Carta familiar recibida en el Palacio Arquiepiscopal de
Santiago de Cuba.
Ayer escribí a V. de carrera, con mala pluma y peor pulso,
lo que más importaba a V. saber, esto es, que el Prelado sigue bien. Hoy pienso
escribir con más despacio, empezando por lo que menos importa, esto es, por las
particularidades y vulgaridades de nuestro viaje, y concluyendo con la relación
circunstanciada del atentado que se cometió.
Hasta Palma Soriano
caminamos sin particular desasosiego acerca de S. É. IIma., consolándonos la
opinión que habían formado los medicos al reconocer por primera vez las
heridas; pero en Palma Soriano empezaron a darnos malas noticias, y puede V.
figurarse con qué susto pasamos aquella noche, y caminamos el siguiente día.
Las malas noticias se iban repitiendo en Palo-Picado, Demajagua, etc..., hasta
que llegamos a Sabanilla, que dista de
Cuba treinta leguas, y de Holguín doce. En el indicado punto de Sabanilla nos
dijeron ya que S. E. estaba fuera de peligro, y, como V. puede suponer, esta
noticia nos quitó de encima grandísimo peso. Llegamos, por fin, ayer, a cosa de
las once de la mañana, y una hora después vimos la curación que practicaron los médicos. Hemos
llegado algo estropeados.
Vamos ahora al
atentado. El día en que esto sucedió, visitó el Sr. Arzobispo el cementerio, la
cárcel y el hospital con un humor tan alegre y festivo como acostumbra: fue el
viernes 1.° de febrero. Por la noche dio principio a la novena del Corazón de
María, y predicó bastante largo de la Virgen. Entre otras cosas, dijo que la
Virgen lo había salvado muchas veces de peligros inminentes de perder la vida. Tal
vez el asesino oyó esto. Concluido el sermón y cantado los gozos, salió S. E.
de la Iglesia acompañado de la multitud, como siempre. A pocos pasos fuera de
la puerta se acercó el asesino en ademan de quererle besar la mano, y llegando
su cara a la del Sr. Arzobispo, como si quisiera decirle algún secreto, le dio
la terrible cuchillada en la mejilla izquierda desde bajo la oreja hasta la
barba, penetrando la herida hasta la boca. Su S. E. retrocedió, y naturalmente
llevó la mano derecha hacia la parte
herida, y entonces recibió la segunda herida entre el dedo pulgar y muñeca.
Algunos dicen que el asesino le tiró segunda vez, y que al parar este golpe
recibió esta herida, otros que una misma cuchillada hizo las dos heridas. El
Sr. Arzobispo, sin levantar la voz, dijo: «Quítenme a ese hombre.» El Sr.
Vicario Liado, que iba a su lado, se puso entre S. E. y el asesino, y asustado,
gritó: «¡Excmo. Señor, ¿qué es esto?». El paso que el Señor Arzobispo dio hacia
atrás facilitó esta interposición de Liado, la cual desconcertó al asesino,
quien no quería dejar incompleta su obra diabólica; y mientras estaba con el
brazo levantado, deliberando tal vez si debía degollar también a Liado, para
acometer de nuevo al Arzobispo, se echaron sobre él dos salvaguardias: uno lo
cogió del brazo que tenía levantado, y armado todavía con la navaja, y el otro
le aseguró por la cintura.
El Sr. Arzobispo perdió el anillo, que se encontró
lleno de sangre y algo abollado: el asesino soltó también su navaja, la cual
fue asimismo encontrada al lado del anillo.
El Sr. Arzobispo, sin perder un
punto su serenidad, se dirigió a una botica que está próxima a la misma Iglesia,
comprimiendo él mismo con la mano la mejilla partida. Inmediato a la botica
vive un médico, que se hallaba a la puerta y fue testigo de todo el suceso, y
procedió a reconocer la herida. Todos los médicos de la ciudad acudieron en un instante
y le pusieron el primer apósito.
Acudió también el señor teniente gobernador, y
le dijo que el agresor estaba preso. S. E. contestó a esto lo que era de
esperar, que le perdonaba, y no quería que se procediese contra él.
Opinaron
los médicos que no debía venir por su pie, y él mismo, con una serenidad que
admiró a todos, se acostó en unas pavilmelas, y así lo trajeron a su
alojamiento.
Ha perdido más de tres libras de sangre, pero yo sé que no daría
él estos días por todos los intereses del mundo. «Hace muchos años, dice, que
no he sido tan feliz como en estos días; nada he sentido.» Le gusta que le acompañemos,
y siempre está alguno a su lado; se ríe cuando se le cuenta alguna cosa
chistosa; pero no habla, porque los médicos dicen que no debe hacerlo, para que
se una la mejilla.
Dos palabras acerca del
asesino. Este es un perdido isleño o canario, criminal viejo, de quien se sospechan
otros crímenes atroces. Cuando S. E. llegó a Gibara él fue también allá, se
presume con el designio de ejecutar su atentado; mas como S. E. no se detuvo en
Gibara, lo siguió a Holguín. En el mismo día del atentado sacó paso para Pinar
del Río, con el ánimo sin dudado alejarse luego de consumado su crimen. Esto
pecador viejo, habituado a cárceles y con una calma imperturbable, lo niega
todo, pero el delito está probado.
La Indignación de Holguín contra este
miserable no puede llegar a más. Si lo entregaran al pueblo lo harían pedazos; y esto no solo en la ciudad, sino también en los campos. Al
mismo tiempo son muchas y muy grandes las demostraciones de interés a favor del
Sr. Arzobispo.
Todos los médico se
reúnen espontáneamente para cada vez que
se hace la curación, y uno ha estado siempre de guardia mientras hubo algún
peligro. El señor gobernador casi todo el día está aquí: en los primeros días estaba
de guardia constantemente un oficial de la guarnición, y ahora hay un cuerpo de
guardia con un oficial en la casa inmediata, que es la del P. Telles.
En el
pueblo hubo una consternación y un susto universal. Los holguineros muestran
que aman de veras a su Prelado.»
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