; y un cuerpo flexible aún, vestido con cierta elegancia relativa, exhalando de las ropas un olor demasiado fuerte a esencias baratas.
  —¿Por qué vas tan sólo ? ¿Quieres que te acompañe?
 Era una hija del bulevar, flor prematuramente marchita del asfalto parisiense, azotada y ya casi seca por todos los vendavales de la miseria civilizada. Mirábame con sus ojos imploradores y cínicos, rodeados de grandes ojeras de cosmético, y caminaba a mi lado, con una triste mueca de coquetería en la nariz maliciosa.
 —No —contesté, sonriendo, tratando suavemente de desasirme—, gracias.
 Ella insistió, casi con angustia contenida, aproximando a mi rostro la herida roja de su boca sangrienta.
 —Sí, anda, llévame...
 —No puede ser...; buenas noches.
 Me daba pena tratarla bruscamente. Me producía una compasión mezclada de malestar la mirada de sus ojos suplicantes.
 Por la calle, casi vacía, pasó un cupé cerrado, misterioso, como en camino hacia Citerea.
 Mi acompañante siguió un momento a mí lado, silenciosa, indecisa. Luego,
 —Anda, ve —repitió—. No tengo con qué desayunarme mañana...
 Como viese que de nuevo me volvía a mirarla, creyó que iba a despedirla otra vez.
 —¿No lo crees? ¡Mira, mira...!
 Y sacó y me enseñó su portamonedas abierto, lúgubremente vacío. Su mueca de seducción había desaparecido ahora. En sus ojos reaparecía más elocuente la imploración angustiada de antes.
 —Ni un céntimo. ¿Ves? ¿Lo crees ahora?
 ¿Vienes?
 —No.
 Se soltó, desalentada.
  —No... —repetí—. Mira, toma.
 Le di los pocos francos que llevaba encima.
 —¿Me los das?
 —¿Pues no lo ves? Tómalos
 —¡Oh, mon chéri!— murmuró, tomándolos, con su voz profesional de arrullo mendaz y mercenario, estrechando mi mano contra su pobre seno enflaquecido.
 Gracias. Vienes, pues, ¿verdad?
 —¿Yo? No. Adiós...
 Entonces se fijó en mí, con nueva mirada enigmática, en la que despuntaba un asombro irónico.
 —¡Ah! ¿no vienes...?
 Buscaba silenciosamente una respuesta a su asombro.
 —Dime: ¿hace poco que estás tú en París?  Se ve por lo bien que hablas...
 —¿Yo?— respondí, sonriendo de la ironía. Algunos meses... ¿Por qué?
 —¿Debes de ser muy joven? (sin responder a mi pregunta).
  —Así, así.
 —¡Ah!— dijo de nuevo entonces, súbitamente iluminada —.Ya comprendo por qué no vienes conmigo. Tu as peur des femmes, n´est-ce pas?
 Se rió, satisfecha de su penetración, indulgente.
 —Eh, bien!, entonces, adiós, querido. Gracias.
 —Adiós.
 La miré alejarse, con piedad distraída. El bulevar se aprestaba al reposo, soñoliento y tristón. Bajo la sombra de los árboles verdes  seguían pasando sombras oscuras.
 Enternecido, murmuré, bostezando:
 —!Pobrecita!

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