—Yo no me suicidaré –me decía mi amigo Arsenio, arrellanándose en un cojín
de terciopelo azul, donde un dragón de oro abría sus fauces siniestras para
cazar una mariposa de nácar– yo no me suicidaré, te repito, porque me aterran
los dolores físicos, por leves que sean, pero yo comprendo que, como muchos
hombres, estoy en el mundo de más.
Estas frases melancólicas, dichas en voz baja,
con esa voz tan baja de los seres degenerados, voz que parece extraerse de las
cavidades más profundas del organismo y filtrarse luego por un velo de muselina
para salir al exterior, fueron
pronunciadas por mi compañero al final de una larga conversación, en la que yo
había tratado de arrancarle, por todos los medios posibles, del retraimiento
voluntario en que se marchitaban los días floridos de su juventud. No me
causaron extrañeza alguna, porque yo sabía que estaba dominado, desde la
adolescencia, por las ideas más tristes, más extrañas y más desconsoladoras.
—Mi alma es una rosa –solía decir en ciertas
horas de intimidad, valiéndose de una frase gráfica–, pero una rosa que sólo
atrae mariposas negras. Así es que al oír la sombría respuesta que daba a mis
palabras, más bien que tratar de consolarlo, porque no hubiera hecho más que exacerbar
su nerviosa sensibilidad, yo buscaba un tema para extraviar el curso de sus
pensamientos, cuando lo vi incorporarse en el asiento, ponerse pálido en el
instante, dilatar sus pupilas grises y moviendo su cabeza fina y altanera, tan
semejante a la de algunos retratos de los de Clouët, oí que me decía, como si
ensayase un monólogo:
—Sí, no te quede duda, yo estoy en el mundo de
más. Lo peor es que, como te he dicho, hay muchos que se encuentran en el mismo
caso.
Sólo que algunos no se aperciben de eso,
mientras que yo me doy cuenta de ello con la más perfecta lucidez. ¿Has ido al
campo, en la época de la siega, alguna ocasión? Si has estado alguna vez,
habrás podido observar que las segadoras, después de recogida la cosecha,
suelen dejar en el surco algunos granos olvidados. Ni la tierra los fecunda, ni
alimentan a los pájaros. Allí se pudren, día por día, bajo el influjo del
viento, de la lluvia y del sol. Eso mismo le sucede a algunos hombres. La
muerte, ésa visión macabra de cabellos blancos que, con una hoz de plata en la
mano, han pintado los Orcagna, en un bosque de naranjos, segando cabezas de dioses,
de reyes, de guerreros, de sacerdotes y de enamorados, sufre también esos olvidos crueles. Yo soy
uno de aquellos seres que, en el campo de la vida, ha dejado de recoger.
—¡Oh, cállate! –le interrumpí– tú eres
demasiado joven todavía para desesperar...
—Sí, soy muy joven, pero eso no importa:
aunque tengo veintisiete años, me parece que llevo siglos dentro del corazón.
La edad no es un instrumento que regula invariablemente nuestra temperatura
espiritual.
Hay organizaciones que a los ochenta años,
conservan un calor primaveral, mientras hay otras que, a los veinte, se sienten
heladas por los rigores del invierno más crudo, del invierno que no termina
jamás. No es preciso, por otra parte, haber vivido mucho para calcular la suma
de dichas que podamos esperar. La historia del mundo nos lo demuestra en sus
páginas.
Hojeando cualquiera de ellas, se comprende de
seguida que, tanto los bienes como los males, han sido siempre los mismos,
pudiendo afirmarse que, no ambicionando los unos ni temiendo los otros, es lógico
prescindir en absoluto de todos. Interesarme por la vida equivaldría para mí a
entrar en un campo de batalla, afiliarme a un ejército desconocido, ceñirme los
bélicos arreos y, con las armas en la mano, combatir por extraño ideal, sin ambicionar
los lauros de la victoria, ni temer las afrentas de la derrota.
¿Habrá situación más enervante, más desastrosa
y más desesperada?
—Pero tú tenías antes, le repliqué, grandes
ensueños, grandes aspiraciones.
—Sí, pero todos me han abandonado, porque
todos son imposibles de realizar. Yo era como un faro encendido, en el desierto
marino, que arrojaba sus dardos de fuego en la negrura de las ondas. Aves
errantes, al llegar la noche, iban a refugiarse en sus grietas huyendo de los
azotes del viento y de la lumbre de los relámpagos. Pero no habiendo encontrado
en su recóndito seno, calor para sus plumas, ni alimento para su pico,
desertaron todas, una por una, hasta dejarme en la más aterradora soledad.
—Entonces es que, como te decía el más sabio,
a la vez que el más puro de tus amigos, tú no sabes desear.
—Quizás sea eso, yo lo comprendo; mas ¿quién
nos enseña esa ciencia oculta? Y si un día la aprendemos ¿al ponerla en
práctica no demostraríamos que estábamos ya domados y escarnecidos por la misma
vida, puesto que teníamos que someterle de antemano cada idea que iluminase nuestra
inteligencia, cada latido que agitara nuestro corazón? Además ¿puedo aspirar a
algo, en nuestro medio social, que esté en consonancia con mi carácter, con mi
educación o con mis inclinaciones? Implantar aquí mis ensueños ¿no equivaldría
a sembrar rosas en una peña o a procrear mariposas en una cisterna? ¿Qué
carrera podría elegir para llegar a la cima de la felicidad? ¿La de
comerciante? No me daría por recompensado de tal sacrificio si supiera que, al
cabo de diez años, tenía en mis arcas un tesoro mayor que el de un Rajah de las
Indias. ¿La de un burócrata?
Basta entrar un día, en cualquier oficina,
para conocer las diversas especies del vampirismo o los futuros huéspedes de
las prisiones de Ceuta. ¿La de político? Ella me conduciría, desde el primer
paso, a la picota del ridículo, donde sucumbiría maniatado por mi impotencia y asaeteado
por los dardos del desprecio popular. ¿La de jurisconsulto?
Erigirse en juez de un semejante, estando
sujeto a las mismas vicisitudes, ya para dignificarlo, ya para escarnecerlo,
pero todo en nombre de leyes humanas, me ha parecido siempre la más nefasta de
todas las aberraciones.
¿La de médico? Yo creo que, dado el atraso de
esa ciencia, para elegir esa carrera se necesita ser el más inconsciente o el
más depravado de los hombres. ¿La de sacerdote? Aparte de que para ella se
requiere la vocación ¿hay un monasterio entre nosotros que, por la grandeza de
sus tradiciones, por las austeridades de sus reglas, por la belleza de sus
ritos o por las virtudes de sus moradores sea capaz de atraer el alma enferma que,
como un cisne ennegrecido de lodo vuela al límpido estanque, acuda allí a
purificarse de las miserias terrenales?
—Te comprendo perfectamente, exclamé yo, pero
creo que el remedio está en tus manos.
—¿Cuál es?
—El de irte lejos.
—Sí, lejos; pero ¿dónde?
—Pues a París: ¿ya no te gusta esa tierra de
promisión?
—Te diré: hay en París dos ciudades, la una
execrable y la otra fascinadora para mí. Yo aborrezco el París célebre, rico,
sano, burgués y universal; el París que celebra anualmente el 14 de julio; el
París que se exhibe en la Gran Ópera, en los martes de la Comedia Francesa o en
las avenidas del Bosque de Bolonia; el París que veranea en las playas a la
moda e inverna en Niza o en Cannes; el París que acude al Instituto y a la Academia
en los días de grandes solemnidades; el París que lee El Fígaro o la Revista de
Ambos Mundos; el París que, por boca de Deroulede, pidem un día y otro la
revancha contra los alemanes; el París de Gambetta y de Thiers; el París que se
extasía con Coquelin y repite las canciones Paulus; el París de la alianza
francorusa; el París de las Exposiciones Universales; el París orgulloso de la
Torre Eiffel; el París que hoy se interesa por la cuestión de Panamá; el París,
en fin, que atrae millares y millares de seres de distintas razas, de distintas
jerarquías y de distintas nacionalidades.
Pero yo adoro, en cambio, el París raro,
exótico, delicado, sensitivo, brillante y artificial; el París que busca
sensaciones extrañas en el éter, la morfina y el haschich; el París de las
mujeres de labios pintados y de cabelleras teñidas; el París de las heroínas
adorablemente perversas de Catulle Mendès y René de Maizeroy; el París que da
un baile rosado, en el Palacio de Lady Caithnes, al espíritu de María Stuart;
el París teósofo, mago, satánico y ocultista; el París que visita en los
hospitales al poeta Paul Verlaine; el París que erige estatuas a Baudelaire y a
Barbey de Aurevilly; el París que hizo la noche en el cerebro de Guy de
Maupassant; el París que sueña ante los cuadros de Gustavo Moreau y de Puvis de
Chavannes, los paisajes de Luisa Abbema, las esculturas de Rodin y la música de
Reyery de mademoiselle Augusta Holmes; el París que resucita al rey Luis II de
Baviera en la persona del conde Roberto de Montesquieu-Fezensac; el París que
comprende a Huysmans e inspira las crónica de Jean Lorrain; el París
que se embriaga con la poesía de Leconte de Lisle y de Stéphane Mallarmé; el
París que tiene representado el Oriente en Judith Gautier y en Pierre Loti, la
Grecia en Jean Moreas y el siglo XVIII en Edmundo de Goncourt; el París que lee
a Rachilde, la más pura de las vírgenes, pero la más depravada de las
escritoras; y el París, por último, que no conocen los extranjeros y de cuya
existencia no se dan cuenta tal vez.
—Y entonces ¿por qué no te marchas?
—Porque si me fuera, yo estoy seguro de que mi
ensueño se desvanecería, como el aroma de una flor cogida en la mano, hasta
quedar despojado de todos sus encantos; mientras que viéndolo de lejos, yo creo
todavía que hay algo, en el mundo, que endulce el mal de la vida, algo que
constituye mi última ilusión, la que se encuentra siempre, como perla fina en
cofre empolvado, dentro de los corazones más tristes, aquella ilusión que nunca
se pierde, quizás.
La
Habana Elegante, 29 de enero de 1893.
La bella prosa sensible del gran poeta Julián Del Casal me ha conmovido. Siempre he leído sus poemas, es la primera vez que leo un texto en prosa completo de este poeta misterioso como la bruma que cubre algunos atardeceres de mi entrañable Barranco. Acabo de descubrir tu blog y te seguiré. Un abrazo.
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