Louis-Ferdinand Céline
Indudablemente había franqueado ya los juiciosos límites de nuestro sentido común, esa gran tradición de nuestro raciocinio de la que todos somos cuidadosos hijos, lindamente soldados por la costumbre a la cadena de la Razón que une, se quiera o no, al más genial con el más ignorante desde el primero al último día de nuestra común existencia. Como un eslabón roto de esta pesada cadena, Semmelweis se había desprendido..., lanzado a la incoherencia. Había perdido la lucidez, esa potencia de las potencias, esa concentración de todo nuestro futuro sobre un punto preciso del Universo. Fuera de ella,¿cómo elegir en la vida que pasa la forma del mundo que nos conviene? ¿Cómo no perderse? Si entre los animales el hombre se ha ennoblecido, ¿no es porque ha sabido descubrir en el Universo una mayor variedad de aspectos?
En la naturaleza él es el cortesano más
ingenioso y su inestable felicidad, fluida, orientada de la vida hacia la
muerte, es su insaciable recompensa.
¡Qué arriesgada es esta sensibilidad! ¡A qué
trabajo incesante no le condena conservar el equilibrio de esta frágil
maravilla! Apenas en el más profundo sueño su espíritu conoce el reposo. La
pereza absoluta, que es animal, nos está prohibida por nuestra humana
estructura. Forzados del Pensamiento, eso es lo que somos, todos. Abrir los
ojos simplemente, ¿no es llevar de inmediato el mundo en equilibrio sobre la
cabeza? Beber, hablar, divertirse, soñar quizá, ¿no es elegir acaso sin tregua
entre todos los aspectos del mundo aquellos que son humanos, tradicionales, y,
además, alejar incansablemente los otros, hasta la fatiga que al final de cada
jornada no deja de sorprendernos?
¡Que caiga la ignominia sobre el que no sabe
elegir el aspecto más conveniente a los destinos de nuestra especie! Es un
necio, está loco.
En cuanto a la fantasía, a la originalidad que
es lisonja de nuestro orgullo, sus límites, ¡ay!, son también precisos, están
también lastrados por la disciplina. Tampoco se tolera otra fantasía que la que
se asienta, una vez más, en la imaginaria roca granítica del sentido común. A
mucha distancia de esta situación convencional, no existen ni razón ni
inteligencias que puedan comprenderos. Semmelweis dilapidaba una inútil
energía, transformando todas sus lecciones en largas e injuriosas parrafadas contra
todos los profesores de obstetricia.
Acabó de hacerse intolerable e ineficaz,
cuando fijaba por sí mismo en los muros de la ciudad manifiestos, uno de cuyos
fragmentos decía: «Padre de familia, ¿sabes lo que significa llamar a la
cabecera de la cama de tu mujer parturienta a un médico o a una comadrona?
Representa que de forma voluntaria la haces correr riesgos mortales, tan
fácilmente evitables con los métodos..., etc., etc.»
Indudablemente, a partir de este momento se le
habría destituido de su cargo, si su progresivo agotamiento no se hubiese
adelantado a esta inútil sanción. En efecto, pronto las palabras que
pronunciaba fueron incoherentes y, con mucha frecuencia, carecían de sentido.
Su cuerpo se inclinó con un nuevo modo de andar, a trompicones; ante los ojos
de la gente, pareció avanzar tambaleante por un terreno desconocido...
Le sorprendieron dispuesto a horadar las
paredes de su habitación en busca, según él, de grandes secretos allí
enterrados por un sacerdote conocido suyo. En el espacio de algunos meses sus
rasgos se surcaron profundamente de melancolía y su mirada, perdiendo el apoyo
de los objetos, pareció perderse más allá de las personas.
Rápidamente se convirtió en el fantoche de sus
propias facultades, tan potentes en otro tiempo, y en la actualidad
desencadenadas en el absurdo. Fue sucesivamente poseído por la risa, por la
venganza, por la bondad, del todo, sin orden lógico, cada uno de sus
sentimientos influyéndole por su cuenta, como tratando sólo de agotar las
fuerzas del pobre hombre aún más por completo que el frenesí anterior. Una
personalidad se descuartiza tan cruelmente como un cuerpo, cuando la locura
gira la rueda de su suplicio.
No creed a esos poetas que van lamentándose
contra los rigores y las sujeciones del pensamiento o que maldicen las
materiales cadenas en las que se enreda ¡su admirable vuelo hacia el cielo de
los puros espíritus!, como ellos le llaman. ¡Benditos inconscientes!
¡Petulantes ingratos en realidad, que sólo conciben un lindo rinconcito de esa
libertad absoluta, que dicen desear! ¡Si sospechasen, los muy temerarios, que
el infierno comienza a las puertas de esa masiva Razón, de la que se quejan, y
contra las que, a veces, en insensata revuelta, llegan incluso a romper sus
liras! ¡Si supiesen! Con qué desenfrenada gratitud dejarían de cantar para
siempre la dulce impotencia de nuestros espíritus, esta feliz prisión de los
sentidos que nos protege de una inteligencia infinita y de la que nuestra más
sutil lucidez es sólo una diminuta aproximación. Semmelweis se había evadido
del cálido refugio de la Razón, en el que en todo tiempo se ha atrincherado la
potencia enorme y frágil de nuestra especie contra el universo hostil. Erraba
con los locos, en el absoluto, por esas glaciales soledades en las que nuestras
pasiones no despiertan ecos, en las que nuestro aterrorizado corazón de
hombres, latiendo hasta romperse en el camino de la Nada, es sólo un animalito
estúpido y desorientado.
Avanzando por este dédalo movedizo,
despiadado, de la demencia, se le aparecieron un Michaelis sangrante, cargado
de reproches; un Skoda desmedido, grosero; un Klin furioso, acusador,
empalidecido por todos los odios de un mundo infernal, y Seyfert y también
Scanzoni...
Cosas, gentes, más cosas, corrientes cargadas
de terrores indecibles, formas imprecisas, le arrebataban, confundidas con
recuerdos de su pasado, paralelos, entrecruzados, amenazantes, desvaídos...
También, en torno suyo lo real, lo banal, se
intercalaban con lo absurdo por un maleficio de su espíritu sin límites. Las
mesas, la lámpara, sus tres sillas, la ventana, los más neutros objetos, los
más usuales en su vida cotidiana, se envolvían en un halo misterioso, en una
luz hostil. Ninguna seguridad en lo sucesivo dentro de esta fluidez grotesca,
en la que se licuaban los contornos, los efectos y las causas. A esta
habitación, desplazada por un enloquecimiento utópico y ucrónico, retornaron
los visitantes fantásticos.
Cada uno de ellos proseguía la polémica de
otros tiempos; argumentaba abundantemente, con lógica a veces y, con
frecuencia, hasta después de que hubieran partido. Pero, casi siempre, estas
alucinaciones terminaban en violencias. Demasiadas sombras burlonas y
mentirosas rodeaban su lecho, demasiadas para que viese a todas, cara a cara.
¿No las oía acaso conspirar a sus espaldas, enemigas trapaceras?
Y su frenesí se asfixiaba cuando huían; muchas
veces se lanzaba tras ellas por la escalera, incluso por la calle,
persiguiéndolas.
Esta fase de miseria moral duró hasta abril de
1865. En este momento las alucinaciones que le aterrorizaban cesaron de golpe.
Se trataba solamente de una engañosa mejoría de su estado, apenas un respiro,
durante el que, sin embargo, se relajó la vigilancia de que era objeto. Incluso
le dejaron pasear por la ciudad. Se perdía por las cálidas calles, casi siempre
sin sombrero. Todo el mundo conocía su desgracia y todo el mundo se apartaba
para dejarle paso libre... Durante esta calma momentánea, la Facultad decidió
nombrarle un sustituto. Sus colegas, en delegación y, por otra parte, con
muchos miramientos, le hicieron aceptar esta medida universitaria. Por lo
demás, quedó claro que conservaría el título de profesor «en disponibilidad».
Pareció admitir sin pesadumbre esta solución, pero aquella misma tarde fue
poseído por una crisis demencial de una intensidad sin precedente.
Alrededor de las dos, le vieron precipitarse a
lo largo de las calles, perseguido por la jauría de sus imaginarios enemigos.
Dando alaridos, descompuesto, así llegó a los anfiteatros de la Facultad. Había
allí un cadáver, encima de una mesa de mármol, en medio del aula, para unas
prácticas. Semmelweis, apoderándose de un escalpelo, atraviesa el círculo de
alumnos; derribando varias sillas, llega a la mesa de mármol, hace una incisión
en la piel del cadáver y saja los tejidos pútridos antes de que puedan
impedírselo, al azar de sus impulsos, desgarrando los músculos en jirones que
arroja a lo lejos. Y sin dejar de emitir exclamaciones y frases inacabadas...
Los estudiantes le han reconocido, pero es tan amenazadora su actitud que nadie se atreve a interrumpirle... El lo ignora todo... Vuelve a coger su escalpelo y horada, con los dedos al tiempo que con la hoja, una cavidad en la carne del cadáver, rezumante de humores. Con un gesto más brusco, se corta profundamente. Sangra la herida. Semmelweis grita. Amenaza. Le desarman. Le rodean. Pero es demasiado tarde... Como poco tiempo antes Kolletchka, acaba de infectarse mortalmente.
Avisado Skoda de esta desgracia suprema, se
puso al instante en camino para Budapest. Pero apenas había llegado, regresaba
ya conduciendo a Semmelweis con él. ¡Qué de sufrimientos durante el transcurso
de este largo viaje en diligencia! ¡Qué prueba para este viejo y para el pobre
Semmelweis, herido, delirante, quizá peligroso! ¿A qué esperanzas se asían aún,
para correr el riesgo de una aventura tan desesperada? ¿Concibió quizá Skoda,
por un instante, el proyecto de una intervención quirúrgica...? En todo caso,
no se paró a pensarlo, porque, al llegar a Viena en la mañana del 22 de junio
de 1865, Semmelweis fue directamente conducido al asilo de alienados.
Su habitación, que todavía hoy puede visitarse,
se encuentra situada en el extremo de un largo pasillo, en el ala izquierda de
los edificios. Allí murió, el 16 de agosto de 1865, a los cuarenta y siete años
de edad, tras una agonía de tres semanas. Su viejo maestro escaló a su lado
estos últimos peldaños, los más desolados de la vida. A Skoda le era familiar
esta triste casa, en la que había sido médico antes, cuando le separaron del
Hospital General por sanción disciplinaria.
Esto había sucedido al principio de su
carrera, en 1826, en los tiempos en que Klin (¡ay, siempre el mismo!), del que
también había sido ayudante, hizo que se le relegase en este asilo de
alienados, bajo el pretexto de que «fatigaba a los enfermos con percusiones
demasiado frecuentes».
En el curso de estas tres semanas, sin duda
evocó la extraña armonía de las turbadoras coincidencias. ¿Quizá, también su
memoria guardaba de ello un secreto excesivamente doloroso para su corazón? Al
igual que la felicidad, la venganza jamás es completa y, sin embargo, pesa
siempre tanto que sobrecoge...
Veinte veces la noche descendió a esta
habitación, antes que la muerte arrebatase a aquel de quien ella había recibido
la afrenta rotunda, inolvidable. Era apenas un hombre lo que iba a coger, una
forma delirante, corrompida, cuyos contornos se oscurecían en una progresiva
purulencia. Por otra parte, ¿qué victoria puede aguardar la muerte en el más
desgraciado lugar del mundo? ¿Hay alguien que le dispute esas larvas humanas,
esos forasteros socarrones, esas torvas sonrisas que ruedan a lo largo de la
nada, sobre los senderos del Asilo?
¡Prisión de los instintos, Asilo de locos, que
arrebate quien quiera a estos desquiciados aullantes, quejumbrosos,
apresurados!
El hombre acaba donde comienza el loco, el
animal está más alto y la última de las serpientes que se arrastran puede ser
su ascendiente. Semmelweis se encontraba aún más bajo que todo eso, impotente
entre los locos y más podrido que un muerto. Los progresos de la infección
fueron bastante lentos, bastante minuciosos para que, en el camino del reposo,
ninguna batalla le fuese perdonada.
Linfangitis... Peritonitis... Pleuresía...
Cuando llegó el turno de la meningitis, entró en una especie de parloteo
incesante, en una interminable reminiscencia, a lo largo de la cual su
destrozada cabeza pareció vaciarse en largas frases muertas.
No se trataba ahora de aquella infernal
reconstitución de su vida al nivel del delirio de la que en Budapest había sido
el actor tiranizado, durante las primeras etapas de su locura. En la fiebre se
habían consumido todas sus energías trágicas. Únicamente pertenecía a los vivos
gracias al impulso formidable de su pasado. Louis-Ferdinand Céline.
En la mañana del 16 de agosto la Muerte le
agarró por el cuello. Se asfixió.
Los hedores de la putrefacción invadieron el
cuarto. Verdaderamente, era ya tiempo de que partiese. Pero se aferró a nuestro
mundo tanto como es posible con un cerebro quimérico en un cuerpo desgarrado.
Parecía desvanecido, extraviado en la sombra, cuando, muy cerca del fin, una
rebelión última le devolvió la luz y el dolor. De repente, se enderezó sobre la
cama. Tuvieron que volverle a tender. «No, no...», gritó varias veces. Es como
si en el fondo de este hombre no hubiese existido indulgencia alguna para la
suerte común, para la Muerte, y ninguna otra posibilidad en él que una inmensa
fe en la vida. Aún le oyeron llamar: «¡Skoda...!, ¡Skoda...!», a quien no había
reconocido. Entró en la paz a las siete de la tarde.
Traducción Juan García Hortelano
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