Julio Ramón Ribeyro
Sin haber sido un fumador precoz,
a partir de cierto momento mi historia se confunde con la historia de mis
cigarrillos. De mi período de aprendizaje no guardo un recuerdo muy claro,
salvo del primer cigarrillo que fumé, a los catorce o quince años. Era un
pitillo rubio, marca Derby, que me invitó un condiscípulo a la salida del
colegio. Lo encendí muy asustado, a la sombra de una morera y después de echar
unas cuantas pitadas me sentí tan mal que estuve vomitando toda la tarde y me
juré no repetir la experiencia.
Juramento inútil, como otros
tantos que lo siguieron, pues años más tarde, cuando ingresé a la universidad,
me era indispensable entrar al Patio de Letras con un cigarrillo encendido.
Metros antes de cruzar el viejo zaguán ya había chasqueado la cerilla y
alumbrado el pitillo. Eran entonces los Chesterfield, cuyo aroma dulzón guardo
hasta ahora en mi memoria. Un paquete me duraba dos o tres días y para poder
comprarlo tenía que privarme de otros caprichos, pues en esa época vivía de
propinas. Cuando no tenía cigarrillos ni plata para comprarlos se los robaba a
mi hermano. Al menor descuido ya había deslizado la mano en su chaqueta colgada
de una silla y sustraído un pitillo. Lo digo sin ninguna vergüenza, pues él
hacía lo mismo conmigo. Se trataba de un acuerdo tácito y además de una
demostración de que las acciones reprensibles, cuando son recíprocas y
equivalentes, crean un statu quo y permiten una convivencia armoniosa.
Al subir de precio, los
Chesterfield se volatilizaron de mis manos y fueron remplazados por los Inca,
negros y nacionales. Veo aún su paquete amarillo y azul con el perfil de un
inca en su envoltura. No debía ser muy bueno este tabaco, pero era el más
barato que se encontraba en el mercado. En algunas pulperías los vendían por
medios paquetes o por cuartos de paquete, en cucuruchos de papel de seda. Era
vergonzoso sacar del bolsillo uno de estos cucuruchos. Yo siempre tenía una
cajetilla vacía en la que metía los cigarrillos comprados al menudeo. Aun así
los Inca eran un lujo comparados con otros cigarrillos que fumé en esos
tiempos, cuando mis necesidades de tabaco aumentaron sin que ocurriera lo mismo
con mis recursos: un tío militar me traía del cuartel cigarrillos de tropa,
amarrados en sartas como si fuesen cohetes, producto repugnante, donde se
encontraban pedazos de corcho, astillas, pajas y unas cuantas hebras de tabaco.
Pero no me costaban nada, y se fumaban.
No sé si el tabaco es un vicio
hereditario. Papá era un fumador moderado, que dejó el cigarrillo a tiempo
cuando se dio cuenta de que le hacía daño. No guardo ningún recuerdo de él
fumando, salvo una noche en que no sé por qué capricho, pues hacía años que
había renunciado al tabaco, cogió un pitillo de la cigarrera de la sala, lo
cortó en dos con unas tijeritas y encendió una de las partes. A la primera
pitada lo apagó diciendo que era horrible. Mis tíos en cambio fueron grandes
fumadores y es conocida la importancia que tienen los tíos en la transmisión de
hábitos familiares y modelos de conducta. Mi tío paterno George llevaba siempre
un cigarrillo en los labios y encendía el siguiente con la colilla del
anterior. Cuando no tenía un cigarrillo en la boca tenía una pipa. Murió de
cáncer al pulmón. Mis cuatro tíos maternos vivieron esclavizados por el tabaco.
El mayor murió de cáncer a la lengua, el segundo de cáncer a la boca y el
tercero de un infarto. El cuarto estuvo a punto de reventar a causa de una
úlcera estomacal perforada, pero se recuperó y sigue de pie y fumando.
De uno de estos tíos maternos, el
mayor, guardo el primer y más impresionante recuerdo de la pasión por el
tabaco. Estábamos de vacaciones en la hacienda Tulpo, a ocho horas a caballo de
Santiago de Chuco, en los Andes septentrionales. A causa del mal tiempo no vino
el arriero que traía semanalmente provisiones a la hacienda y los fumadores
quedaron sin cigarrillos. Tío Paco pasó dos o tres días paseándose desesperado
por las arcadas de la casa, subiendo a cada momento al mirador para otear el
camino de Santiago. Al fin no pudo más y a pesar de la oposición de todos (para
que no ensillara un caballo escondimos las llaves del cuarto de monturas), se
lanzó a pie rumbo a Santiago, en plena noche y bajo un aguacero atroz. Apareció
al día siguiente, cuando terminábamos de almorzar. Por fortuna se había
encontrado a medio camino con el arriero. Entró al comedor empapado, embarrado,
calado de frío hasta los huesos, pero sonriente, con un cigarrillo humeando
entre los dedos.
Cuando ingresé a la facultad de
Derecho conseguí un trabajo por horas donde un abogado y pude disponer así de
los medios necesarios para asegurar mi consumo de tabaco. El pobre Inca se fue
al diablo, lo condené a muerte como un vil conquistador y me puse al servicio
de una potencia extranjera. Era entonces la boga del Lucky. Su linda cajetilla
blanca con un círculo rojo fue mi símbolo de estatus y una promesa de placer.
Miles de estos paquetes pasaron por mis manos y en las volutas de sus
cigarrillos están envueltos mis últimos años de derecho y mis primeros
ejercicios literarios.
Por ese círculo rojo entro
forzosamente cuando evoco esas altas noches de estudio en las que me amanecía
con amigos la víspera de un examen. Por suerte no faltaba nunca una botella,
aparecida no se sabía cómo, y que le daba al fumar su complemento y al estudio
su contrapeso. Y esos paréntesis en los que, olvidándonos de códigos y legajos,
dábamos libre curso a nuestros sueños de escritores. Todo ello naturalmente en
un perfume de Lucky. El fumar se había ido ya enhebrando con casi todas las
ocupaciones de mi vida. Fumaba no solo cuando preparaba un examen sino cuando
veía una película, cuando jugaba ajedrez, cuando abordaba a una guapa, cuando
me paseaba solo por el malecón, cuando tenía un problema, cuando lo resolvía.
Mis días estaban así recorridos por un tren de cigarrillos, que iba
sucesivamente encendiendo y apagando y que tenían cada cual su propia
significación y su propio valor. Todos me eran preciosos, pero algunos de ellos
se distinguían de los otros por su carácter sacramental, pues su presencia era
indispensable para el perfeccionamiento de un acto: el primero del día después
del desayuno, el que encendía al terminar de almorzar y el que sellaba la paz y
el descanso luego del combate amoroso.
¡Ay mísero de mí, ay infeliz! Yo
pensaba que mi relación con el tabaco estaba definitivamente concertada y que
en adelante mi vida transcurriría en la amable, fácil, fidelísima y hasta
entonces inocua compañía del Lucky. No sabía que me iba a ir del Perú y que me
esperaba una existencia errante en la cual el cigarrillo, su privación o su
abundancia, jalonarían mis días de gratificaciones y desastres.
Mi viaje en barco a Europa fue un
verdadero sueño para un tabaquista como yo, no solo porque podía comprar en
puertos libres o a marineros contrabandistas cigarrillos a precios regalados,
sino porque nuevos escenarios dotaron al hecho de fumar de un marco
privilegiado. Verdaderos cromos, por decirlo así: fumar apoyado en la borda del
trasatlántico mirando los peces voladores del Caribe o hacerlo de noche en el
bar de segunda jugando una encarnizada partida de dados con una banda de
pasajeros mafiosos. Era lindo, lo reconozco. Pero al llegar a España las cosas
cambiaron. La beca que tenía era pobrísima y después de pagar el cuarto, la
comida y el trolebús no me quedaba casi una peseta. ¡Adiós Lucky! Tuve que
adaptarme al rubio español, algo rudo y demoledor, que por algo llevaba el
nombre de Bisonte. Por fortuna estábamos en tierra ibérica y la pobre España
franquista se las había arreglado para hacerle la vida menos dura a los fumadores
menesterosos. En cada esquina había un viejo o una vieja que vendían en
canastillas cigarrillos al detalle. A la vuelta de mi pensión montaba guardia
un mutilado de la guerra civil al que le compraba cada día uno o varios
cigarrillos, según mis disponibilidades. La primera vez que estas se agotaron
me armé de valor y me acerqué a él para pedirle un cigarrillo fiado. “No
faltaba más, vamos, los que quiera. Me los pagará cuando pueda”. Estuve a punto
de besar al pobre viejo. Fue el único lugar del mundo donde fumé al fiado.
Los escritores, por lo general,
han sido y son grandes fumadores. Pero es curioso que no hayan escrito libros
sobre el vicio del cigarrillo, como sí han escrito sobre el juego, la droga o
el alcohol. ¿Dónde están el Dostoiewsky, el De Quincey o el Malcolm Lowry del
cigarrillo? Aristóteles y toda la filosofía, no hay nada comparable al tabaco…
Quien vive sin tabaco, no merece vivir. Ignoro si Moliere era fumador -si bien
en esa época el tabaco se aspiraba la primera referencia literaria al tabaco
que conozco data del siglo XVII y figura en el Don Juan de Moliere. La obra
arranca con esta frase: “Diga lo que diga por la nariz o se mascaba", pero esa
frase me ha parecido siempre precursora y profunda, digna de ser tomada como
divisa por los fumadores. Los grandes novelistas del siglo XIX -Balzac,
Dickens, Tolstoi- ignoraron por completo el problema del tabaquismo y ninguno
de sus cientos de personajes, por lo que recuerdo, tuvieron algo que ver con el
cigarrillo. Para encontrar referencias literarias a este vicio hay que llegar
al siglo XX. En La montaña mágica, Thomas Mann pone en labios de su héroe, Hans
Castorp, estas palabras: “No comprendo cómo se puede vivir sin fumar… Cuando me
despierto me alegra saber que podré fumar durante el día y cuando como tengo el
mismo presentimiento. Sí, puedo decir que como para fumar… Un día sin tabaco
sería el colmo del aburrimiento, sería para mí un día absolutamente vacío e
insípido y si por la mañana tuviese que decirme hoy no puedo fumar creo que no
tendría el valor para levantarme”. La observación me parece muy penetrante y
revela que Thomas Mann debió ser un fumador encarnizado, lo que no le impidió
vivir hasta los ochenta años. Pero el único escritor que ha tratado el tema del
cigarrillo extensamente, con una agudeza y un humor insuperables, es Italo
Svevo, quien le dedica treinta páginas magistrales en su novela La conciencia
de Zeno. Después de él no veo nada digno de citarse, salvo una frase en el
diario de André Gide, que también murió octogenario y fumando: “Escribir es
para mí un acto complementario al placer de fumar”.
El mutilado español que me fiaba
cigarrillos fue un santo varón y una figura celestial que no encontraré más en
mi vida. Estaba ya entonces en París y allí las cosas se pusieron color de
hormiga. No al comienzo, pues cuando llegué disponía de medios para mantener
adecuadamente mi vicio y hasta para adornarlo. Las surtidas tabaquerías
francesas me permitieron explorar los dominios inglés, alemán, holandés, en su
gama rubia más refinada, con la intención de encontrar, gracias a comparaciones
y correlaciones, el cigarrillo perfecto. Pero a medida que avanzaba en estas
pesquisas mis recursos fueron disminuyendo a tal punto que no me quedó más
remedio que contentarme con el ordinario tabaco francés. Mi vida se volvió
azul, pues azules eran los paquetes de Gauloises y de Gitanes. Era tabaco negro
además, de modo que mi caída fue doblemente infamante. Ya para entonces el
fumar se había infiltrado en todos los actos de mi vida, al punto que ninguno -salvo
el dormir- podía cumplirse sin la intervención del cigarrillo. En este aspecto
llegué a extremos maniacos o demoniacos, como el no poder abrir una carta
importantísima y dejarla horas de horas sobre mi mesa hasta conseguir los
cigarrillos que me permitieran desgarrar el sobre y leerla. Esa carta podía
incluso contener el cheque que necesitaba para resolver el problema de mi falta
de tabaco. Pero el orden no podía ser invertido: primero el cigarrillo y
después la apertura del sobre y la lectura de la carta. Estaba pues instalado
en plena insania y maduro ya para peores concesiones y bajezas.
Ocurrió que un día no pude ya
comprar ni cigarrillos franceses -y en consecuencia leer mis cartas-, y tuve
que cometer un acto vil: vender mis libros. Eran apenas doscientos o algo así,
pero eran los que más quería, aquellos que arrastraba durante años por países,
trenes y pensiones y que habían sobrevivido a todos los avatares de mi vida
vagabunda. Yo había ido dejando por todo sitio abrigos, paraguas, zapatos y
relojes, pero de estos libros nunca había querido desprenderme. Sus páginas
anotadas, subrayadas o manchadas conservaban las huellas de mi aprendizaje
literario y, en cierta forma, de mi itinerario espiritual. Todo consistió en
comenzar. Un día me dije: “Este Valéry vale quizás un cartón de rubios
americanos”, en lo que me equivoqué, pues el bouquiniste que lo aceptó me pagó
apenas con qué comprar un par de cajetillas. Luego me deshice de mis Balzac,
que se convertían automáticamente en sendos paquetes de Lucky. Mis poetas
surrealistas me decepcionaron, pues no daban más que para un Players británico.
Un Ciro Alegría dedicado, en el que puse muchas esperanzas, fue solo recibido
porque le añadí de paso el teatro de Chejov. A Flaubert lo fui soltando a
poquitos, lo que me permitió fumar durante una semana los primitivos Gauloises.
Pero mi peor humillación fue cuando me animé a vender lo último que me quedaba:
diez ejemplares de mi libro Los gallinazos sin plumas, que un buen
amigo había tenido el coraje de editar en Lima. Cuando el librero vio la tosca
edición en español, y de autor desconocido, estuvo a punto de tirármela por la
cabeza. “Aquí no recibimos esto. Vaya a Gilbert, donde compran libros al peso”.
Fue lo que hice. Volví al hotel con un paquete de Gitanes. Sentado en mi cama
encendí un pitillo y quedé mirando mi estante vacío. Mis libros se habían hecho
literalmente humo.
Días más tarde erraba
desesperadamente por los cafés del barrio latino en busca de un cigarrillo.
Había comenzado el verano, cruel verano. Todos mis amigos o conocidos, por
pobres que fuesen, habían abandonado la ciudad en auto-stop, en bicicleta o
como sea rumbo a la campiña o a las playas del sur. París me parecía poblado de
marcianos. Al llegar la noche, con apenas un café en el estómago y sin fumar,
estaba al borde de la paranoia. Una vez más recorrí el boulevard Saint-Germain,
empezando por el Museo Cluny, en dirección a la Plazadela Concordia. Pero en
lugar de inspeccionar las terrazas atestadas de turistas, mis ojos tendían a
barrer el suelo. ¡Quién sabe! A lo mejor podía encontrar un billete caído, una
moneda. O una colilla. Vi algunas, pero estaban aplastadas o mojadas, o pasaba
en ese momento gente y un resto de dignidad me impedía recogerlas. Cerca de
medianoche estaba en la Plazadela Concordia, al pie del obelisco, cuya espigada
figura no tenía para mí otro simbolismo que el de un gigantesco cigarro. Dudaba
entre seguir mi ronda hacia los grandes boulevares o si regresar derrotado a mi
hotelito de la rue Dela Harpe. Me aventuré por la rue Royal y del Maxim’s vi
salir a un caballero elegante que encendía un cigarrillo en la calzada y
despachaba al portero en busca de un taxi. Sin vacilar me acerqué a él y en mi
francés más correcto le dije: “¿Sería usted tan amable de invitarme un
cigarrillo?”. El caballero dio un paso atrás horrorizado, como si algún
execrable monstruo nocturno irrumpiera en el orden de su existencia y pidiendo
auxilio al portero me esquivó y desapareció en el taxi que llegaba.
Un flujo de sangre me remontó a
la cabeza, al punto que temí caerme desplomado. Como un sonámbulo volví sobre
mis pasos, crucé la plaza, el puente, llegué a los malecones del Sena. Apoyado
en la baranda miré las aguas oscuras del río y lloré copiosa, silenciosamente,
de rabia, de vergüenza, como una mujer cualquiera.
Este incidente me marcó tan
profundamente, que a raíz de él tomé una determinación irrevocable: no ponerme
nunca más, pero nunca más, en esa situación de indigencia que me forzara a
pedirle cigarrillos a un desconocido. Nunca más. En adelante debía ganar mi
tabaco con el sudor de mi frente. Sabía que estaba viviendo un período de
prueba y que vendrían mejores tiempos, pero por el momento me lancé como un
lobo sobre la menor ocasión de trabajo que se me presentó, por duro o desdeñado
que fuese y al día siguiente estaba haciendo cola ante la oficina de ramassage
de vieux jorneaux y me convertí en un recolector de papel de periódico.
Fue el primer trabajo físico que
realicé y uno de los más fatigosos, pero también uno de los más exaltantes,
pues me permitió conocer no solo los pliegues más recónditos de París, sino
aquellos más secretos de la naturaleza humana. A cada cual nos daban un
triciclo y una calle y uno debía partir pedaleando hasta su calle e ir de
edificio en edificio, de piso en piso y de puerta en puerta pidiendo periódicos
viejos para los “pobres estudiantes”, hasta llenar el triciclo y regresar a la
oficina, con sol o con lluvia, por calles planas o calles empinadas. Conocí
barrios lujosos y barrios populares, entré a palacetes y buhardillas, me
tropecé con porteras hórridas que me expulsaron como a un mendigo, viejitas que
a falta de periódicos me regalaron un franco, burgueses que me tiraron las
puertas en las narices, solitarios que me retuvieron para que compartiera su
triste pitanza, solteronas en celo que esbozaron gestos equívocos e iluminados
que me propusieron fórmulas de salvación espiritual.
Sea como fuese, en diez o más
horas de trabajo lograba reunir el papel suficiente para pagar cotidianamente
hotel, comida y cigarrillos. Fueron los más éticos que fumé, pues los conquisté
echando el bofe, y también los más patéticos, ya que no había nada más
peligroso que encender y fumar un pitillo cuando descendía una cuesta embalado
con trescientos kilos de periódicos en el triciclo.
Por desgracia, este trabajo duró
solo unos meses. Quedé nuevamente al garete, pero fiel a mi propósito de no
mendigar más un cigarrillo me los gané trabajando como conserje de un
hotelucho, cargador de estación ferroviaria, repartidor de volantes, pegador de
afiches y finalmente cocinero ocasional en casa de amigos y conocidos.
Fue en esa época que conocí a
Panchito y pude disfrutar durante un tiempo de los cigarrillos más largos que
había visto en mi vida, gracias al amigo más pequeño que he tenido. Panchito era
un enano y fumaba Pall Mall. Que fuera un enano me parece quizás exagerado,
pues siempre tuve la impresión de que crecía conforme lo frecuentaba. Lo cierto
es que lo conocí desnudo como un gusano y en circunstancias melodramáticas. Un
amigo me invitó a cocinar a su estudio y cuando llegué encontré la puerta
entreabierta y en la cama un bulto cubierto con las sábanas. Pensé que era mi
amigo que se había quedado dormido y para hacerle una broma jalé las sábanas de
un tirón gritando “¡Pólice!”. Para mi sorpresa, quien quedó al descubierto fue
un cholo calato, lampiño y minúsculo que, dando un salto agilísimo, se puso de
pie y quedó mirándome aterrado con su carota de caballo. Cuando lo vi desviar
la vista hacia el cortapapel toledano que había en la mesa de noche fui yo el
que me asusté, pues un hombre calato, por indefenso que parezca, se vuelve
peligroso si se arma de un punzón. “¡Soy amigo de Carlos!”, exclamé. A buena
hora. El hombrecito sonrió, se cubrió con una bata y me estiró la mano, justo
cuando llegaba Carlos con la bolsa de provisiones. Carlos me lo presentó como a
un viejo pata que había alojado por esa noche mientras encontraba un hotel.
Panchito entretanto había sacado de bajo la cama dos voluminosas maletas. Una
desbordaba de ropa muy fina y la otra de botellas de whisky y de cartones de
una marca de cigarrillos desconocida entonces en Francia: Pall Mall. Cuando me
estiró el primer paquete de los primeros King size que veía me di cuenta de que
Panchito era menos pequeño de lo que suponía.
A partir de ese día Panchito, yo
y los Pall Mall formamos un trío inseparable. Panchito me adoptó como su
acompañante, lo que equivalía a haberme extendido un contrato de trabajo que
asumí con una responsabilidad profesional. Mi función consistía en estar con él.
Caminábamos por el barrio Latino, tomábamos copetines en las terrazas de los
cafés, comíamos juntos, jugábamos una que otra partida de billar, rara vez
entrábamos a un cine, pero sobre todo conversábamos a lo largo del día y parte
de la noche. Él corría con todos los gastos y al despedirse me dejaba algunos
billetes en la mano e, invariablemente, una cajetilla de Pall Mall.
A pesar de tan estrecho contacto,
yo no sabía realmente quién era Panchito y a qué se dedicaba. De mis largas
conversaciones con él saqué en limpio muchas cosas pero no las suficientes como
para adquirir una certeza. Sabía que su infancia en Lima fue pobrísima; que de
joven dejó el Perú para recorrer casi toda América Latina; que le encantaba
vestirse bien, con chaleco, sombrero, zapatos Weston de tacos muy altos (por lo
cual la primera vez que salimos juntos me pareció que había dado un pequeño
estirón); que el oro lo fascinaba, pues eran de oro su reloj, su lapicero, sus
gemelos, su encendedor, su anillo con rubí y sus prendedores de corbata; que
odiaba a las fuerzas del orden y hacía lo indecible para volverse transparente
cada vez que pasaba un policía; que el fajo de billetes que llevaba en el
bolsillo de su pantalón era aparentemente inagotable; que a medianoche
desaparecía en las sombras con rumbo desconocido, sin que nadie supiese dónde
se albergaba.
Con el tiempo algunos de mis
amigos lo conocieron y formaron en torno de él un cortejo de artistas
mendicantes que habían encontrado amparo en un enigmático cholo peruano. A
Panchito le encantaba estar rodeado por estos cinco o seis blanquitos
miraflorinos, hijos de esa burguesía peruana que lo había menospreciado, y a
los que daba de comer, de beber y de vivir, como si encontrara un placer
aberrante en devolver con dádivas lo que había recibido en humillaciones. A
Santiago le pagó sus cursos de violín, a Luis le consiguió un taller para que
pintara, y a Pedro le financió la edición de una plaqueta de poemas invendible.
Panchito era así, entre otras cosas un mecenas, pero que no aceptaba nada de
vuelta, ni las gracias.
Uno de los últimos recuerdos que
guardo de él, antes de su desaparición definitiva, ocurrió una noche invernal,
eléctrica y viciosa. Pasada la medianoche quedábamos Panchito, Santiago y yo
tomando el vino del estribo en el mostrador del Relais de l’Odeon. Cerraban el
bar, éramos los últimos clientes, los mozos ponían las sillas sobre las mesas y
barrían las baldosas. En el espejo del bar vimos tres siluetas inmóviles en la
calzada: tres árabes cubiertos con espesos abrigos negros. Santiago nos contó
entonces que días atrás, en ese mismo bar, un árabe había intentado manosear a
una francesa y que él, movido por un sentimiento incauto de justiciero latino,
salió en su defensa y se lio a puñetazos con el musulmán, poniéndolo en fuga
luego de romperle una silla en la cabeza, dentro de la mejor tradición de los
westerns. Puesto que de films se trata, estábamos viviendo ahora un film
policial, ya que, según Santiago, uno de los tres árabes que estaban en la
calzada era aquel al que derrotó y que se alejó jurando venganza. Pues ahora
estaba allí, en esa noche solitaria e inclemente, acompañado por dos secuaces,
esperando que saliéramos del bar para cumplir su vendetta. ¿Qué hacer? Santiago
era alto, ágil y buen peleador, pero yo un intelectual esmirriado y Panchito un
peruano bajito con sombrero y chaleco. ¿Cómo enfrentarse a esos tres hijos de
Alá, armados posiblemente de corvas navajas?
“Salgamos tranquilamente”, dijo
Panchito. Fue lo que hicimos y nos encaminamos por el centro de la pista
desierta y lóbrega hacia la rue De Buci. A los cincuenta metros volvimos la
cabeza y vimos que los tres árabes, con las manos en los bolsillos de sus
abrigos peludos, aceleraban el paso y se acercaban. “Sigan no más ustedes”,
dijo Panchito, “yo les doy el alcance después”. Santiago y yo continuamos
nuestro camino y un trecho más allá nos detuvimos para ver qué pasaba. Vimos
entonces que Panchito, de espaldas a nosotros, parlamentaba con los tres
musulmanes que, a su lado, parecían tres sombrías montañas. En la mano de uno
de ellos refulgió un cuchillo pero, lejos de amedrentarse, Panchito avanzó y
sus contrincantes dieron un paso atrás y luego otro y otro, a medida que se
iban empequeñeciendo y Panchito agrandando, hasta que al fin se esfumaron en la
oscuridad y desaparecieron. Panchito volvió calmadamente hacia nosotros,
encendiendo en el trayecto uno de sus larguísimos Pall Mall. “Asunto
arreglado”, dijo echándose a reír. “Pero, ¿qué has hecho?”, le preguntó
Santiago. “Nada”, dijo Panchito y al poco rato añadió: “Toca”, y se señaló el
abrigo, a la altura del tórax. Santiago y yo tocamos su abrigo y sentimos bajo
la tela la presencia de un objeto duro, alargado e inquietante.
Días más tarde Panchito
desapareció, sin preaviso. Lo esperé durante horas en el café Mabillón, donde
diariamente nos dábamos cita antes del almuerzo para tomar el primer aperitivo
y emprender una de nuestras largas y erráticas jornadas. Fui a ver a mi amigo
Carlos, quien me dijo ignorar dónde estaba. “Ya lo sabrás por los periódicos”,
agregó sibilinamente. Y lo supe, pero años después, cuando trabajaba en una
agencia de prensa, encargado de seleccionar y traducir las noticias de Francia
destinadas a América Latina. De Niza llegó un télex con la mención “Especial
Perú. Para transmitir a los periódicos de Lima”. El télex decía que un
delincuente peruano, Panchito, fichado desde hacía años por la Interpol, había
sido capturado en los pasillos de un gran hotel de la Costa Azul cuando se
aprestaba a penetrar en una suite. Recordé que para su mamá y hermanos, a
quienes enviaba regularmente dinero a Lima, Panchito era un destacado ingeniero
con un importante puesto en Europa. Haciendo una bola con el télex lo arrojé a
la papelera.
Los vaivenes de la vida
continuaron llevándome de un país a otro, pero sobre todo de una marca a otra
de cigarrillos. Ámsterdam y los Muratti ovalados con fina boquilla dorada;
Amberes y los Belga de paquete rojo con un círculo amarillo; Londres, donde
intenté fumar pipa, a lo que renuncié porque me pareció muy complicado y porque
me di cuenta de que no era ni Sherlock Holmes, ni lobo de mar, ni inglés…
Múnich, finalmente, donde a falta de sacar mi doctorado en filología románica,
me gradué como experto en cigarrillos teutones que, para decirlo crudamente, me
parecieron mediocres y sin estilo. Pero si menciono Múnich no es por la bondad
de su tabaco sino porque cometí un error de discernimiento que me colocó en una
situación de carencia desesperada, comparable a los peores momentos de mi época
parisina.
Gozaba entonces de una módica
beca, pero que me permitía comprar todos los días mi paquete de Rothaendhel en
un kiosko callejero, antes de tomar el tranvía que me llevaba a la universidad.
Se trataba de un acto que, a fuerza de repetirse, creó entre la vieja Frau del
kiosko yo una relación simpática, que yo juzgaba por encima de todo protocolo
comercial. Pero a los dos o tres meses de una vida rutinaria y ecónoma me gasté
la totalidad de mi beca en un tocadiscos portátil, pues había empezado una
novela y juzgué que me era necesario, para llevarla a buen término, contar con
música de fondo o de cortina sonora que me protegiera de todo ruido exterior.
La música la obtuve y la cortina también y pude avanzar mi novela, pero a los
pocos días me quedé sin cigarrillos y sin plata para comprarlos y como
“escribir es un acto complementario al placer de fumar”, me encontré en la
situación de no poder escribir, por más música de fondo que tuviese. Lo más
natural me pareció entonces pasar por el kiosko cotidiano e invocar mi
condición de casero para que me dieran al crédito un paquete de cigarrillos.
Fue lo que hice, alegando que había olvidado mi monedero y que pagaría al día
siguiente. Tan confiado estaba en la legitimidad de mi pedido que estiré
cándidamente la mano esperando la llegada del paquete. Pero al instante tuve
que retirarla, pues la Frau cerró de un tirón la ventanilla del kiosko y quedó
mirándome tras el vidrio no solo escandalizada sino aterrada. Solo en ese
momento me di cuenta del error que había cometido: creer que estaba en España
cuando estaba en Alemania. Ese país próspero era en realidad un país atrasado y
sin imaginación, incapaz de haber creado esas instituciones de socorro, basadas
en la confianza y la convivialidad, como es la institución del fiado. Para la
Frau del kiosko, un tipo que le pedía algo pagadero mañana, no podía ser más que
un estafador, un delincuente o un desequilibrado dispuesto a asesinarla llegado
el caso.
Me encontré pues en una situación
terrible -sin poder fumar y en consecuencia escribir- y sin solución a la
vista, pues en Múnich no conocía prácticamente a nadie y para colmo se desató
un invierno atroz, con un metro de nieve en las calles, que me condenó a un
encierro forzoso. No hacía más que mirar por la ventana el paisaje polar,
tirarme en la cama como un estropajo o leer los libros más pesados del mundo,
como los siete volúmenes del diario íntimo de Charles Du Bos o las novelas
pedagógicas de Goethe. Fue entonces cuando vino en mi auxilio herr Trausnecker.
Yo estaba alojado en casa de este
obrero metalúrgico, que me alquilaba una pieza con desayuno y una comida en el
departamento que ocupaba en un suburbio proletario. Una o dos veces por semana
entraba a mi cuarto en las noches para informarse sobre mis necesidades y
hacerme un poco de conversación. Hombre rudo, pero perspicaz, se dio cuenta de
inmediato de que algo me atormentaba. Cuando le expliqué mi problema lo
comprendió en el acto, y excusándose por no poder prestarme dinero me regaló un
kilo de tabaco picado, papel de arroz y una maquinita para liar cigarrillos.
Gracias a esta maquinita pude
subsistir durante las dos interminables semanas que me faltaban para cobrar mi
siguiente mesada. Todas las mañanas, al levantarme, liaba una treintena de
cigarrillos que apilaba en mi escritorio en pequeños montoncitos. Fueron los
peores y mejores cigarrillos de mi vida, los más nocivos seguramente pero los
más oportunos. El tabaco estaba reseco, el papel era áspero y el acabado
artesanal, tosco y execrable a la vista, pero qué importaba, ellos me permitieron
capear el temporal y reanudar con brío mi novela interrumpida. Si la concluí se
debe en gran parte a la maquinita del señor Trausnecker, quien lavó así la
afrenta que recibí de la vieja Frau y me reconcilió con el pueblo germánico.
Este servicio se lo pagué con
creces, lo que me obliga a hacer una digresión, pues el asunto no tiene nada
que ver con el cigarrillo, aunque sí con el fuego. Frau Trausnecker entró una
tarde desolada a mi habitación: hacía más de una hora que había puesto en el
horno un pastel de manzana, pero la puerta de la cocina se había bloqueado y no
podía entrar para sacar el pastel que se estaba quemando. Intenté abrir la
puerta primero con una ganzúa improvisada, luego a golpes, pero era imposible y
el olor a quemado aumentaba. Me acordé entonces de que el baño estaba al lado
de la cocina y de que sus respectivas ventanas eran contiguas. No había más que
pasar de una pieza a otra por la ventana. Le expliqué a Frau Trausnecker mi
plan y me dirigí al baño, pero ella se lanzó tras de mí chillando, trató de
contenerme, dijo que era muy arriesgado, hubo un forcejeo, hasta que logré
encerrarme en el baño con llave. Como ella seguía protestando tras la puerta,
abrí el caño de la tina y le dije que no se preocupara, que lo que en realidad
iba a hacer era bañarme. Lo que hice fue abrir la ventana y quedé espantado: no
solo porque el cuarto piso de ese edificio obrero daba a un hondísimo patio de
cemento, sino porque la ventana de la cocina estaba más lejos de lo que había
supuesto. Pero ya no podía dar marcha atrás, a riesgo de cubrirme de ridículo y
quedar como un fanfarrón. Me encaramé en la ventana del baño, me colgué de su
borde con ambas manos y luego de un balanceo calculado salté hasta la ventana
contigua y entré a la cocina. A tiempo, pues la atmósfera estaba caldeada y el
horno echaba humo y fuego por sus ranuras. Abrí la puerta de la pieza y Frau
Trausnecker entró, apagó la llave del horno, cortó la corriente eléctrica, sacó
el pastel, que era un montículo de carbón ardiente y lo tiró sobre el lavadero
bajo un chorro de agua fría. La casa se llenó de vapor y de un insoportable
olor a chamuscado, al punto que tuvimos que abrir todas las ventanas para que
se aireara. Al poco rato estábamos sentados en la sala aliviados, satisfechos y
felices por haber evitado un incendio. Pero un ruidito nos distrajo: del baño
llegaba el rumor del grifo abierto de la tina y al instante vimos aparecer una
lengua de agua en el pasillo. ¡La tina se estaba desbordando! Pero ¿cómo hacer
para entrar al baño? Yo le había echado llave desde el interior. No me quedó
más que rehacer el camino en el sentido inverso, a pesar de las nuevas
protestas de Frau Trausnecker. De la ventana de la cocina pasé a la ventana del
baño en suicida salto sobre el abismo. Mi temeridad salvó a los Trausnecker
sucesivamente de un incendio y de una inundación.
En muchas ocasiones -tiempo de
decirlo- traté de luchar contra mi dependencia del tabaco, pues su abuso me
hacía cada vez más daño: tosía, sufría de acidez, náuseas, fatiga, pérdida del
apetito, palpitaciones, mareos y una úlcera estomacal que me retorcía de dolor
y me forzaba a someterme regularmente a un régimen de leche y de abominables
gelatinas. Empleé todo tipo de recetas y de argucias para disminuir su consumo
y eventualmente suprimirlo. Escondía las cajetillas en los lugares más
inverosímiles; llenaba mi escritorio de caramelos, para tener siempre a la mano
algo que llevarme a la boca y succionar en vez del cigarrillo; adquirí
boquillas sofisticadas con filtros que eliminaban la nicotina; tragué todo tipo
de pastillas supuestamente destinadas a volvernos alérgicos al tabaco; me clavé
agujas en las orejas bajo la sabia administración de un acupunturista chino.
Nada dio resultado. Llegué así a
la conclusión de que la única manera de librarme de este yugo no era el empleo
de trucos más o menos falaces sino un acto de voluntad irrevocable, que pusiera
a prueba el temple de mi carácter. Conocía gente -poca es cierto y que siempre
me inspiró desconfianza- que había resuelto de un día para otro no fumar y lo
había conseguido.
Solo una vez tomé una
determinación semejante. Me encontraba en Huamanga, como profesor de su
universidad, que acababa de reabrirse luego de tres siglos de clausura. Esa
vieja, pequeña y olvidada ciudad andina era una delicia. El camarada Gonzalo no
había hecho aún su aparición ni su filosofía señalado ningún sendero luminoso.
Los estudiantes, casi todos lugareños o de provincias vecinas, eran jóvenes
ignorantes, serios y estudiosos, convencidos de que les bastaría obtener un
diploma para acceder al mundo de la prosperidad. Pero no se trata de evocar mi
experiencia ayacuchana. Volvamos al cigarrillo. Soltero, sin obligaciones y
ganando un buen sueldo, podía surtirme de la cantidad de Camel que me diera la
gana, pues había adoptado esa marca, quizás por la afinidad que existía entre
el camello y las llamas y vicuñas que circulaban por el pueblo. Pero una noche,
conversando y fumando con mis colegas en un café de la plaza de Armas, me sentí
repentinamente mal. La cabeza me daba vueltas, tenía dificultades para
respirar, sentía punzadas en el corazón. Me retiré a mi hotel y me tiré en la
cama, confiado en que reposando me iba a recuperar. Pero mi estado se agravó:
el techo se me venía encima, vomité bilis, me sentí realmente morir. Me di
cuenta entonces de que eso se debía al cigarrillo, de que al fin estaba pagando
al contado la deuda acumulada en quince años de fumador desenfrenado.
Era necesario tomar una decisión
radical. Pero no solo tomarla -no fumar más- sino consagrarla con un acto
simbólico que sellara su carácter sacramental. Me levanté de la cama
tambaleante, cogí mi paquete de Camel y lo arrojé al terreno baldío que quedaba
al pie de mi ventana. Nunca más, me dije, nunca más. Y desahogado por ese rasgo
de heroísmo, caí nuevamente en mi cama y me quedé al instante dormido.
Pasada la medianoche me desperté, recordé mi determinación de la víspera y me sentí no solo moralmente reconfortado sino físicamente bien. Tanto, que me levanté para consignar mi renuncia al tabaco en líneas que imaginé, si no inmortales, dignas al menos de una merecida longevidad. Escribí en realidad varias páginas glorificando mi gesto y prometiéndome una nueva vida, basada en la austeridad y la disciplina. Pero a medida que escribía me iba sintiendo incómodo, mis ideas se ofuscaban, penaba para encontrar las palabras, una angustia creciente me impedía toda concentración y me di cuenta de que lo único que realmente quería en ese momento era encender un cigarrillo.
Durante una hora al menos luché
contra este llamado, apagando la luz para tirarme en la cama e intentar dormir,
levantándome para poner música en mi tocadiscos portátil, bebiendo vasos y
vasos de agua fresca, hasta que no pude más: cogí mi abrigo y decidí salir del
hotel en busca de cigarrillos. Pero ni siquiera salí de mi cuarto. A esa hora
no había nada abierto en Huamanga. Empecé entonces a revisar los bolsillos de
todos mis sacos y pantalones, los cajones de todos los muebles, el contenido de
maletas y maletines, en busca del hipotético cigarrillo olvidado, tirando todo
por los aires y a medida que más infructuosa era mi búsqueda más tenaz era mi
deseo. De pronto mi mente se iluminó: la solución estaba en el paquete que
había arrojado por la ventana. Cuando me asomé a ella vi ocho o diez metros más
abajo el terreno baldío vagamente iluminado por la luz de mi habitación. Ni
siquiera vacilé. Salté al vacío como un suicida y caí sobre un montículo de
tierra, doblándome un tobillo. A gatas exploré el desmonte alumbrado por mi
encendedor. ¡Allí estaba el paquete! Sentado entre las inmundicias encendí un
pitillo, levanté la cabeza y lancé la primera bocanada de humo hacia el cielo
espléndido de Huamanga.
Este percance fue un anuncio que
no supe escuchar ni aprovechar. Proseguí mi vida errante por diferentes
ciudades, albergues y ocupaciones, dejando por todo sitio volutas de humo y
colillas aplastadas, hasta que recalé nuevamente en París, en un departamento
de tres piezas, donde pude reunir una colección de sesenta ceniceros. No por
manía de coleccionista, sino para tener siempre a la mano algo en qué tirar
puchos o cenizas. Había adoptado entonces el Marlboro, pues esta marca, que no
era mejor ni peor que las tantas que había ya probado, me sugirió un juego gramatical
que practicaba asiduamente. ¿Cuántas palabras podían formarse con las ocho
letras de Marlboro? Mar, lobo, malo, árbol, bar, loma, olmo, amor, orar, bolo,
etc. Me volví invencible en este juego, que impuse entre mis colegas de la
Agencia France-Presse, donde entonces trabajaba. Dicha agencia, diré de paso,
era no solo una fábrica de noticias sino el emporio del tabaquismo. Por
estadísticas sabía que la profesión más adicta al tabaco era la de periodista.
Y lo verifiqué, pues las salas de redacción, a cualquier hora del día o de la
noche, eran espaciosos antros donde decenas de hombres tecleaban
desesperadamente en sus máquinas de escribir, chupando sin descanso puros,
pipas y pitillos de todas las marcas, en medio de una espesa bruma nicotínica,
al punto que me pregunté si estaban reunidos allí para redactar las noticias o
más bien para fumar.
Fue precisamente durante la era
del Marlboro y de mi trabajo en la agencia que reventé. No es mi propósito
establecer una relación de causa a efecto entre esta marca de cigarrillos y lo
que me ocurrió. Lo cierto es que una tarde caí en mi cama y comencé a morir,
con gran alarma de mi mujer (pues entretanto, aparte de fumar, me había casado
y tenido un hijo). Mi vieja úlcera estomacal estalló y una hemorragia
incontenible me iba evacuando del mundo por la vía inferior. Una ambulancia de
estridente sirena me llevó al hospital en estado comatoso y gracias a
transfusiones de sangre masivas pude volver a mí. Esto es horrible y no abundo
en detalles para no caer en el patetismo. El doctor Dupont me cicatrizó la
úlcera en dos semanas de tratamiento y me dio de alta con la recomendación
expresa -aparte de medicinas y régimen alimenticio- de no fumar más.
¡No fumar más! Inocente doctor
Dupont. Ignoraba con qué tipo de paciente se había encontrado. Dos meses más
tarde, incorporado nuevamente a mi trabajo en la agencia de prensa, entre
cientos de rabiosos fumadores, tiraba al canasto diariamente un par de
cajetillas de Marlboro vacías. M-a-r-l-b-o-r-o. Mi juego gramatical se
enriqueció: broma, robar, rabo, ola, romo, borla, etc. Esto puede tener gracia,
pero así como nuevas palabras encontré, nuevas hemorragias tuve y nuevas
ambulancias fueron llevándome al hospital, entre pitos y sirenas, para dejarme
exánime ante los ojos horripilados del doctor Dupont. La ambulancia se
convirtió en cierta forma en mi medio normal de locomoción. El doctor Dupont me
devolvía siempre a casa reencauchado, después de jurarle que dejaría el
cigarrillo y amenazándome que a la próxima renunciaría a paliativos y me
metería cuchillo sin contemplaciones. Amenaza que me dejaba impávido, y la mejor
prueba de ello es que a la cuarta o quinta entrada al hospital, me di cuenta de
que para fumar no era necesario que me dieran de alta: bastaba sobornar a una
enfermera menor para que me comprara un paquete. De Marlboro, naturalmente:
lora, orla, ramo, ropa, paro, proa, etc. Lo tenía escondido en el guardarropa,
dentro de un zapato. Dos o tres veces al día sacaba un cigarrillo, me encerraba
en el baño, le daba varias pitadas frenéticas y pasaba sus restos por el
water—closet.
Diré para mi descargo que lo que
contribuyó a echar por tierra mis buenos propósitos y en consecuencia
fortaleció mi vicio fue una visión fugaz pero definitiva que tuve en el
hospital. El doctor Dupont, por buen especialista que fuese, ocupaba sólo un
rango intermedio entre los gastroenterólogos del local. En la cúspide se
encontraba el patrón doctor Bismuto, que había llegado a esa situación
posiblemente gracias a su apellido profético. El doctor Bismuto solo se ocupaba
de casos extremadamente importantes. Pero como el mío estaba a punto de
convertirse en uno de ellos, el buen Dupont obtuvo el privilegio de que me
hiciera una visita. Me la anunció con gran solemnidad y minutos antes de la
hora prevista vino una enfermera mayor para verificar que todo estuviera en
orden. Poco después la puerta se entreabrió y en fracciones de segundo
distinguí a un señor alto, escuálido y canoso que en un acto furtivo digno de
un prestidigitador se quitaba un cigarrillo de los labios, lo apagaba en la
suela de su zapato y guardaba la colilla en el bolsillo de su mandil. Creí que
estaba soñando. Pero cuando el mandarín se acercó a mi cama, rodeado de su
séquito de internos y enfermeras, noté en sus bigotes amarillentos y en sus
larguísimos dedos marrones la marca infamante del fumador.
¿Qué tipo de recompensa obtenía
del cigarrillo para haber sucumbido a su imperio y haberme convertido en un
siervo rampante de sus caprichos? Se trataba sin duda de un vicio, si
entendemos por vicio un acto repetitivo, progresivo y pernicioso que nos
produce placer. Pero examinando el asunto de más cerca me daba cuenta de que el
placer estaba excluido del fumar. Me refiero a un placer sensorial, ligado a un
sentido particular, como el placer de la gula o la lujuria. Quizás en mis
primeros años de fumador sentí un agradable sabor o aroma en el tabaco, pero
con el tiempo esta sensación se había mellado y podría decir incluso que fumar
me era desagradable, pues me dejaba amarga la boca, ardiente la garganta y
ácido el estómago. Si placer había, me dije, debía ser mental, como el que se
obtiene del alcohol o de drogas como el opio, la cocaína o la morfina. Pero
tampoco era el caso, pues el fumar no me producía euforia, ni lucidez, ni
estados de éxtasis, ni visiones sobrenaturales, ni me suprimía el dolor o la
fatiga. ¿Qué me daba el tabaco entonces, a falta de placeres, sensoriales o
espirituales? Quizás placeres más difusos y sutiles, difíciles de localizar,
definir y mensurar, ligados a los efectos de la nicotina en nuestro organismo:
serenidad, concentración, sociabilidad, adaptación a nuestro medio. Podía decir
en consecuencia que fumaba porque necesitaba de la nicotina para sentirme
anímicamente bien. Pero si lo que necesitaba era la nicotina contenida en el
cigarrillo, ¿por qué diablos no recurría a los puros o al tabaco de pipa que
tenía a mano cuando carecía de cigarrillos? Y eso nunca lo hice, ni en mis
peores momentos, pues lo que necesitaba era ese fino, largo y cilíndrico objeto
cuyo envoltorio de papel contenía hebras de tabaco. Era el objeto en sí el que
me subyugaba, el cigarrillo, su forma tanto como su contenido, su manipulación,
su inserción en la red de mis gestos, ocupaciones y costumbres cotidianas.
Esta reflexión me llevó a
considerar que el cigarrillo, aparte de una droga, era para mí un hábito y un
rito. Como todo hábito se había agregado a mi naturaleza hasta formar parte de
ella, de modo que quitármelo equivalía a una mutilación; y como todo rito
estaba sometido a la observación de un protocolo riguroso, sancionado por la
ejecución de actos precisos y el empleo de objetos de culto irremplazables.
Podía así llegar a la conclusión de que fumar era un vicio que me procuraba, a
falta de placer sensorial, un sentimiento de calma y de bienestar difuso, fruto
de la nicotina que contenía el tabaco y que se manifestaba en mi comportamiento
social mediante actos rituales. Todo esto está muy bien, me dije, era coherente
y hasta bonito, pero no me satisfacía, pues no explicaba por qué fumaba cuando
estaba solo y no tenía nada que pensar, ni nada que decir, ni nada que escribir,
ni nada que ocultar, ni nada que aparentar, ni nada que representar. La tiranía
del cigarrillo debía tener en consecuencia causas más profundas, probablemente
subconscientes. Lejos de mí, sin embargo, el ampararme en Freud, no tanto por
él sino por sus exégetas fanáticos y mediocres que veían falos, anos y Edipos
por todo sitio. Según algunos de sus divulgadores, la adicción al cigarrillo se
explicaba por una regresión infantil en busca del pezón materno o por una
sublimación cultural del deseo de succionar un pene. Leyendo estas idioteces
comprendí por qué Nabokov -exagerando, sin duda- se refería a Freud como al
“charlatán de Viena”.
No me quedó más remedio que
inventar mi propia teoría. Teoría filosófica y absurda, que menciono aquí por
simple curiosidad. Me dije que, según Empédocles, los cuatro elementos
primordiales de la naturaleza eran el aire, el agua, la tierra y el fuego.
Todos ellos están vinculados al origen de la vida y a la supervivencia de
nuestra especie. Con el aire estamos permanentemente en contacto, pues lo
respiramos, lo expelemos, lo acondicionamos. Con el agua también, pues la
bebemos, nos lavamos con ella, la gozamos en ejercicios natatorios o
submarinos. Con la tierra igualmente, pues caminamos sobre ella, la cultivamos,
la modelamos con nuestras manos. Pero con el fuego no podemos tener relación
directa. El fuego es el único de los cuatro elementos empedoclianos que nos
arredra, pues su cercanía o su contacto nos hace daño. La sola manera de
vincularnos con él es gracias a un mediador. Y este mediador es el cigarrillo.
El cigarrillo nos permite comunicarnos con el fuego sin ser consumidos por él.
El fuego está en un extremo del cigarrillo y nosotros en el opuesto. Y la
prueba de que este contacto es estrecho reside en que el cigarrillo arde, pero
es nuestra boca la que expele el humo. Gracias a este invento completamos
nuestra necesidad ancestral de religarnos con los cuatro elementos originales
de la vida. Esta relación, los pueblos primitivos la sacralizaron mediante
cultos religiosos diversos, terráqueos o acuáticos y, en lo que respecta al
fuego, mediante cultos solares. Se adoró al sol porque encarnaba al fuego y a
sus atributos, la luz y el calor. Secularizados y descreídos, ya no podemos
rendir homenaje al fuego, sino gracias al cigarrillo. El cigarrillo sería así
un sucedáneo de la antigua divinidad solar y fumar una forma de perpetuar su
culto. Una religión, en suma, por banal que parezca. De ahí que renunciar al
cigarrillo sea un acto grave y desgarrador, como una abjuración.
El cuchillo del doctor Dupont fue
mi espada de Damocles, con la diferencia de que a mí sí me cayó. Eso ocurrió
años más tarde, cuando el Marlboro y su estúpido juego de palabras —bar, lar,
loma, ralo, rabo, etc.— había sido remplazado por el Dunhill en su lindo
estuche burdeos con guardilla dorada. Me encontraba entonces en Cannes
siguiendo un nuevo tratamiento para librarme del tabaco, luego de una última
estada en el hospital. Dupont había decretado distracción, deportes y reposo,
receta que mi mujer, convertida en la más celosa guardiana de mi salud y
extirpadora de mi vicio, se encargó de aplicar y controlar escrupulosamente.
Ocupaba mis jornadas en jogging matinal, baños de sol y de mar, larga siesta,
remo en bote de goma y bicicleta crepuscular. Ello alternado con comidas sanas
y actividades espirituales pero de bajo perfil, como hacer solitarios, leer
novelas de espionaje y ver folletones de televisión. Este calendario no dejaba
ninguna fisura por donde pudiese colar un cigarrillo, tanto más cuanto que mi
mujer no me abandonaba ni a sol ni a sombra. Al mes estaba tostado, fornido,
saludable y diría hasta hermoso. Pero en el fondo, pero en el fondo, me sentía
insatisfecho, desasosegado, por momentos increíblemente triste. De nada me
servía percibir mejor la pureza del aire marino, el aroma de las flores y el
sabor de las comidas, si era la existencia misma la que se había vuelto para mí
insípida.
Un día no pude más. Convencí a mi
mujer de que en adelante iría a la playa una hora antes que ella y mi hijo, para
aprovechar más los beneficios de esa vida salutífera y recreativa. En el
trayecto compré un paquete de Dunhill y como era arriesgado conservarlo conmigo
o esconderlo en casa encontré en la playa un rincón apartado, donde hice un
hueco, lo guardé, lo cubrí con arena y dejé encima como seña una piedra
ovalada. Es así que muy de mañana partía de casa a paso gimnástico, ante la
mirada asombrada de mi mujer que me observaba desde el balcón orgullosa de mis
disposiciones atléticas, sin sospechar que el objetivo de esa carrera no era
mejorar mi forma ni batir ningún récord sino llegar cuanto antes al hueco en la
arena. Desenterraba mi paquete y fumaba un par de pitillos, lenta, concentrada
y hasta angustiosamente, pues sabía que serían los únicos del día. Esta estratagema,
lo reconozco, pudo servir mis gustos y halagar mi ingenio, pero me rebajó ante
mi propia consideración, ya que tenía conciencia de estar violando mis promesas
y traicionando la confianza de mi mujer. Aparte de que mi plan no estuvo exento
de imprevistos, como esa mañana que llegué a mi reducto y no encontré la piedra
ovalada. El empleado que se encargaba de rastrillar y limpiar la playa había
sido remplazado por otro más diligente, que no dejó un solo pedruzco en la
arena. Por más que escarbé por un lado y otro no di con mi cajetilla. Decidí
entonces comprar cinco paquetes y hacer cinco huecos y poner cinco señas y
dejar cinco probabilidades abiertas a mi pasión.
Si uno quisiera contar
prolijamente las cosas no terminaría nunca de hacerlo. Todo debe tener un fin.
Es por ello que me propongo concluir esta confesión.
Aquí entramos a la parte más
dramática del asunto, con la reaparición del doctor Dupont, sus sondas y
sermones y sobre todo su premonitorio cuchillo. Mal que bien, a pesar de mis
dolencias y problemas ligados al abuso del tabaco, llegué a convivir con ellos
y a tirar para adelante, como se dice, tirando de paso pitada sobre pitada.
Hasta que fui víctima de una molestia que nunca había conocido: la comida se me
quedaba atracada en la garganta y no podía pasar un bocado. Esto se volvió tan
frecuente que fui a ver al doctor Dupont no en ambulancia esta vez, para
variar. Dupont se alarmó muchísimo, me guardó en el hospital para someterme a
nuevos y complicados exámenes y a los pocos días, sin explicaciones claras,
rodaba en una camilla rumbo a la sala de operaciones. Me desperté siete horas
más tarde cortado como una res y cosido como una muñeca de trapo. Tubos, sondas
y agujas me salían por todos los orificios del cuerpo. Me habían sacado parte
del duodeno, casi todo el estómago y buen pedazo del esófago.
Prefiero no recordar las semanas
que pasé en el hospital alimentado por la vena y luego por la boca con papillas
que me daban en cucharitas. Ni tampoco mi segunda operación, pues Dupont se había
olvidado al parecer de cortar algo y me abrió nuevamente por la misma vía,
aprovechando que el dibujo en mi piel estaba ya trazado. Pero algo sí debo
decir del establecimiento donde me enviaron a convalecer, convertido en un
guiñapo humano, luego de tan rudas intervenciones.
Se llamaba “Clínica dietética y
de recuperación pos-operatoria” y quedaba en las afueras de París, en medio de
un extenso y hermosísimo parque. Sus habitaciones eran muy amplias y disponían
de baño propio, terraza, televisión y teléfono. A ella iban a parar los que
habían sufrido graves operaciones de las vías digestivas para que reaprendieran
a comer, digerir y asimilar, hasta recobrar la musculatura y el peso perdidos.
Las dos primeras semanas las pasé sin poder levantarme de la cama. Me seguía
alimentando con líquidos y mazamorras y diariamente venía un fornido terapeuta
que me masajeaba las piernas, me hacía levantar con los brazos pequeñas barras
y con la respiración cojines de arena cada vez más pesados que me colocaban en
el tórax. Gracias a ello pude al fin ponerme de pie y dar algunos pasos por el
cuarto, hasta que un día la enfermera jefa me anunció que ya estaba en
condiciones de someterme al control cotidiano.
De qué control se trataba lo supe
al día siguiente, cuando vinieron a buscarme antes del desayuno. Fue la primera
salida de mi habitación y mi primer contacto con los demás pensionistas de la
clínica. ¡Espantosa visión! Me encontré con una legión de seres extenuados,
tristes y macilentos, en pijama y zapatillas como yo, que hacían cola ante una
balanza romana. Una enfermera los pesaba y otra anotaba el resultado en un
grueso registro. Luego se arrastraban penosamente por los pasillos y
desaparecían en sus habitaciones por el resto del día.
Al horror siguió la reflexión: ¿a
dónde diablos había ido a parar? ¿Qué disimulaba ese remedo de albergue
campestre poblado de espectros? En las próximas sesiones creí vislumbrar la
realidad. Ello no podía ser una clínica, sino la antesala de lo irreparable. A
ese lugar enviaban a los desechados de la ciencia para que, entre árboles y
flores, vivieran sus postrimerías en un decorado de vacaciones. La pesada era
solamente el último test que permitía verificar si cabía aún la posibilidad de
un milagro. Enfermo que aumentaba de peso era aquel que, entre cien, mil o más
tenía la esperanza de salir viviente de allí.
Esta sospecha la comprobé cuando
dos vecinos de corredor dejaron de asistir a la pesada y luego me enteré, por
una conversación entre enfermeras, de que se habían “dulcemente extinguido”.
Ello redobló mi zozobra, lo que me impidió comer y en consecuencia aumentar de
peso. Los platos que me traían, insípidos y cremosos, los pasaba por el W.C. o
los envolvía en kleenex que echaba a la papelera. Mi mujer y algunos fieles
amigos me visitaban en las tardes y hacían lo indecible, con un temple
admirable, para no mostrarse alarmados. Pero algunos gestos los traicionaron.
Mi mujer me trajo un finísimo pijama de seda, lo que interpreté por un
razonamiento tortuoso como “Si te tienes que morir que sea al menos en un
pijama Pierre Cardin”. Algunos amigos insistieron en tomarme fotos, dándome
cuenta entonces de que se trataba de fotos póstumas, las que no alcanzaría a
ver pegadas en ningún álbum de familia.
Me estaba pues muriendo o más
bien “dulcemente extinguiendo”, como dirían las enfermeras. Cada día perdía
unos gramos más de peso y me fatigaba más someterme a la prueba de la balanza.
El jefe de la clínica vino a verme y ordenó, como última medida, que me
alimentaran a la fuerza. Me metieron una sonda de caucho por la nariz y a
través de la sonda, con un enorme émbolo, me disparaban alimentos molidos al
estómago. La sonda tenía que conservarla en forma permanente, su extremo
visible pegado en la frente con un esparadrapo. Era algo tan horrible que a los
dos días la arranqué y la tiré por los suelos. El jefe de la clínica regresó
para sermonearme y como me resistí a que me la volvieran a poner se retiró
despechado, diciéndome antes de salir: “Me importa un bledo. Pero de aquí no
sale hasta que no aumente de peso. Usted asume toda la responsabilidad”.
A ese imbécil no lo volví a ver
más, pero a quienes vi fue a unos seres hirsutos, sucios y descamisados que
fueron surgiendo detrás de los arbustos que divisaba desde mi cama, a través de
los amplios ventanales. Tras esos arbustos estaban edificando un nuevo pabellón
y como ya habían levantado el primer piso, los obreros y sus trabajos eran
visibles desde mi cuarto. Por su piel cetrina deduje que venían de lugares
cálidos y pobres, Andalucía, sur del Portugal, África del Norte. Lo que primero
me sorprendió fue la celeridad y la variedad de sus movimientos. Aparecían y
desaparecían subiendo ladrillos, bolsas de cemento, cubos con agua,
instrumentos de albañilería, en un ir y venir continuo, que no conocía
tropiezos ni improvisaciones. Imaginé el esfuerzo que hacían y por una especie
de sustitución mental me sentí terriblemente fatigado, al punto que corrí las
persianas de la ventana. Pero a mediodía volví a abrirlas y comprobé que esos
hombres, que yo suponía doblegados por el cansancio, estaban sentados en
círculo sobre el techo, reían, se interpelaban, se comunicaban con amplios
gestos. Era la pausa del almuerzo y de portaviandas y bolsas de plástico habían
sacado alimentos que engullían con avidez y botellas de vino que bebían al
pico. Esos hombres eran aparentemente felices. Y lo eran al menos por una
razón: porque ellos encarnaban el mundo de los sanos, mientras que nosotros el
mundo de los enfermos. Sentí entonces algo que rara vez había sentido, envidia,
y me dije que de nada me valían quince o veinte años de lecturas y escrituras,
recluido como estaba entre los moribundos, mientras que esos hombres simples e
iletrados estaban sólidamente implantados en la vida, de la que recibían sus
placeres más elementales. Y mi envidia redobló cuando, al término de su yantar,
los vi sacar cajetillas, petaqueras, papel de liar y encender sus cigarrillos
de sobremesa.
Esa visión me salvó. Fue a partir
de ese momento que estalló en mí la chispa que movilizó toda mi inteligencia y
mi voluntad para salir de mi postración y en consecuencia de mi encierro. No
deseaba otra cosa que reintegrarme a la vida, por ordinaria que fuese, sin otro
ruego ni ambición que poder, como los albañiles, comer, beber, fumar y
disfrutar de las recompensas de un hombre corriente pero sano. Para ello me era
imperioso vencer la prueba de la balanza, pero como me era imposible comer en
ese lugar y esa comida, recurrí a una estratagema. Cada mañana, antes de la
pesada, metía en los bolsillos de mi pijama algunas monedas de un franco.
Progresivamente fui añadiendo monedas de cinco francos, las más grandes y
pesadas, que cambiaba al repartidor de periódicos. Logré así aumentar algunos
cientos de gramos, lo que no era aún suficiente ni probatorio. Le pedí entonces
a mi mujer que me trajera de casa un juego completo de cubiertos, alegando que
con ellos podría tal vez alimentarme mejor que con los toscos cubiertos de la
clínica. Eran los sólidos y caros cubiertos de plata que mi mujer adquirió en
un momento de delirio, a pesar de mi oposición y que ahora, desviándose de su
destino, se volvían realmente preciosos. Como no podía disimularlos en mis
bolsillos, los fui colocando en mis calcetines, empezando por la cucharita de
café hasta llegar a la cuchara de sopa. A la semana había aumentado dos kilos y
más todavía cuando cosí a mis calzoncillos los cubiertos de pescado. Las
enfermeras estaban asombradas por esa recuperación que no iba con mi
apariencia. Un galeno me visitó, revisó mis boletines de peso, me examinó e
interrogó y días más tarde la dirección me extendió la autorización de partida.
Horas antes de que mi mujer viniera a buscarme en un taxi, estaba ya de pie,
vestido, mirando una vez más por la ventana a los albañiles que ágiles,
ingrávidos, aéreos y diría angelicales terminaban de levantar el segundo piso
de ese nuevo pabellón de los desahuciados.
Demás está decir que a la semana
de salir de la clínica podía alimentarme moderadamente pero con apetito; al mes
bebía una copa de tinto en las comidas; y poco más tarde, al celebrar mi
cuadragésimo aniversario, encendí mi primer cigarrillo, con la aquiescencia de
mi mujer y el indulgente aplauso de mis amigos. A ese cigarrillo siguieron
otros y otros y otros, hasta el que ahora fumo, quince años después, mientras
me esfuerzo por concluir esta historia, instalado en la terraza de una casita
de vía Tragara, contemplando a mis pies la ensenada de Marina Picola, protegida
por el escarpado monte Solaro. Hace veinte siglos el emperador Augusto
estableció aquí su residencia de verano y Tiberio vivió diez años y construyó
diez palacios. Es cierto que ambos no fumaban, de modo que no tienen nada que
ver con el tema, pero quien sí fumó fue el Vesubio y con tanta pasión que su
humo y cenizas cubrieron las viñas y viviendas de la isla y Capri entró en un
largo período de decadencia.
Enciendo otro cigarrillo y me
digo que ya es hora de poner punto final a este relato, cuya escritura me ha
costado tantas horas de trabajo y tantos cigarrillos. No es mi intención sacar
de él conclusión ni moraleja. Que se le tome como un elogio o una diatriba
contra el tabaco, me da igual. No soy moralista ni tampoco un desmoralizador,
como a Flaubert le gustaba llamarse. Y ahora que recuerdo, Flaubert fue un
fumador tenaz, al punto que tenía los dientes cariados y el bigote amarillo.
Como lo fue Gorki, quien vivió además en esta isla. Y como lo fue Hemingway,
que si bien no estuvo aquí residió en una isla del Caribe. Entre escritores y
fumadores hay un estrecho vínculo, como lo dije al comienzo, pero ¿no habrá
otro entre fumadores e islas? Renuncio a esta nueva digresión, por virgen que
sea la isla a la que me lleve. Veo además con aprensión que no me queda sino un
cigarrillo, de modo que le digo adiós a mis lectores y me voy al pueblo en busca
de un paquete de tabaco.
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