Regino Boti
Acabo de cerrar el libro y perdura ante mis
ojos la sugestión de la mirada de conjunto —la noble perspectiva— que Jorge
Mañach, gonfaloniero de la péñola, capitán de los tercios del buen decir y
cronista de San Cristóbal de La Habana, ha puesto como brillante colofón al
panorama cinemático de una ciudad ya muy siglo XXI y que no por ello deja de
tener su hechizo tradicional.
Podría decirse que ésas crónicas de San
Cristóbal son un álbum gráfico, fruto tanto de la pluma del dibujante como de
la del escritor, de estampas lo suficientemente unidas o hilvanadas para formar
un cuerpo único aunque vertebrado. Son ellas la impresión individual que
exprime un espíritu alerta y cultivado, una sensibilidad fina y penetrante,
gozosa del placer único de ver por primera vez, sólo superado por el de volver
a ver, estados de alma ambos de que no pueden ser capaces más que los que saben
amar desde los cuatro puntos cardinales de la emoción.
A buen seguro que un estante de San Cristóbal,
de esos que la pasan y repasan años tras años, sería incapaz, por muy artista
que fuera y por mucho que se internara especulativamente en la arqueología múltiple
de la ciudad, de escribir un libro de encanto como el que ha hecho Jorge
Mañach, libro que tiene la viva soltura y frescor con que corre, salta y alegra
el agua del grifo abierto a la ventura.
No más que ante dos aptitudes psicológicas
igualmente seductoras y envidiables pudo escribirse ese libro: ante la del que
llega, ve y escribe o ante la del que ausente muchos años regresa y halla más
bello el objeto de sus anhelos. Y así, ponerse a pintar con palabras, como pintan
con colores esos paisajistas de ancha vena estética y ojo cazador que de improviso
ante el paisaje no sólo descubren sus sorpresas sino que son domados por la
fiebre de aprehenderlo y clavarlo en la tela.
Lo cotidiano mata el ensueño. Y esa Habana de hoy
que guarda sus palpitaciones de antaño reflejadas por Mañach en las páginas de
su libro, es una Habana de la fantasía en la que los más de sus aspectos
típicos en cosas, personas y costumbres, son vistos y transmitidos al través de
un prisma mágico, como ocurría en los dioramas que hicieron el asombro de
la niñez precinematográfica, los que mostraban las plazas, arboledas, parques,
ruinas, calles, monumentos de las ciudades famosas en agigantadas litografías —tras
el maltrecho cristal de aumento— pintarrajeadas y cintilantes allí por donde
urgían iluminaciones especiales con cien ojillos de luz sin más retina que una
lámpara de petróleo encendida detrás.
Visión dúplice la del escritor: la ocular y la
anímica; juicio par, a veces alterno, otras en monólogo, pero siempre colmado de
interés. El cronista corretea acompañado, aunque no lleva como los ventrílocuos
un muñeco obligado a lanzar gestos mecánicos para aupar la voz mimética, ni
títeres, de ágiles pero imperfectos hilos siempre impotentes para no delatar la
ficción. Tampoco pasea y dialoga con su doble —que es un ser inferior y carnal;
ni con un simple alter ego, porque como el latinajo dice, es otro yo, no un yo
distinto. Mañach pasea con el viejo Lujan, que tiene algo de todo eso y de
muchas cosas más: él encarna la gracia y la ductilidad, el humorismo y la
criollez, la voz del medio, el grito de amor y la protesta cordial. Luján es el
cronista fuera de sí propio y, al mismo tiempo, es un tercero que dice por su
cuenta lo que el cronista no quiere decir en primera persona; que piensa lo que
el cronista pensó, pensaría o quisiera pensar en determinados momentos bien que
sin desear pensarlo ni quererlo. Se trata más bien de un caso que yo
calificarla como de autoscopia intelectual, en que el personaje vivo, cuando no
quiere cargar con la paternidad del juicio, de la frase o del rasgo, pero sin "sin
dejar la responsabilidad a las normas", hace que su imagen accione, diga,
interrumpa, exclame y en fin ejecute cuanto el sujeto activo ejecutaría si
quisiera mostrarse presente. Médium maravilloso que no actúa como el operador
manda, sino como éste imagina. Tal es el caso de Luján y Mañach.
La concepción de
Luján constituye la verdadera clave de belleza interna de Estampas de San Cristóbal;
y gracias a ella Mañach ha traducido La Habana en dos entes mentales distintos
y complementarios: una Habana pintoresca, noblemente tradicional, que es muy
antigua a la vez que muy moderna y por tanto muy absurda y muy lógica, muy de
lo extinto y de lo que vendrá, imagen calidoscópica del ayer, visión radial de
lo futuro.
Los más de los aspectos diferenciales de la
pretérita villa de San Cristóbal supo verlas con precisión fotográfica el ojo
del notario, infundiéndoles a la vez la poesía de la paleta y en ocasiones el
encanto de los sonidos. Son estas estampas cuadro de lo singular, pinturas de
todo aquello que tiene la Habana (como las tres cosas del cantar) y que la
distinguen de otras ciudades. Fuera de propósito siempre será hacerlas de un
teatro, un hotel, una iglesia o cualquier otra monumentación de esas que el
cosmopolitismo levanta en las más importantes capitales del mundo, imprimiéndoles
un lamentable aire de familia.
Por eso las 59 estampas —facetaciones que
descubren, completan y perpetúan la unidad— corresponden a otros tantos
aspectos cristobalenses: El Morro, El Vedado, San
Rafael y Galiana,
El son, La china. Maña la O. Y de entre todos, emitiendo las
vibraciones más altas y limpias, los episodios titulados: Muralla, fresco
a grandes síntesis, fondo para la explanación de toda una
novela cubana; Pregones, caja fónica que recoge el alma de
nuestra música demosófica, velada como muy bien dice el autor,
por cierta tristeza, muy nuestra por herencia y latitud
geográfica; La Calzada del Monte,
cartón futurista de la tentacular San Cristóbal lejana; y El
guapo, nota agria de falsete súbito, grito ciudadano de la
selva olvidada y también degeneración hidalga que avergüenza a su
ancestro.
Todo ello, lo noble y lo vil, lo grande y
lo ruin, lo torvo y lo pulcro, notas cálidas o leves de las puestas de
sol, pereza de las noches urentes del verano, el chino y Bartolo, el
cafetín y el arrabal, El Malecón y El Cerro, han bastado para que Mañach
escriba este delicioso libro que comento, sutil e irónico, profundo y
risueño, amable y sencillo, que tengo para mí como el Beadeker
ilusionado de nuestra absorbente y tentadora capital, ayer villa de San
Cristóbal, hoy febricitante ciudad de La Habana.
Y aquí, como punto final, una pregunta
docta Mañach. ¿Cómo se las arregló usted para arrancar a Luján
tan sensatas palabras en las Estampas de San Cristóbal, habiéndole
enterrado usted mismo un fio antes entre algunas página del Glosario?
Revista de Avance, 30 abril, 1927, pp. 88-89.
Ilustración Rafael Blanco
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